RAMIRO BEJARANO GUZMÁN 10 ENE 2015 - 9:00 PM
En el mundo de los negocios hay quienes suelen simular la celebración de ciertos contratos, como cuando Pedro y Juan realizan una compraventa para disfrazar una donación, o cuando aparentemente realizan un negocio que en realidad no han celebrado.
No se necesita ser superdotado para concluir que un contrato simulado se hace para los más variados fines, ninguno de los cuales es la licitud, como también que si quien simula es un funcionario público, no sólo viola la ley de contratación estatal sino que incurre en más de un delito.
Pues bien, las últimas declaraciones de Sandra Morelli han dejado en evidencia que la máxima autoridad del control fiscal firmó un contrato simulado. Ahora la excontratadora pretende justificar sus imborrables equivocaciones sosteniendo que el contrato de arrendamiento que suscribió con Proyectos y Desarrollos I S.A., respecto del elefante blanco a donde se trasladó la Contraloría, tenía como objetivo final no solamente el arriendo sino que la entidad posteriormente se hiciese propietaria del inmueble. Es decir, que el contrato no fue simplemente de arrendamiento sino de leasing inmobiliario, figura jurídica que habría permitido que la Contraloría primero hubiere detentado como arrendataria el bien y luego se convirtiera en dueña después de cancelar cánones mensuales durante varios años y un saldo final de rescate. Por supuesto, nada de eso quedó escrito en el cuestionado contrato.
La Morelli no ha perdido la maña de tergiversar todo, como en los cuatro años de su desastrosa e indelicada gestión, pues ahora atribuye la no prórroga del tramposo contrato en el que embarcó a la Contraloría a un complot para acabar con el control fiscal. Y a esa mentira se agregan otras. Aseguró que Santos estuvo de acuerdo en el traslado de sede de la Contraloría, pero es obvio que nunca revisó ni definió el texto del contrato. Igualmente faltó a la verdad cuando sostuvo que Luis Carlos Sarmiento avaló el contrato, pues, por el contrario, lo que se sabe es que los bancos no le jalaron a celebrar ese negocio, porque, al igual que el contralor Maya, encontraron riesgosa esa operación.
Con desparpajo la Morelli, en su reciente entrevista en la W Radio, en el intento de justificar las cláusulas leoninas del contrato de marras, como la cuantiosa multa de 34.000 millones si se restituía el bien antes de 10 años, a pesar de que el arriendo era sólo por dos años, terminó confesando que ella y su avezado contratista eran los únicos que sabían que el contrato de arrendamiento en la realidad lo que buscaba era que la Contraloría se hiciese a la propiedad del edificio. Reitero, nada de eso quedó previsto en los documentos, era un secreto entre contratadora y contratista. Y tenía que ser así, de manera oculta, porque ambos sabían que no podían suscribir un leasing inmobiliario, pues estos contratos solamente los pueden celebrar compañías de leasing, bancos y establecimientos de crédito, quienes se habían negado a las súplicas de la entonces contralora.
En otras palabras, la Morelli pretendió valerse del leasing para adquirir la propiedad del edificio, curiosamente cuando el propietario estaba encartado con el inmueble y a punto de tener un colapso económico, pero como no lo consiguió, entonces celebraron un arrendamiento con sabor a leasing, sólo que nada de eso quedó plasmado en los documentos, fue apenas un secreto entre amigos por el que pagaríamos los colombianos. ¿Por qué tanto empeño en realizar ese negocio tan ruinoso para el erario, siendo la otrora contralora una abogada que se ufana de ser sabia en todo, no sólo en mezquindades?
Es allí donde toma sentido la inquietud de la columnista Cecilia Orozco, que sigue sin respuesta alguna: ¿será verdad que la Morelli antes de ser contralora fue asesora del empresario Alberto Aroch Mugrabi, uno de los accionistas de la empresa arrendadora del inmueble? Si así fue, el país requiere explicaciones, no más mentiras ni coartadas.