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Ayudante De Santa
06-11-2015, 22:19:08
Los mejores licores
pakirris
26-07-2013, 02:24:54
"Cada cual habla su lengua. Nadie cree en nadie. Solo uno de los diez confía en los otros nueve."




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Pero por qué le pasan al teléfono a este serísimo pero envanecido periodista de la radio –de apellido Mariño– que no les hace preguntas incisivas sino que los interroga subiéndoles la voz. Para qué los cuestionados de la semana les conceden a aquellos reporteros vengadores el derecho imaginario a humillarlos, a ponerlos contra la pared, a juzgarlos en el tribunal de los oyentes. De dónde viene la soberbia de aquel que hace del otro, al aire, un monstruo de feria. En qué pulso perdido comienza la sumisión del que se entrega a la justicia en vivo y en directo y antes del siguiente corte de comerciales. Apenas está empezando el día. He puesto La W, la emisora, para saber en qué país estoy parado. Y lo primero que he oído ha sido el vocerío de ese periodista que cuestiona a un representante, sin pausa y sin respeto, por haber sido el último en saber que un político corrupto era un político corrupto.
Qué triste es bordear el alarido. Qué extraño y qué pobre es el logro de que a uno le teman.

La semana pasada oí en la misma estación a una diseñadora valiente –de apellido Kalli– reconocer que fue matoneada por ciertos miembros de la administración de Bogotá: uno de ellos, el peor, llegó a amenazarla con la frase “la voy a violar”. Que qué hizo ella para que la intimidaran así: nada. Y sobre todo: da igual. Lo hicieron por crueles, por matones. Y nadie puede haber hecho nada que justifique semejante ataque. Quería decir en realidad que desde que escuché esa confesión, me ha parecido ver, en los corrillos de astutos que se reúnen en las esquinas de las redes sociales, en los pantanosos foros de los lectores de las páginas web (dejé de leerlos desde que un alias me escribió allí “cuídese” en el peor de los sentidos) y en las descalificaciones con las que ciertos funcionarios públicos responden a las críticas, una imbatible inclinación al matoneo, y un cortísimo talento para el ancestral arte del insulto.

Colombia es tierra rica en paranoicos. Dice un estudio estremecedor, que salió apenas el martes pasado, que 9 de cada 10 bogotanos desconfían de su vecino: poco se da, pues, aquello de “pedir una tacita de azúcar”. Una futura investigación, de la universidad que usted prefiera del país en el que usted crea, probará que cada vez que alguien reniega del expresidente o del alcalde o del procurador una cuadrilla de fanáticos entra en escena a hacer justicia: “¡mamerto!”, “¡mafioso!”, “¡impío!”. Y es claro que si aquí la entonación derrota a las palabras con tanta frecuencia, si los criticados prefieren desprestigiar a los críticos antes de callar o de dar explicaciones, y a los entrevistadores les interesa mucho más la contundencia de sus preguntas que las respuestas de sus entrevistados, es porque en este lugar del mundo, acá en Colombia, todas las discusiones se dan por perdidas de antemano.

Cada cual habla su lengua. Nadie cree en nadie. Solo uno de los diez confía en los otros nueve.

Quizás sean días de soberbia, arrogancia y menosprecio. Tal vez no sea fácil, en una democracia tan frágil como esta, sentir algún poder entre las manos: el poder de los medios, el poder de los gobiernos, el poder de las redes sociales. Debe latir muy pronto la tentación de señorearse, de imponerse. Debe irse agrietando, crítica a crítica, el cuero duro que cubre a quienes creen en la libertad de expresión. Y, del otro lado de la mesa, deben irse acomodando esa resignación y ese miedo que obliga a pasarles al teléfono a aquellos interrogadores que no van a oír las respuestas. Qué raro es, hoy, estar acá.

Quizás se esté hablando tanto del matoneo en los salones de clase porque, en el reino de la desconfianza, la vida sigue sucediendo en el colegio, y a nadie le es dado graduarse de verdad.




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