En estos dias charlaba con alguien sobre la justicia colombiana. Mi interlocutor despotricaba contra ella hablando de impunidad, del cartel de los jueces, de cómo todos los días dejaban libres a delincuentes, de la mano dura que debía aplicarse... etc.

Con toda la paciencia le expliqué -o al menos traté de hacerlo- que los jueces no actúan con base en titulares de prensa, ni interpretaciones de periodistas que, con la emoción del momento, califican y juzgan a su antojo, lanzando condenas a diestra y siniestra. La opinión pública, igual de emocional, cree a pie juntillas todo lo que ve, lee o escucha y de inmediato da su veredicto: culpable y si el juez no acata el juicio público de inmediato es tildado de corrupto.

Los jueces deciden con base en las pruebas aportadas al proceso y después de escuchar a las partes. Esta verdad procesal, signada por la ley, es la que lo guía, sustentada en garantías fundamentales que deben ser observadas porque se trata de juzgar personas y no objetos.

Por supuesto, mi interlocutor no quiso escuchar y siguió repitiendo como un mantra, que la culpa es de los jueces, que los delincuentes siempre son los que ganan... etc.

Definitivamente, no hay peor sordo que el que no quiere oír.