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Antiguo 22-12-2013 , 19:16:42   #2
HOMER.
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Shocked Respuesta: La eterna parranda de Diomedes




—Si tú paras a Jorge Oñate o a Iván Villazón en esa esquina —explica— no va a faltar el que los reconozca y los salude. Pero tú sabes que el único que puede revolucionar el gallinero es el papá de los pollitos, y ese es Diomedes. Pon a Diomedes en esa esquina, y verás esta calle nublada de gente en menos de treinta segundos.

El compositor y folclorista Félix Carrillo Hinojosa apela a una metáfora para explicar el fenómeno: Diomedes no se hace sentir en la selva con el rugido autoritario del león sino con el trino armonioso del sinsonte. En vez de intimidar, encanta, pero ese encanto deriva, de todos modos, en una forma de poder. Cuando Diomedes canta, deslumbra, conquista, desarma, se impone. Su canto le sirve lo mismo para granjearse favores que para predisponer a la gente a ser indulgente con sus errores. Quizá por eso —reflexiona Carrillo— Diomedes se acostumbró desde muy joven a la idea de que la Tierra gira al compás de su canto.

—Yo ya perdí la cuenta de las veces que he dicho: a ese hombre no vuelvo a hablarle nunca más. Pero resulta que cuando me lo encuentro no solo le hablo, sino que hasta me dan ganas de darle un beso.

Esa es la misma indulgencia que manifiesta hoy el público de Badillo. A las cinco mil personas que rodean la tarima les tiene sin cuidado que Diomedes sea prófugo de la justicia. Están hipnotizadas, sencillamente, por el trino del sinsonte. Claro que aquí, en esta selva, también se sienten los rugidos intimidantes de los leones: varios paramilitares armados hasta los dientes se pasean por los cuatro puntos cardinales de la plaza, advirtiéndoles a los espectadores que por nada del mundo deben grabar a Diomedes, ni tomarle fotos, ni decir siquiera que lo vieron cantando en el pueblo.

***

Curioseo desde un automóvil los distintos sitios en los cuales se ocultaba Diomedes Díaz cuando andaba fugitivo. Me acompañan dos hombres cercanos a él: José Rafael Castilla Díaz, su sobrino, y Javier Ramírez, hermano de una de sus muchas ex amantes, una mujer con la que tiene dos hijos. En el centro de la carretera asfaltada veo una línea amarilla como un tajo y a los lados una vegetación estropeada por la sequía: zarzales, trupillos, ortigas, la flora típica de los parajes inhóspitos de esta región. El sol canicular nos anuncia la inminencia del desierto. Es enero de 2008. Esta es mi segunda travesía larga tras las huellas de Diomedes. El año pasado, por esta misma época, hice el primer viaje: entonces recorrí durante varios días, como lo he hecho ahora, un montón de lugares en los departamentos de Cesar y La Guajira.

Hemos transitado ya por las tres fincas que le servían a Diomedes como burladeros. Dos son de su propiedad: Las Nubes y La Virgen del Carmen. La otra —llamada El Limón— es de su ex mánager y compadre Joaquín Guillén. Las tres son fácilmente visibles, ya que se encuentran al borde de la carretera. Si uno sale en carro desde Valledupar llega a cualquiera de ellas en menos de dos horas. Todo el mundo en la región sabía que cuando Diomedes estaba prófugo vivía rotando permanentemente entre estas tres fincas. Sin embargo, acceder a él resultaba complicado debido a que contaba con la protección del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Para visitarlo en sus guaridas durante aquel periodo había que pertenecer a su círculo íntimo de amigos y familiares. O ser un líder importante dispuesto a prometerle dinero o tráfico de influencias judiciales, a cambio de ser admitido en el Olimpo de sus parrandas. Me pregunto por qué las autoridades fueron incapaces de capturarlo en este territorio expedito, libre de montañas y boscajes.

