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Historia del revólver que se usó en el crimen de Jorge Eliécer Gaitán

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Arma que exhibe el museo Casa Gaitán y que coincide con las características de la usada por Sierra.


“Era un revólver que no valía la pena. Sonaba el tambor (…) Yo se lo entregué a Ferro (comisario de Policía), le pedí el recibo y me regresé. El revólver era 32 corto, marca Lechuza, una porquería”.

Es 9 de abril de 1948, no son más de las 3 de la tarde y Benito Arce Vera, comandante de la Policía, llama así al arma que Juan Roa Sierra acaba de martillar tres veces, a la 1:05 p. m., en la cabeza y la espalda de Jorge Eliécer Gaitán Ayala, para incendiar primero una ciudad y, luego, un país.

Al comandante Arce le ha entregado el revólver el dragoneante Carlos Alberto Jiménez, quien segundos después del magnicidio, captura a Roa Sierra y lo mete en la droguería Granada para proteger su vida. La furia popular se lo arrebata y lo lincha, primero ahí y después frente al local. Luego viene todo aquello que Colombia siempre recordará como ‘el 9 de abril’.

¿Cómo llegó a manos de Roa Sierra esa “porquería”, ese revólver “jurungo”, como lo llamó Rafael Galán Medellín, el apoderado de la parte civil? ¿Cuál es la historia de esa arma hasta cuando, por 75 pesos, llegó a ser de propiedad del asesino de Gaitán (o de al menos uno de los asesinos, en un caso nunca cerrado)? ¿Qué queda en la memoria de la Bogotá actual de los pasos que siguió el magnicida desde que se hizo con él, a menos de 48 horas de la tragedia?

Las pistas de la investigación del crimen llegan hasta una de las más importantes casas de préstamos de la época, El Grano de Oro, en la calle 9.ª entre 10.ª y 11, casi al frente de las Galerías o Mercado Central, que abastecía a buena parte de la ciudad. No se supo quién la dejó empeñada ni por cuánto, pero en 1932 el ciudadano Juan Nepomuceno Reyes, a cambio de 12 pesos, convence a los dueños de la prendería para que le den con qué defenderse.
La misión del Canario
Tras el magnicidio, Reyes rinde cuentas por el arma. Dice que era marca Canario y que, en efecto, le costó 12 pesos, además de explicar la razón para hacerse con esa cosa a la que “le quedaba una cápsula forzada y el tambor (…) suelto”, como quedó en el expediente.



Según él, la inseguridad era tal, que los ladrones amarraban las puertas de las casas con alambre, para tener todo el tiempo de cargar con las gallinas, en esa Bogotá del sur, más rural que urbana. “Yo compré (el revólver) para que en caso de que llegaran (los ladrones) a mi casa no me encontraran desarmado”, argumentó.

Reyes, a quien conocían como ‘Puno’ en el asilo de ancianos donde trabajaba, permaneció con el Canario al cinto unos 15 años. En 1947, más o menos entre mayo y junio, al cacharro le salió cliente: Jorge Arenas, un hombre de 24 años al que el temor de que los ladrones se metieran a su taller lo obligó a buscar con qué enfrentarlos. Se dio la coincidencia de que Arenas pasaba un día por la calle 12 sur con 27 y ‘Puno’, que debía conocer de sus afanes, le ofreció el revólver. Se vieron en el taller de Arenas media hora después y acordaron la venta por 25 pesos. Era más del doble de lo que había costado en El Grano de Oro.

Faltan aún escalas para que Juan Roa Sierra dé con el revólver. Arenas duró poco con el Canario. Ya sea porque se sintió seguro o porque le pareció que el reloj Aimez y los 10 pesos que le ofreció Ignacio Rincón por él, eran un buen negocio. A finales de febrero de 1948 el arma volvió a cambiar de dueño.



Las razones de Rincón para armarse no son nada diferentes a las de sus antecesores: “Me manifestó que lo adquiría para defenderse en el trayecto de la fábrica (de paños Bolívar) al barrio Inglés, porque sale tarde en la noche del trabajo y madruga a entrar a las 4, y porque habían atacado a varios oficiales de la Escuela General Santander en ese trayecto”, dijo Arenas a los investigadores del crimen del siglo como bien llamó al magnicidio el escritor Miguel Torres.

