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Escobar: la chiva que nunca fue Calificación: de 5,00

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Pablo Emilio Escobar Gaviria. / Archivo - El Espectador Esta historia esperó 25 años para ser contada. Fue una entrevista no buscada con Pablo Escobar, la chiva que pudo haber sido y no fue. Corría 1988. Plena efervescencia de la guerra de los carteles, desatada a raíz de la explosión, el 13 de enero, de una bomba del cartel de Cali contra el edifico Mónaco, residencia de la familia del capo. El año había comenzado con la libertad del maestro Rodrigo Arenas Betancur, secuestrado meses antes; el secuestro y la liberación de Andrés Pastrana, candidato a la Alcaldía de Bogotá, y el asesinato del procurador Carlos Mauro Hoyos.
Hablé con Escobar un día de agosto en una de sus fincas en La Dorada (Caldas). Era el capo de capos, responsable de centenares de muertes y de haber enviado toneladas de cocaína a Estados Unidos. Un hombre poderoso, tenía en jaque al país, pero era perseguido sin tregua. No podía dormir dos días en el mismo lugar. Llegué a él por casualidad, como ocurre cuando los periodistas estamos a la caza de noticias. Fue por medio de uno de sus abogados —asesinado meses después por los Pepes—, quien se había convertido en fuente sobre asuntos claves de narcotráfico.
En un viaje a Medellín para hacer una crónica radial sobre las bandas juveniles que sembraban el terror en las comunas, empecé a jalar la pita. En esas estaba cuando recibí una llamada del abogado: “Le tengo al propio —me dijo—. Esté pendiente en el hotel; yo la llamo”. En efecto, horas después sonó el teléfono. Era el abogado: “Le paso al hombre, el Patrón”. No esperaba que fuera Escobar. Sentí que el estómago se me helaba y un sabor amargo en la boca: el hombre más buscado y temido de Colombia estaba al otro lado de la línea.
No sabía qué preguntarle porque no había pensado que pudiera entrevistarlo. Por fortuna estaba de afán o sospechó que yo era primípara, y cortó la conversación con una propuesta: “Vamos a hacer esto: me manda por escrito lo que me va a preguntar y cuadramos”. Agregué un tímido “gracias” en medio de punzadas en el estómago. De nuevo la voz del abogado: “¿Se asustó?”, me preguntó con tono de risita burlona. Aunque le respondí con un “no” contundente, estaba en pánico.
Colgué el teléfono. Las manos, heladas, me temblaban. Respiré profundo para recuperar el aliento y la compostura. De regreso a Bogotá hablé con el director, le conté la historia que sonaba inverosímil, hicimos un listado de temas obvios y planteé que el director y yo hiciéramos la entrevista. No era tarea para una aprendiza. Le formulé la propuesta al abogado-contacto de Escobar y la respuesta del capo fue que me daba la entrevista sólo a mí. No había alternativa. Pasaron dos o tres semanas. Un día me llamaron y me indicaron el sitio y hora en que me contactarían en Medellín.
Cumplí la cita. Debí esperar unas horas que me parecieron días. Sonó el teléfono; era la llamada esperada. Un taxi me recogería en el lugar indicado a la hora definida. Ahí estuve y empezó un recorrido cuyo destino desconocía. Había estado un par de veces en Medellín, era una extraña en la ciudad y todas las calles me parecían iguales. Luego de una hora de idas y venidas, de cruces a izquierda y a derecha, el abogado de Escobar, que iba conmigo y notó mi inquietud, dijo: “Es por seguridad, tranquila”.
De pronto, el carro se detuvo frente a una plazoleta. Alcancé a pensar que el capo tenía el descaro de pasearse por Medellín, pero era una parada estratégica. Minutos después llegó otro taxi. El conductor me sugirió mirar unas revistas que había en el asiento. Inútil tratar de concentrarme, asaltada como estaba por mil dudas. De pronto, la voz del abogado: “Usted fresca si hay un retén”. Entonces noté que el conductor acomodaba algo bajo un trapo rojo. Era un arma. La deslizó bajo el asiento y, ante mi sorpresa, el abogado intentó calmarme: “Fresca, fresca —me dijo—. Esto ya es territorio de Pablo”.
Por primera y única vez sentí miedo. Nadie —ni yo misma— sabía el sitio exacto de la entrevista y no eran tiempos de celulares. El carro avanzaba por una zona de clima caliente, el aire que entraba por la ventana no refrescaba. Mis ojos no querían mirar hacia afuera. Hasta que llegamos a una fonda. Nos bajamos del taxi y el conductor dio media vuelta y se fue por donde había venido. De nuevo, el abogado intentaba tranquilizarme. “Son medidas de precaución —repetía—. Aquí empieza el anillo de seguridad. Hasta el lugar de llegada es de Pablo. Debe garantizar que no nos siguen”.
Veinte o treinta minutos de espera y por fin nos recogieron. Era un lugar agradable, una casa cómoda, pero sin ostentación. Sala abierta hacia el paisaje, muebles forrados con telas de grandes flores, una piscina pequeña. Un café, varios minutos más de espera y, entonces, ruido de motores: dos camperos. De nuevo el vuelco en el estómago, el corazón a mil, el sabor del miedo en la boca y ganas de salir corriendo. Escobar entró solo. Su escolta —entre ocho y diez muchachos armados hasta los dientes— se quedó afuera haciendo guardia.
Escobar llevaba una camisa estampada de tonos amarillos, bermudas y sandalias. Me tendió la mano, le tendí la mía. La suya estaba helada pese a la temperatura de más de 30 grados. ¿Estaba nervioso? Al parecer sí —eso me dio confianza—. Poco después lo confirmé por la manera como jugaba con un esfero desechable que tenía en la mano. Nada en él reflejaba el horror de sus crímenes; tampoco el halo salvador que pintaban otros. Nada en él delataba su historia.
Se veía como un hombre de mediana edad como cualquiera. Barrigón, pelo ondulado, estatura media. Ni una cicatriz delatora. Era la imagen de un hombre común y corriente. De su apariencia sólo me llamó la atención un detalle que no estaba en los letreros de “Se busca”: estaba sin bigote. Conversamos un rato lo de rigor, lo de trámite. El viaje, el café, el calor... Y yo quise llevar rápido la charla a lo que vinimos, porque me daba temor que avanzara la tarde y cayera la noche.
De alguna manera absurda me sentía más segura a la luz del día. Estaba desconectada del mundo en un lugar que ni puedo ubicar en un mapa. La verdad, no podía estar más vulnerable: en una finca desconocida, nadie sabía exactamente dónde, con varios sicarios cuidando las entradas del lugar. Tenía en frente al asesino más temido del momento y en mi mano sólo una grabadora y una dosis mínima de coraje porque soñaba con lograr la noticia. De regreso a Bogotá, ni me imaginé que mi primicia esperaría tantos años.
Ante el anuncio que se hizo temprano en la emisora promocionando la exclusiva, hubo una llamada que nunca supe de dónde vino, pero la decisión entonces fue archivarla antes de su publicación. Hasta el 19 de junio de 1991, tres años después, cuando Escobar se entregó y comenzó todo el capítulo vergonzoso de La Catedral, unos apartes de esta entrevista se publicaron en RCN Radio, en donde yo estaba trabajando por entonces.
Fue algo breve y la grabación pasó de nuevo a mi cajón de recuerdos. La entrevista completa esperó 25 años. De los tres que vivimos esta historia, Pablo Escobar Gaviria, el abogado y yo, dos están muertos. Nadie puede corroborar los detalles tras escena de lo que ahora escribo. Son mis recuerdos contra nada.
Una grabación quedó como testimonio del encuentro. Lo demás es lo que decidió guardar la memoria.
¿Por qué después de muchos meses de guardar silencio decide hablar?
Yo siempre había decidido guardar silencio porque yo considero que si me pongo a explicar a dar explicaciones de todo lo que se me acusa y de todo lo que se dice de mí sinceramente no tendría tiempo para dar todas esas explicaciones.

