Vivimos en un planeta habitado por humanos que, por definición son imperfectos, y de ahí que lo que hagan jamás conseguirá la perfección. Lo malo del asunto es cuando se cree que un hombre, una ideología, una etnia, una civilización, pueden hacerlo es cuando surgen los problemas. Nunca admiten las equivocaciones, los errores, los desaciertos y cualquier crítica la contestan señalándola como un ataque de los otros, es decir, de los que no son perfectos como ellos.

Olvidan que las críticas, el señalamiento de errores, sirven para crecer, para hacerlo mejor cada vez. De los errores se aprende, sus lecciones ayudan a salir adelante, a progresar. Si en vez de escuchar, de aceptar que la perfección no existe, se tapan los oídos, los errores se acumulan como cuando en una cosa no se tapa una gotera y se le disimula con pintura, y así con otra y con otra, hasta que llega el momento en que la casa se cae.

Eso es lo que pasa con los dictadores, con los autócratas, con los gobiernos autoritarios. Sólo lo dicho por el líder es cierto y todo el que trate de controvertirlo es un enemigo. Y a cada error se le busca justificación, tapando y disimulando hasta el cansancio. Estos países donde el unanimismo es la bendición y la disidencia es el peor crimen, son caldo de cultivo para la corrupción y la ineptitud.

Un buen gobernante es el que sabe escuchar, no a los amigos que le calientan el oído, sino al adversario que le canta las verdades.