Pasamos ahora frente al río Badillo, el mismo que fue inmortalizado por el compositor Octavio Daza en una canción preciosa grabada por los hermanos Zuleta. Se me viene a la memoria la fundación de Macondo, el mítico pueblo de Cien años de soledad: también este río se precipita por un lecho de piedras blancas y pulidas, aunque no tan enormes como huevos prehistóricos. Súbitamente, la naturaleza, que hace un rato era desértica, ha adquirido un verdor magnífico. Veo un cultivo de arroz, una plantación de palma, un estanque rodeado de garzas y una campiña recién podada que parece un campo de golf. Justo cuando empiezo a pensar que los paisajes de la región predisponen el alma para la música, oigo la voz de José Rafael, el sobrino de Diomedes. Habla con la cadencia melódica de los guajiros. Uno podría ponerles de fondo a sus palabras una caja y una guacharaca, porque evidentemente su modulación cantarina es ya el preludio de un paseo vallenato. Al divisar estos horizontes de postal y percibir las melodías que afloran en las conversaciones cotidianas de la gente, entiendo por qué en La Guajira y el Cesar el talento musical brota silvestre como la verdolaga. Sería absurdo explorar la vida de Diomedes Díaz sin detenerse a observar los crepúsculos y los ríos que definieron el derrotero de su voz. Porque a fin de cuentas él no es génesis sino síntesis de una cultura fundamentada en la riqueza oral y en la contemplación romántica del Universo.

A estas alturas del viaje me dan ganas de oír otra vez los clásicos en los cuales Diomedes celebra su entorno. Oír, por ejemplo, la canción de la montañita donde "hay un palo e' cañaguate", y luego la canción del cardón guajiro al que "no marchita el sol", y después la canción del arbolito que sembró tu padre en el potrero y que "es el fiel testigo de lo mucho que sufría por ti", y en seguida la canción de la tierra que "pa' calmar su sed y cerrar sus grietas necesita lluvia". Las oigo en la memoria, claro, y siento ganas de destapar una botella de whisky Sello Negro para brindar por los únicos tres asuntos que, según el poeta vallenato Luis Mizar, justifican una parranda: la salud de la familia, la felicidad de los amigos y cualquier otro motivo. A continuación, ya entrado en gastos, dejo que siga fluyendo la discografía de Diomedes. Me conmuevo al oír de nuevo Camino largo: bailando esa pieza, hace mucho tiempo, una muchacha de piel canela me juró un amor eterno que solo duró dos años. Ahora, traída a mi mente por la canción, la muchacha me renueva el juramento. Y al hacerlo se le forman en las mejillas los dos hoyuelitos que tanto me gustaban. Me pongo melancólico al escuchar Sueño triste, esa canción estupenda en la que el compositor Calixto Ochoa nos cuenta cómo fue que en una pesadilla vio su propio cadáver. Me digo que hay que oír después algo alegre. ¿Qué tal la versión en parranda de El cordobés, el merengue magistral de Adolfo Pacheco? Entonces me resuena en la conciencia el acordeón de Juancho Rois: qué merengue tan sabroso, carajo. Noto que mi pie derecho empieza a moverse por su cuenta, como si tuviera voluntad propia. Y descubro que estoy a punto de gritar a los cuatro vientos una frase típica de los parranderos de la región:

—¡Ay, Dios mío, con este disco cualquiera se bebe una plata ajena!