Estamos pues a mes y medio del 9 de abril y Juan Roa, ya convertido, según varios testimonios, de ferviente gaitanista en furibundo antigaitanista, anda sin trabajo. Su compañera, María Forero, lo ha echado de la casa (ella lo mantiene con el arriendo de las piezas de una propiedad en el barrio Ricaurte).

La madre de Roa, Encarnación Sierra, dice no aguantar más sus desvaríos: “Le ha dado por mirarse al espejo y decir que es el General (Francisco de Paula Santander)”. Así se queja ante el único hombre en el que parece confiar su hijo, el quiromántico alemán Umland Gerst. A él, Roa le dice, una y otra vez, que quiere “hacer algo grande”.

Solo falta que Ignacio Rincón y Juan Roa Sierra se topen en una esquina de Bogotá, con el revólver número 19461 de por medio. No es difícil: se conocen. Roa había trabajado para Rincón en una vulcanizadora que tenía la familia de este en la carrera 13 entre 7.ª y 8.ª. A Roa no le gustó el trabajo y renunció a los tres meses. Luego Rincón lo buscó para una reencauchadora.



Estuvo dos días y se marchó. Se vieron después en las elecciones presidenciales de 1946 que ganó el conservador Mariano Ospina Pérez y perdió el liberalismo, dividido entre las candidaturas de Gabriel Turbay y Jorge Eliécer Gaitán. “Hay que hacer fuerza para que gane el doctor Gaitán”, decía Roa en ese entonces, según reza en 'El Bogotazo: memorias del olvido', de Arturo Álape (Universidad Central, 1983), cuyo capítulo atinente al arma homicida, con todos estos detalles, recogió el periodista Juan José Hoyos en 'La pasión de contar, el periodismo narrativo en Colombia 1638-2000' (Universidad de Antioquia, 2009).

Pero ese encuentro solo se dio el 7 de abril, 48 horas antes del crimen. Luis Enrique, un hermano de Ignacio Rincón, está ese miércoles en una ferretería de San Victorino cuando Juan Roa Sierra lo invita a tinto. Pronto, Roa le dice que está sacando el pase de chofer y que se va para los Llanos a un viaje con exploradores extranjeros. Y, enseguida, le ‘dispara’: “¿Usted no sabe quién tiene un revólver?”
Luis Enrique recuerda que su hermano Ignacio está vendiendo el suyo y lo cita la misma tarde por Matatigres, frente al Cementerio del Sur, registra Álape. Allí, en la calle, Roa Sierra ve el arma y pregunta: “¿Es fácil probarlo?” Luis Enrique, quien había recogido el arma en el trabajo de su hermano, apunta contra el muro del cementerio, antes de las 6 p. m. El disparo deja complacido al comprador. Se meten en la tienda de Isabel de González, a cerrar el negocio con unas cervezas. Están ahí hasta las 10:30 p. m., luego de que Ignacio, el propietario del arma, pasa por los 75 pesos que Roa paga con un billete de 50, dos de 10 y uno de 5, además de hacerse cargo de la cuenta.

Hoy, el muro que sirvió para esa penúltima parada del ‘jurungo’ está pintado de blanco y coronado de cruces.



Corre desde la entrada del cementerio hasta la esquina de arriba, “donde quedaba la estación de buses y la del tranvía, como decir, sumercé, el TransMilenio de la época”. Quien habla es Ana Salamanca Largo; tenía 11 años el 9 de abril de 1948 y aún recuerda cómo su padre, Marco, cambió en esos días sus obligaciones de jardinero por las de sepulturero, para “ayudar a enterrar las ‘volquetadas’ de muertos que traían”. Quién sabe qué fue de doña Isabel, la señora de la tienda, y de la tienda misma. Ahora corre por allí una avenida ancha que separa al cementerio de un colegio.

Esa misma noche del 7, Roa, antes de pagar las cervezas, deja caer un comentario de hombre resentido: “El doctor Gaitán ha desempeñado el papel de los propagandistas de drogas que van a los pueblos con culebras a engañar la gente”. Al otro día, jueves 8 de abril, el asesino busca a Ignacio Rincón en la fábrica y le pregunta dónde dar con balas para su calibre 32. Ignacio lo lleva a la casa de la familia Lozano, donde suele almorzar. Surge allí una extraña casualidad: Pablo Lozano Arias fue compañero de Juan Roa en la vulcanizadora aquella.

