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06-11-2015, 22:19:08
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05-02-2014, 17:47:04
Como de costumbre, William Ospina, nos muestra, sin adornos o eufemismos, un panorama desolador de nuestro mundo, condenado al consumismo desenfrenado que exprime al planeta como nuna antes se había hecho y uniforma nuestra civilización en una feria del desperdicio, de la obsolescencia, de la inutilidad.

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No es verdad que la ciencia y la técnica estén hoy en manos de la humanidad. La cuestión es cada vez más asimétrica.

Por: William Ospina

En manos de las grandes corporaciones y de los inmensos Estados está la técnica capaz de mover montañas, de alzar ciudades en meses y destruirlas en minutos, de escudriñar los abismos del mar y del cielo. En manos de la humanidad, destinados al consumo, están los juguetes ingeniosos y pintorescos de la técnica, que se ofrecen como avances en nuestra relación con el mundo, pero que sobre todo funcionan como mercancías.

Nunca tantos productos asombrosos pasaron tan rápido del altar de nuestra admiración al pozo de nuestra indiferencia. Ese teléfono celular lleno de funciones novedosas que apenas va a salir al mercado, estará en los basureros de la industria dentro de cinco años: un desecho más de una época arrogante y envilecedora del mundo, para la cual la materia es admirable en las vitrinas y deleznable en los desechos. Como los plásticos omnipresentes y las baterías de los relojes, tal vez nunca el esplendor del ingenio humano se convirtió más rápida y dañinamente en basura.

Todos sabemos de qué se trata: una de las características más perversas de la producción industrial contemporánea es la obsolescencia programada. La bombilla que debe alumbrar, pero también fundirse en determinado tiempo. La investigación gasta más tiempo en descubrir cómo hacer que el consumidor tenga que reemplazar continuamente las cosas que usa, que en hacerlas durables. Y dado que a la humanidad le fascina lo nuevo, le fascina, como decimos en Colombia, estrenar, allí están los rituales de la moda para satisfacer al mismo tiempo la novelería de la especie y la necesidad de lucro de las corporaciones.

Podríamos solamente sonreír ante esas urgencias y esos carnavales del consumo, pero hace rato ya descubrimos que el planeta no es una bodega ilimitada que resista sin fin nuestros experimentos, nuestras basuras, nuestra alteración del equilibrio natural, nuestros caprichos.

El debate sigue siendo ético: por eso no les hablamos sólo a las corporaciones sino sobre todo a los ciudadanos. Es en manos de la humanidad donde está la posibilidad de cambiar un poco las cosas, y para ello hay que señalar los peligros: no para prohibir nada, no para detener por la fuerza nada, sólo para demostrar que así como avanzan la ciencia, el saber, la técnica, los electrodomésticos, la industria, las mercancías, el confort, la medicina, la angustia, el estrés, las armas, las comunicaciones, los sistemas de transporte, el calentamiento global, los residuos nucleares, también puede avanzar un poco siquiera la conciencia crítica de la humanidad, su capacidad de ser prudente y de ser reflexiva.

Porque, como decía al comienzo, los horrores están en la trastienda. A todos nos gusta ver las cosas antes de su uso; a casi nadie le gusta verlas después. Todos visitamos fascinados los supermercados; casi nadie visita los basureros. Nos gusta mucho lo nuevo y muy poco lo viejo.

Antes las cosas envejecían con sus dueños y tenían una dignidad especial: vajillas, objetos, instrumentos, cosas depositarias de la memoria y de sus tiernos rituales. Hoy tenemos una filosofía más presurosa, nos perturba el pasado: a los gobiernos no les conviene, a la industria le interesa sólo si le sirve, al mercado le incomoda. La gran literatura abunda más en las librerías de viejo, que no están embelesadas con las modas y no le dicen a la humanidad que lo que hay que leer se escribió en los últimos meses.

El comercio vive de novedades, pero la humanidad debe respetar el pasado y aprender de él sin cesar. La jovencita que celebra como el gran triunfo de la época el paso de la máquina de escribir al procesador de palabras, se verá en dificultades para explicarnos por qué Homero pudo hacer sus obras cuando no existía siquiera la escritura, por qué Platón formuló los principales temas de la filosofía hace 2.500 años, por qué están más vivas las enseñanzas de Krishna, de Buda, de Mahomet y de Cristo que las de los predicadores del siglo XX, y por qué ningún escritor en ordenador ha superado todavía la asombrosa galería de destinos humanos, el arcoíris de emociones y la sinfonía de palabras que hizo Shakespeare a la luz de una vela, y con una vieja pluma de ganso, en noches de hace cuatro siglos.

No es imposible que alguien en un ordenador llegue a igualarlo, pero la grandeza del espíritu humano no está en los instrumentos que utiliza para expresarse sino en la hondura y en la belleza de sus temas y de sus propósitos.

Uno de los errores de la época es concederles mucha importancia a las cosas que usamos, y que el mercado pregona sin cesar, y cada vez menos atención a nuestros talentos y destrezas. Incluso corremos el riesgo de que los instrumentos nos hagan cada vez más torpes. No basta afirmar que las mercancías son más sofisticadas; habría que demostrar que los humanos que las utilizamos somos mejores, más inteligentes, más sensibles, más refinados y más diestros que los humanos del pasado.

Habría que demostrar que las cosas que decimos en los correos electrónicos y en los chats son más bellas y más profundas que las que se decían en esas viejas cartas en tinta sobre papel que llegaban a los buzones. Pero a pesar de la proliferación de esta comunicación novedosa, todavía no se publica la correspondencia creciente que la humanidad se cruza día a día en la telaraña electrónica.

Hoy escribimos más aprisa, sí, pero no necesariamente mejor.

Fuente: El Espectador