La historia de Diomedes era la historia de todos estos asuntos placenteros de la cultura popular: paisaje, magia, poesía, bohemia, sentimiento. Pero él la convirtió en un caso de página judicial salpicado de temas terribles: drogas, homicidio, paramilitares. Justo cuando habíamos caído rendidos ante la versión feliz del Quijote que sí pudo derrotar a los molinos de viento, el protagonista se nos volvió un antihéroe de vergüenza. Teníamos entre manos una leyenda romántica que nos servía, por lo menos, para ponerle una banda sonora bonita a nuestros conflictos de cada día. Eso nos hacía suponer que para consolarnos bastaba con abandonar de vez en cuando el territorio del drama para refugiarnos en el del canto. Pero aquello era un simple espejismo: hoy sabemos que no existe ninguna diferencia entre el país que anda de rumba y el país que se derrumba. El rapsoda que nos permite repetir en nuestra memoria ciertos amores ya extinguidos, el que perpetúa con su voz los soles que nos calientan y las lluvias que nos refrescan, el que universaliza nuestras costumbres, se transmutó en un bárbaro más. Siente uno ganas de entonar un "ay hombe" tristísimo por el curso que tomó esta historia.

Lo que dice José Rafael Castilla con su voz melódica es que, al parecer, después de llevar tanto tiempo amenizando parrandas privadas en la clandestinidad, Diomedes sintió que necesitaba cantar frente a un auditorio nutrido. Por eso se presentó en la tarima de Badillo. Es un hecho cierto —añade Javier Ramírez— que tomó la descabellada decisión bajo los efectos del licor, posiblemente contra la voluntad de los allegados que estaban con él en aquel momento. Los dos hombres me han revelado durante el viaje los detalles suficientes para recrear la escena de Diomedes en la plaza de este pueblo al que acabamos de arribar. El sitio en el que hace siete años Diomedes cantó su aclamada canción Amarte más no pude está invadido ahora por una gavilla de cerdos escuálidos que husmean un promontorio de estiércol. La música, la bendita música, suele exaltar realidades que, vistas a fondo, son pedestres. Supongo que eso era, sobre todo, lo que el público le aplaudía a Diomedes aquella noche de junio de 2001: su capacidad de magnificar, a través de esa voz bellísima, ciertas cosas de la puñetera vida que a la hora de la verdad son feas. En este sentido, cantar es corregir y, por tanto, curar. En la cotidianidad es triste, por ejemplo, ver cómo los indígenas de La Guajira, pese a habitar en un territorio rico en recursos naturales, viven en una situación penosa. Pero justo cuando uno se detiene a observar esa realidad, Diomedes se pone a cantar:

Compadre, yo soy el indio

que tiene todo y no tiene nada

trabajo para mis hijos

vendo carbón y pesco en la playa

yo soy el indio guajiro

de mi ingrata patria colombiana

que tienen todo del indio

y sin embargo no le dan nada.



Así, el problema se vuelve un asunto bailable. Muchas de las personas que siete años atrás estaban congregadas en esta plaza, seguramente eran conscientes de que Diomedes les había ayudado a convertir en canto lo que antes era desencanto. Y muchas de esas personas llevaban entonces un cuarto de siglo oyéndolo cantar. La música de Diomedes les había allanado el camino para seducir, enamorarse, copular, multiplicarse, amenizar sus bautizos, solazarse en sus cumpleaños, celebrar sus navidades, alimentar sus nostalgias. Luego estaban sus hazañas comerciales: en un país infestado de piratería, él había vendido veinte millones de copias y cosechado veinticinco discos de platino y veintitrés de oro. Mientras la recua de cerdos flacos corre espantada hacia uno de los rincones de la plaza, recuerdo lo que me dijo Guillermo Mazorra, productor de la Sony Music, cuando lo entrevisté en Bogotá: Diomedes Díaz es el único artista vallenato que podría pasar diez horas seguidas cantando solo éxitos, "sin repetir ni una canción". Y también recuerdo la hipérbole maravillosa que utilizó el productor musical Óscar Fabián Calderón para referirse a este tema:

—Cuando ese hombre estaba en su época de oro, primo, los discos que sacaba al mercado le sonaban hasta en las licuadoras.

Los cerdos se pierden de vista en uno de los callejones. Y yo lamento una vez más —ay, hombeeee— que la fábula del espantapájaros más gracioso de nuestra historia se haya convertido en una novela de horror.



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