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!HANK!
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Predeterminado Respuesta: El matoneo a Stefan Medina - Reportaje Revista DON JUAN Recomendado

* * *
Un sábado a las ocho de la mañana, el sector de El Hueco, en el centro de Medellín, se parece a la sala de una casa en la que ha habido fiesta la noche anterior. Por aquí pasan todos los días un millón y medio de personas que quieren comprar desde un televisor hasta un botón. Es el lugar más convulso de la ciudad y donde más muertes violentas hay, por encima de la comuna 13, según Medicina Legal. En una fábrica de confecciones trabaja John Kennedy Medina, el papá de Stefan. Para entrar a su despacho hay que esquivar a un grupo de mujeres de bata azul que cosen como autómatas sobre fileteadoras, y luego subir unas escaleras bordeadas de paredes grises, medio despintadas, que van a dar a una reja con candado. Los abuelos de Stefan, campesinos de Santa Rosa de Osos, quedaron tan impresionados con la muerte del presidente John F. Kennedy, ocurrida el 22 de noviembre de 1966, que decidieron llamar así a su primer varón. Después de tantos años, John Kennedy Medina dice sentirse orgulloso de su nombre porque –razona, haciendo énfasis con la mano empuñada– le da identidad y fuerza. Y ni qué decir de su hijo, de quien ha hecho un santuario en su despacho, un altar en el que se le rinde culto al Atlético Nacional.

En una de las paredes cuelga una enorme foto en la que aparece Stefan, con cara de niño, pero estirado hasta los 1,75 metros de altura, alineando de titular, en un partido contra el Racing de Argentina, en el Atanasio. Fue su segundo partido como profesional. En la oficina están las huellas del paso de Stefan por la selección Antioquia, campeona del Nacional Juvenil, en 2009; o de su paso por la selección Colombia Sub-17, cuarta en el Mundial de Nigeria en el mismo año, o de su llamado a la Sub-20, que participó en el Torneo Esperanzas de Toulon, de Francia, en 2011.

Don Kennedy me mira a los ojos, con una seriedad de piedra. Trato de evitar, en principio, el tema de la selección, pero él se me adelanta y me dice que todavía no le ha tocado presenciar que en las tribunas alguien trate mal a su hijo, como veía que pasaba en una época con Aquivaldo Mosquera, un defensa central que ahora juega en el América de México. Estando en Nacional, aquel morocho nacido en Apartadó debió soportar que le dijeran, partido tras partido y de frente, “Aguinaldo” Mosquera.

—Yo me sentaba cerca de la familia de Aquivaldo. Y sentía que a él lo trataban mal. Y pensaba por dentro, “Dios mío, no me imagino si mi hijo algún día llega a jugar en el Nacional y lo tratan así, no sé cómo reaccionaría” —dice, sin esquivar la mirada.

Y no le ha tocado padecerlo porque Stefan, con 21 años, es ídolo en Nacional. Así me lo diría después Felipe Muñoz, de la barra Los del Sur. Luego de que regresó de Uruguay, un grupo de estos hinchas fue hasta la tribuna de preferencia a buscar a Stefan. Le pidieron que los acompañara a ver el partido con ellos, como lo llegó a hacer, por ejemplo, “el Chicho” Serna. Y allá terminó Stefan, mezclado en el tumulto de la barra, como uno más.

Como defensa, Medina ha jugado 124 partidos, 82 en liga, 32 en Copa Postobón, ocho en Copa Sudamericana, dos en Super Liga. Ha hecho tres goles. En su carrera ha alzado seis copas. Pero además de eso, Medina tiene el número 2 en la espalda, que no es poca cosa, si se tiene en cuenta que es el mismo que llevaba Andrés Escobar, asesinado por un error en el Mundial de Estados Unidos en 1994. Santiago Hernández, un amigo periodista deportivo al que le dicen “el Pájaro”, se atreve a decir que la hinchada del Nacional tiene una fascinación por buscar la reencarnación de Andrés Escobar.

—Al comienzo se habló de Víctor Marulanda, pero nunca pelechó. Hay una fijación por encontrar a alguien que se parezca a Andrés: que sea un zaguero central, serio, tanto en la cancha como afuera, que sea clasudo. Y si es blanquito, mucho mejor. Mire que a Aquivaldo no lo quisieron como quisieron a Stefan. Con él sí fue amor a primera vista, instantáneo —reflexiona.

Pero más que serio, la palabra es tímido. En la época en la que Stefan hacía el proceso en las divisiones inferiores de Nacional, Andrés Arango le decía: “Sea tímido aquí, pero cuando cruce la raya de la cancha, papito, se me va es con toda”. Después de reunirme con don Kennedy, hablé por teléfono cuatro veces con Stefan para acordar una cita, pero siempre me sugirió, en medio de largos silencios, que lo llamara después. Y así hasta no contestar definitivamente. No lo asumí como un gesto de displicencia. Por sus palabras intuí que no le encontraba gracia a conversar con un periodista sobre los detalles de su vida, cuando un jugador debe, por el contrario, hablar con las piernas en el estadio. A Stefan lo insultan en Twitter y él no responde.

En cambio, llega más temprano a entrenar. Esa es su respuesta. Y así como en las derrotas ha aprendido a volverse un hielo, en los triunfos le dice a su papá que no celebre tanto, que se calme, que ya van a venir otras cosas.

Esta mañana John Kennedy llevó a su hijo a la casa de Juan Pablo Ángel. Iban para el entrenamiento, en las canchas del municipio de Guarne, adonde llegan juntos, con una o dos horas de anticipación para hacer gimnasio antes de que arribe el resto de los jugadores. Hace unos días, Stefan regresó a media noche de Holanda, donde estaba con la selección disputando un amistoso al que fue convocado –porque, a pesar de las críticas, Pékerman volvió a llamarlo–. A las 7:30 de la mañana ya iba hacia el entrenamiento.