¿Usted concedió una entrevista a unos periodistas franceses y no a ningún periodista colombiano, cómo fue esto?
P.E. Bueno eso fue algo como de casualidad, yo le respondí simplemente más que todo por cortesía cuatro o cinco preguntas que me formularon, pero yo creo que fue un hecho solamente casual.

Empecemos a hablando por uno de los temas más recientes en los cuales se ha visto involucrado y es en concreto el problema de las masacres, es tal vez una de las últimas indicaciones en las cuales aparece su nombre, ¿qué tiene usted para decir sobre esto?

Eso es lo único que me hace enfrentarme nuevamente a los micrófonos, para manifestarle al pueblo de Colombia que me conoce y que me apoya, que soy ajeno a todas esas acusaciones que son tejidas por ciertos intereses que se han formado contra mi persona, pero todas las personas en el departamento de Antioquia saben que yo no tengo intereses de ninguna naturaleza en las regiones donde se han sucedido esas masacres, o sea no tengo intereses en Uraba, no tengo intereses económicos en Córdoba y tampoco tengo intereses económicos en Puerto Boyacá, soy ajeno a esa situación, soy inocente de esas acusaciones y repudio todo lo que se trate de masacres y asesinatos colectivos.

Pero de dónde considera entonces usted que vienen ese tipo de sindicaciones, es decir tiene que haber un origen, tiene que haber alguna razón para que termine su nombre involucrado en esto.

Si, como le digo hay personas interesadas en hacerme daño y hay personas interesadas en enfrentarme con la izquierda, hay personas que cuando les conviene decir que yo estoy vinculado con la izquierda no tienen ningún límite en sus palabras para expresarlo así. También a veces me sindican de estar aliado con la derecha, de manera que no hay ninguna consistencia en estas acusaciones, unas veces soy de la izquierda y otras veces soy de la derecha y unas veces actúo contra la izquierda y otras veces actúo contra la derecha, o sea que eso no tiene ningún sentido, no tienen ningún valor jurídico.

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