DeNunCianDo - Sanción social

Más que la censura social, lo que regula el comportamiento de mucha gente es el miedo a la sanción impuesta por una autoridad legítimamente constituida.

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Óscar Collazos

No basta la existencia de la norma que prohíbe o regula ciertos comportamientos humanos. La norma debería ser aceptada e interiorizada por los ciudadanos, convencidos de su efecto regulador y benéfico, convencidos a tal punto que cada uno de nosotros se convierte en un vigilante celoso de su cumplimiento. La sanción social no es más que la manifestación de nuestro rechazo a quienes violan normas de convivencia de beneficio público.

En 1998, cuando estaba en marcha el modelo de cultura ciudadana que, en medio del escepticismo y las burlas, propuso el alcalde Antanas Mockus, viví una experiencia traumática al pretender desaprobar la acción de un conductor de buseta que estaba a punto de saltarse un paso peatonal de la calle 19 con carrera 7a.

Di dos pasos adelante sobre el paso de cebra, seguido por algunos transeúntes atemorizados, y mostré al conductor la tarjeta roja con el índice hacia abajo. Frenó en seco y en cosa de segundos lo tuve al frente, blandiendo una cruceta. Sólo la intervención solidaria de otros transeúntes impidió que el tipo se me viniera encima a crucetazos.

En muchas circunstancias, la censura social es entendida como una 'sapería'. La idea de que somos libres de hacer lo que nos da la gana no considera el efecto de esa libertad sobre los derechos de los demás, una de las lecciones elementales sobre la libertad y la convivencia.

Más que la censura social (la vergüenza es un correctivo, creo), lo que regula el comportamiento de mucha gente es el miedo a la sanción impuesta por una autoridad legítimamente constituida. El efecto intimidante de la autoridad se convierte así, más que la conciencia de estar violando una norma, en uno de los motores de la convivencia, pero es un motor que se apaga y enciende con mucha frecuencia.
Me gustaría verlos cuando lleguemos a París, dije jocosamente al guardar mi sitio en una fila desordenada y bulliciosa que se movía hacia los puestos de inmigración de Eldorado. Pocas veces he visto colombianos más disciplinados en una fila como los que vi 12 horas después en el aeropuerto Charles de Gaulle, respetuosos, resignados a una disciplina que contrastaba con el irrespetuoso desorden de Bogotá. ¿Por qué en Colombia no y en Francia sí?, me preguntaba.

En muchos casos, no se trata de graves violaciones de leyes sino de simples normas de convivencia: respetar el orden de las filas, apagar el celular en teatros y cines, no arrojar basura en lugares públicos. Cuando se trata de leyes y normas que acarrean sanciones legales, la costumbre manda que se acaten o violen según la presencia o ausencia de la autoridad, como si estuviéramos hechos para obedecer la acción coercitiva y desatender el reclamo persuasivo.

¿Es este el inconsciente colectivo que hace posible entre nosotros el prestigio del autoritarismo mesiánico? Nuestros códigos de comportamiento se basan a menudo en actitudes de ocultación y complicidad. Somos maestros en elusiones y marrullerías (la sinceridad parece insultante), quizá porque vivimos en una sociedad llena de suspicacias y desconfianzas. La mayor desconfianza nos la impone el Estado con su absurdo montón de requisitos: debemos probar que no somos bandidos, que merecemos su confianza.

Resulta más difícil enderezar costumbres individuales y colectivas en este clima de desconfianza y atajos. No sé si esta desconfianza alimente la hostilidad y violencia que sobreviven y crecen en nuestra vida urbana. Lo que sí sé es que vuelven más peligrosa la censura social de los ciudadanos, pues será recibida como otra clase de agresión y respondida con violencia.

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