Es Lozano quien pone las cápsulas homicidas en manos de Roa Sierra, en un hecho confuso. Según Lozano, él lleva a Juan Roa Sierra ante un tal Humberto Ibáñez, quien le entrega diez balas por 6 pesos (a 60 centavos la unidad) en el Café Alférez. Roa paga con un billete de 10 y recibe vueltas con dos de dos pesos.

Luego del magnicidio, en un careo posterior, Ibáñez niega conocer a Lozano, mientras este insiste en haber servido de intermediario para la venta de las balas. No se llegó a nada.

Lo cierto es que Roa vuelve a casa de su madre, en el barrio Ricaurte, la víspera del magnicidio, con el revólver y las balas (alojadas en el tambor por Ibáñez, según dice Lozano al juez).
Hoy, la cuadra del Ricaurte donde Roa creció, mantiene el aire de barrio. La casa es esquinera y ahora está partida en dos. En el número original hay un taller de ornamentación. Carlos, el dueño, no conoció al homicida pero dice que la gente de los alrededores siempre lo tuvieron por el “tonto” de la cuadra.

‘Se fueron hace rato’
“Aquí le preguntan a uno por ellos, por los Roa. Se fueron hace rato. ¿Esa gente qué culpa puede tener de todo lo que pasó? Más bien deberíamos preocuparnos porque este país no cambia. Primero Gaitán, luego Galán, después el doctor (Álvaro) Gómez. Al que no conviene, lo matan”, opina el nuevo propietario. Un perro negro y viejo late echado. Carlos vuelve a sus fierros. Una pared, al fondo del taller, es quizás el único vestigio que queda del lugar del que Roa partió hacia un viaje sin regreso, para él y, hasta ahora, para este país.

A la 1:05 p. m. de ese viernes 9 de abril, Juan Roa Sierra dispara cuatro veces (tres en Gaitán y otra en su retirada) en frente del edifico Agustín Nieto, que tenía la placa 14-35 sobre la carrera 7.ª . Hoy, en ese lugar, el santandereano Luis González dice ser heredero de las ideas del caudillo. En CD que cuestan 10.000 pesos, con ‘derecho al pataleo’, ofrece discursos de Gaitán y las grabaciones de los exaltados que se tomaron las emisoras para llamar a la revolución.



Mientras echa el cuento, la voz de trueno del jefe brota desde los altoparlantes rojos –como su camisa–, que gritan trepados en una bicicleta también carmesí: “¡Vamos a vencer a la oligarquía liberal y aplastar a la oligarquía conservadora!”.

Dos de los proyectiles que acabaron con la vida del líder liberal fueron hallados en la presurosa autopsia que se hizo en la clínica Central, donde se le prestaron los primeros auxilios y lugar en el que falleció, a la 1:55 p. m. del 9 de abril. Es el número 4-44 de la calle 12, donde ahora está la Universidad Autónoma.
Éver Ocampo, un viejo nacido en Pradera (Valle), vende dulces frente a ese portón por el que el jefe entró en medio de los estertores de la muerte. Llegó hace 15 meses a Bogotá, de los Llanos, corriéndole a la violencia de estos tiempos. Dice que sus padres le hablaban de Gaitán cuando tuvieron que huir del Valle para el Tolima. Ocampo es un desplazado de profesión.

El tercer proyectil (estaban marcados Rem-U.M.C.- S&W-32) fue hallado 12 años después, en junio de 1960, tras la exhumación de los restos de Gaitán en su residencia, donde había sido sepultado.
Se comprobó entonces que era hijo de la misma arma con que Roa disparó los otros dos; de ese mismo revólver Canario, calibre 32 corto, número 19461, reniquelado y regrabado con el sello Smith & Wesson para darle pedigrí, con limaduras en un gatillo débil que amenazaba con partirse y una abertura por donde entraba la aguja, como dijo luego su último vendedor, Luis Enrique Rincón (...) Ese ‘jurungo’, esa “porquería” que ayudó a incendiar un país.


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