Una periodista dice que si de algo ha servido la llegada de Ángel a Nacional es en la influencia que ha ejercido en los primerizos. Hubo un tiempo en el que uno de los más jóvenes, Sebastián Pérez, comenzó a llegar tarde a entrenar, entonces Juan Pablo decidió recogerlo en la puerta de la casa. “Imagínese, un ídolo como Ángel, con todo lo que ha ganado deportivamente, y yendo por un muchacho que apenas está comenzando. ¿Después de eso quién vuelve a llegar tarde?”, se pregunta.

Min. 17: Vidal cobra para anotar el 0 - 1 en Barranquilla.

Los años han transcurrido y las conversaciones entre Andrés Arango y su expupilo se han mantenido. Cuando Stefan llegó de Uruguay, descorazonado, Andrés le volvió a hablar duro: “A usted se le puede caer el mundo encima, papá, pero se me sacude el polvo y sigue. Apenas comenzó lo duro, mijo, usted ha sido figura, usted ha ido en coche y está preparado para aguantar”. Con Chile pasó lo mismo y ahí sí Andrés le dijo que “la había cagado”, como la habían cagado otros. Fue parecido a las palabras de Pékerman, ante la presión de los micrófonos: “Siento que a lo mejor tomé la responsabilidad –porque confié y sigo confiando en que Stefan va a ser un jugador importante para el fútbol– de quizás adelantar los tiempos, y creo que cometió algún error, que también lo puede cometer alguno de los grandes, los grandes saben que ellos lo han cometido. Quizás aún no estamos preparados para que alguien se equivoque cuando es tan joven. Y de eso asumo yo la responsabilidad, que lo lamento, pero no me arrepiento”.

Andrés, sentado en una banca de cara a una cancha sintética en Envigado, dice bajo el rayo de sol que Stefan no ha sido un jugador de estómago, de los que han aguantado hambre, como muchos, sino que ha estado ahí porque ha querido. Cerca de este campo, donde ahora Andrés entrena niños que tienen la convicción de llegar a un equipo profesional, Stefan creció. De esos años, este hombre –que para tener 35 años habla como un viejo profeta del fútbol– rescata un partido que nunca olvida. Eran finales de 2005 y había 22 muchachos. Uno solo conocido, muy mentado. Se llamaba James Rodríguez, tenía catorce años recién cumplidos y desde principios del semestre había llegado como la gran contratación de los naranjas del Envigado, para disputar la Liga Antioqueña de Fútbol en las divisiones menores. Aunque se trataba de divisiones menores, todos querían ver jugar a ese pelao James que había hecho un gol olímpico en la final del Pony Fútbol, de 2004, jugando para Academia Tolimense. Ya decían que iba a ser una estrella, y se comentaba que pronto debutaría como profesional. El dueño del Envigado estaba parado detrás de la malla, expectante. Su nombre, Gustavo Upegui, a quien asesinarían tiempo después. Ese día estaba rodeado de escoltas, unos camajanes que no parecían compaginar con una escena tan barrial.

Del otro lado estaban los del Nacional, que habían perdido, en ese mismo campeonato, dos veces con el equipo de James. De a seis goles les metieron en cada partido. Y el encuentro comenzó y de la nada fue apareciendo un joven anónimo, sin tanto nombre, un defensa llamado Stefan, de trece años, que no dejaba pasar nada, apegado al consejo de Andrés de aplicar la táctica del murciélago: resguardado atrás, para luego salir en desbandada, en contragolpe. Y el tiempo fue corriendo hasta que Nacional hizo el primero, luego el segundo y más adelante el tercero. Envigado solo hizo uno. Y Gustavo Upegui, a quien la Policía años después relacionaría con La Oficina de Envigado, agarrado de la malla de la rabia que tenía, gruñendo y echando madres, diciendo a viva voz que iba a echar al técnico. Y los niños no sabían nada de esas cosas, solo sabían que querían patear un balón.

En esa escena pensé cuando vi salir a Medina a la cancha del estadio El Campín, el 28 de noviembre de 2013, para el segundo tiempo contra Santa Fe, en cuadrangulares del mismo torneo en el que Nacional saldría campeón. Sí, salieron campeones contra Cali, en una final en la que Stefan pisó la grama con la cinta de capitán. Aunque se burlaron de él en Twitter, el técnico Juan Carlos Osorio diría ese día que estábamos ante uno de los mejores defensores de Colombia.

Todo parecía indicar que El Campín abuchearía a Stefan, que lo putearían con las entrañas cada vez que tocara el balón, así como en Barranquilla y en Manizales. A esas alturas Nacional iba ganando por dos goles. La neblina se esparcía por encima de las tribunas. Hacía frío en Bogotá. En el estadio solo se escuchaba el grito de los hinchas visitantes, que desde la tribuna sur cantaban como si sus baterías no se fueran a acabar nunca. Stefan recibió el primer balón, y no pareció que le temblaran las piernas. Desde atrás comenzó a sacar al equipo como aquella vez de muchacho contra Envigado, y luego pasó la pelota por los costados, como dicen los narradores de fútbol. Y volvió a agarrarla, con sus botines verdes fosforescentes, talla 39, sin cometer un solo error. Los leones no lo silbaron, callaron cada vez que Stefan tocó el balón. Sabían que a esa hora no tenían la cara ni los argumentos para ponerse a rugir.

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“That’s the problem with drinking, I thought, as I poured myself a drink. If something bad happens you drink in an attempt to forget; if something good happens you drink in order to celebrate; and if nothing happens you drink to make something happen.”

DIA A DIA NO FUTURO

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