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CooPahe 09-06-2010 22:28:31

Estrategia y democracia
 
Los resultados de las últimas elecciones corroboran una vez más que la democracia es un sistema político ideal en teoría, aunque imposible en la práctica.

Se acepta de manera axiomática que esta forma de gobierno representa la voluntad de la mayoría, pero no hay que ser un erudito para saber que son élites minoritarias las que terminan imponiendo su mandato.

De ahí el abstencionismo tradicional del electorado que sabe que la “fiesta democrática” es sólo “más de lo mismo”; apatía que se refleja en las estadísticas: en las pasadas elecciones, de casi treinta millones de votantes habilitados, cerca de siete votaron por Santos y un poco más de tres millones por Mockus. En términos porcentuales absolutos, los dos candidatos en conjunto contaron con el apoyo de escasamente un tercio del electorado.


Es un hecho que en cualquier país democrático los resultados electorales dependen en últimas de grandes maquinarias que demandan enormes recursos económicos, lo cual rompe el equilibrio e invalida cualquier principio participativo igualitario. Y no hay mejor demostración que el pobrísimo resultado de los tres candidatos independientes, que sumados no alcanzaron ni el 1% del total de los votos, cifra por debajo del voto en blanco.

En Estados Unidos ningún partido político independiente ha logrado jamás llegar a la presidencia, incluyendo partidos financiados por multimillonarios, como el Partido de la Reforma del ultraconservador Ross Perot, que alcanzó el 19% de la intención de voto en 1996, cifra admirable en un país dominado por un rígido sistema bipartidista. Y en las últimas elecciones, el triunfo casi imposible de un demócrata perteneciente a una minoría étnica desfavorecida no fue gratuito: su campaña contó con más del triple de los recursos económicos que la de su contrincante.

La idea de que el ciudadano promedio decide siguiendo lo que le indica la voz de su consciencia, es ilusoria. El ejercicio de elegir entre varios candidatos se asemeja más a la experiencia del consumidor que va al supermercado y tiene que escoger entre distintas marcas de detergentes. Como no puede juzgar por sí mismo las bondades o defectos de cada una, opta por la más promocionada. Y es por esta razón que las campañas electorales terminan convertidas en una amalgama de complejas maniobras de mercadeo dirigidas a la creación de un consenso, las cuales incluyen entre sus tácticas un arsenal de ingeniosas artimañas de propaganda y desinformación.

Los expertos en la materia saben muy bien que de arrojar y arrojar lodo al opositor algo termina pegándosele. Esta fue la estrategia que se puso en acción una vez se prendieron las alarmas ante la subida de la marea verde. Y nada más torpe que creer que bastaba con dar la otra mejilla para contrarrestar las bofetadas. Lo que se recomienda en estos casos es la réplica inmediata y contundente, lo opuesto a la reacción mansa del predicador laico que se rehúsa a contestar las ofensas de su adversario.

Por supuesto que explicar a posteriori la debacle del partido Verde es un ejercicio poco riguroso. Algunos dirán que se debió más a los autogoles de Mockus que a la sucia campaña de desprestigio, y en parte tienen razón, porque es verdad que poco ayudó su actitud vacilante de semiólogo aturdido. Otros dirán que fue más bien el desconocimiento de las reglas más elementales de la retórica política, explotada hábilmente por Santos, que consiste en crear la ilusión de que durante su gobierno habrá menos impuestos, más empleo, más seguridad… La clásica verborrea ficticia y vacía que acostumbran los políticos avezados.

También se ha dicho que el resultado de las elecciones no debería sorprender a nadie, si se tiene en cuenta el respaldo directo y desvergonzado del Primer Mandatario a la candidatura de quien considera su digno sucesor. Se ha argumentado que es imposible que un presidente obsesionado por su reelección y en campaña permanente, después de ocho años de repartir limosnas sin interrupción en innumerables Consejos Comunitarios -- al mejor estilo de Eva Perón--, no haya dejado un legado significativo de electores cautivos.

Sin embargo, hay un factor que tal vez tenga un peso mayor que los demás combinados, y fue que la campaña de Santos supo recurrir a la misma estratagema que llevó a Hitler al poder y sirvió para reelegir a Bush: ¡la estrategia del miedo! El temor de que bajo el mandato de otro presidente distinto al elegido por Uribe como su sucesor, la guerrilla recuperara el terreno perdido durante los últimos ocho años.

Y ha sido este mismo miedo el responsable de la miopía aberrante que hoy permea a la sociedad colombiana, que no permite que se perciban las innumerables falencias de un gobierno que ha estimulado como ningún otro la corrupción y la cultura de la trampa --eufemísticamente llamada “picardía”--, instigada desde lo más alto del poder, y que le ha causado un daño, quizás irreparable, a las instituciones, a la justicia, al sistema de salud, e inclusive a la economía.




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