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rosanegra 12-04-2009 19:17:14

La caricia del escorpión. Ignacio García-Valiño.
 
La caricia del escorpión.

"La noche siguiente volvimos a intentarlo, hacer el amor, quiero decir, y no la guerra, pero a nosotros nos salía la segunda, y era una batalla tan perdida. Candela arrojó el código de circulación contra la pared.

- Estoy harta de normas - dijo.
Tomé uno de los libros de Ramakrishna o Kamasutra que tenía aún en la mesilla de noche, recuerdo de tiempos mejores, junto a una cajita de somníferos, signo del presente.

Encontré un sugestivo pasaje que hablaba de las Zonas Erógenas Ocultas, que incluía un plano del cuerpo humano, masculino y femenino, con un abigarrado mapa de puntos y cruces, angulaciones, curvas, tangentes y segmentaciones, algo semejante a uno de esos tratados de acupuntura. Tales imágenes despertaron mis instintos pitagóricos, fui a buscar mi instrumental (un transportaángulos, un compás, una regla, un escalímetro) e hice tenderse a Candela boca arriba, desnuda, como si fuera un cirujano dispuesto a operarla. Era divertido que ese libro de retórica tan vaga fuese luego tan exigente y quisquilloso en la ubicación de los puntos mágicos del placer. Un error de milímetros era errar el disparo, pero ahí estaba yo para hacer la reproducción exacta del dibujo a escala real.

Candela me observaba hacer mis cálculos con los ojos muy abiertos y se le ponía la piel de gallina cada vez que la punta del rotulador rojo señalaba un lugar.

Empecé por el vientre, que es un lugar espacioso y cómodo, pues así tensado quedaba más o menos plano, despejado de huesos y ondulaciones, y con el ombligo como punto de referencia.

- ¿Qué haces? - me decía Candela.
- Erotismo euclidiano.
- Prefiero el clitoriano
- Paciencia. Todo se andará.

La verdad es que, tras encontrar algunos de los puntos mágicos y estimularlos, Candela no parecía muy entusiasmada. Más bien comenzaba a impacentarse. Deduje que había un error en el libro y fui a consultar mi manual de aritmética pitagórica.

Según Pitágoras, había que buscar el centro armónico mediante una disposición aritmética de los términos. Tracé un triángulo cuyos ejes eran los dos pezones, y el vértice el pubis. Así hallé el incentro o punto donde se cortan las tres bisectrices del triángulo, desde el cual debía producirse la razón sesquiterciaria con la que se empezaba a formar la sinfonía diatessaron. Probé a pulsar una de las cuerdas de las bisectrices y el efecto fue instantáneo: Candela se arqueó de placer. El acorde que produjeron las otras dos bisectrices formó un compás armónico. Abrió los muslos y se humedeció.

- Sigue dibujando, por Dios.
- No dibujo. Aplico geometría pitagórica, de la que tanto te burlas.
- Me da igual de quien sea. Pero no pares.

Hasta ahora, lo poco de mi pitagorismo que había conseguido imponerle a ella era que dejara de cagarse en el número diez, que es el número perfecto, el tetratkis: la suma de los cuatro primeros números enteros, que a su vez forman un triángulo equilátero que yo acababa de dibujar en Candela:


*
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Por cierto, un espíritu observador notará que, además, uniendo los puntos entre sí se forman nueve triángulos equiláteros, y puede que cuente nueve. Sólo el alma con tendencias verdaderamente autísticas percibirá al momento trece triángulos equiláteros en total.

Bien, me dispuse a buscar los tres centros que son contrarios al centro armónico y al geométrico, para, desde los opuestos, generar una nueva proporcionalidad de la razón inversa y contrapuntística. La respiración de Candela se hacía más pesada y yo demoraba mi erografía en su orografía; una recta aquí, otra allá, cada recta es la intersección de dos planos, cada punto, la intersección de dos rectas, o una recta de longitud cero.

Determinar sen A y sen B me fue de gran utilidad para hallar las demás trayectorias. Girando 60° un lado del triángulo obtenía otra recta esencial desde la cual, el punto D de máximo acercamiento estaba en la recta que unía A con el punto B. El punto G era el punto de intersección.

Punzado, emite un gemido de placer calendario, seguido de un orgasmo."

La caricia del escorpión. Ignacio García-Valiño.
pp. 102-105, ed. Booket, 1998.


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