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Ver la Versión Completa Con Imagenes : De soldado ciego a montañista. [REPORTAJE REVISTA GENTE]


Ayudante De Santa
06-11-2015, 22:19:08
Los mejores licores
DeathMasterJ
26-03-2012, 19:40:39
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Esta historia muestra que el ser humano es capaz de superar cualquier adversidad. Reinaldo Torres quedó ciego a los 24 años en las selvas del Caquetá cuando un guerrillero le arrojó una granada. Después de un tiempo en el que se quiso morir decidió luchar y vencer. Sin sus ojos ha corrido la maratón de Nueva York, se ha enfrentado a las cumbres más altas de Colombia, tuvo un hijo y en este momento se prepara para subir al Everest. Si lo logra, será el segundo invidente en llegar al techo del mundo

El taxi se detiene al frente de la casa de Reinaldo Torres, al occidente de Bogotá. A los pocos minutos aparece en la puerta. Jean, tenis, chaqueta y gafas oscuras. Nada que pueda llamar la atención. Camina directo hacia el auto y no da tiempo a que le den indicaciones. Tampoco vacila. Se sube y dice –anticipándose a ese silencio incómodo que delata al que no sabe qué hacer– que solo necesita un hombro para apoyarse. Por lo demás, nadie se daría cuenta de que detrás de esas gafas hay unos ojos color café que no funcionan hace siete años.

–Se acaban de llevar a Owen. Me hubiera gustado que lo conociera.

Owen tiene tres años y medio. Es su único hijo y sabe que se parece a él por la nariz. Es la única herencia de sus rasgos mestizos, “de indio” –dice él– y esta vez se ríe. Saca su celular y en la pantalla aparece Owen sentado sobre sus piernas. Tiene la piel blanca, como la mamá. A veces le pregunta por sus heridas. Le toca la cara y luego le dice: “¿… y qué les pasó a tus ojos, papito?”.

–En la guerra, papá, en la guerra…

–¡Uy!, papito, pobrecito–. Luego el niño se entretiene armando y desarmando su bastón. Le encanta hacerlo porque se le parece a una espada.


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Las lecciones de la selva

Reinaldo no piensa mucho en el pasado, pero cuando lo hace es capaz de describir colores y olores con una exactitud fotográfica. Lo último que vio en su vida fue un desorden de camillas en el Hospital Militar, en Bogotá. Habían pasado dos días desde que un guerrillero, en las selvas del Caquetá, le arrojó una granada. El 15 de octubre de 2004, la brigada a la que pertenecía logró tomar un campamento de las Farc en El Billar, la misma vereda donde, en 1998, secuestraron a 43 soldados. Ahí estaba Reinaldo, ahí explotó la granada y ahí empezó a quedarse ciego. Llevaba algo más de año y medio como soldado profesional. Era la primera vez que se internaba en la selva. Estaba acostumbrado a andar y en medio de las interminables caminatas, se repetía que de algo le había servido salir de su casa, en el Huila, a los 15 años, a recolectar café.

En el Ejército lo llamaban ‘el Chavo’ porque no se quedaba callado cuando se lo ordenaban sus superiores. Era bullicioso, enérgico, respondón y tenía madera para el combate. Pero el día en que perdió sus ojos, se equivocó. Llevaba sobre sus hombros, semanas enteras de enfrentamientos. La orden era darle un ‘revolcón’ a la selva del sur del país. Reinaldo sabía que entre más cerca estuviera de ese otro mundo que conoce la guerrilla a la perfección, también, más cerca, estaba de la muerte. Pero ni las pesadillas lo atormentaban. Solo una vez, sacando a unos muertos, le brotaron las lágrimas.

En El Billar, los combates empezaron a las 9 de la mañana. El Ejército llevaba tres arremetidas y en la cuarta, todo cambió. Reinaldo –que tenía 24 años– era el último de una fila dispuesta en forma horizontal, que avanzaba de frente al campamento. No tenía protección. Así funciona.

–Mi error fue haberme adelantado. Les di silueta a los guerrilleros. ¿Me entiende? Les di papaya…

Primero sintió un disparo en su brazo derecho y después la explosión de la granada. Quedó aturdido. Veía borroso y no sentía parte de la cara. Buscó a tientas el fusil y cuando pudo llegar a donde estaban sus compañeros, uno le gritó: “Ay ‘chavito’, lo jodieron”. Ahí recibió otro balazo. Después vendrían dos amaneceres agónicos. Vio pasar frente a él a decenas de soldados, las ráfagas se le hicieron interminables y su brazo se empezó a pudrir. Luego, todo se apagó. Hoy –cuando recién acaba de cumplir 30 años– dice que le quedan los recuerdos, pero que ya no se atormenta. No olvida, por ejemplo, lo que hacía cada uno de los soldados de su batallón, horas antes de que empezara el combate. Tampoco, el verde de la selva.


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En busca de la luz

La oficina del coronel Gabriel Cardona queda a tan solo seis cuadras de la casa de Reinaldo. Hace 11 años que perdió su pierna izquierda y a pesar de eso ha corrido las competencias atléticas más importantes del mundo. Es una especie de papá para los heridos en combate y por eso su oficina es un hervidero de gente.

Allá llegó Reinaldo, poco después de los 20 días que duró desconectado de la realidad y de que su familia autorizara que le sacaran uno de sus ojos. El otro –al que se le había desprendido la retina–, lo operaron tres veces sin éxito. “Atrás quedó el joven que amaba jugar billar, la rumba y las mujeres”, dice, sin ningún asomo de amargura, sentado en una silla de la cafetería de un gimnasio donde hace ejercicio tres veces por semana. Pero atrás también quedó ese infierno que vivió durante los primeros tres meses cuando, sin falta, a las 4 de la tarde, le entraban unas ganas incontrolables de llorar.

Reinaldo necesitaba correr. Eso lo supo, cuando en plena rehabilitación lo pusieron a caminar sobre una banda. Era lo único que le hacía olvidar su ceguera. Por eso conoció a Cardona, que estaba al frente de la liga de atletismo de los heridos en combate y le pidió que lo aceptara. “Sonó más a una imposición, así es él”, dice el coronel. El problema era que hasta el momento, ningún soldado ciego se había atrevido a correr en competencia. Reinaldo insistió y le pusieron un soldado como lazarillo, al que debía permanecer amarrado con una cuerda. No era deportista, pero estaba animado porque, además, se había enamorado y era correspondido.

La primera carrera fue en Medellín. Corrió cinco kilómetros, pero se cayó a 200 metros de la meta porque su guía no le avisó que en el piso había un reductor de velocidad. A Reinaldo no le importó y la terminó con sus rodillas ensangrentadas. Luego siguió con la Media Maratón de Bogotá y después quiso más. Le exigió a Cardona que lo llevara fuera de la capital y corrió. Cali, Bucaramanga, Villavicencio… Hasta estuvo en unos Juegos Nacionales para ciegos en Manizales, donde ganó una medalla de bronce.

–El coronel no creía que pudiera. Es que en las personas ciegas no creen–. Pero eso fue cambiando con el tiempo. Hoy, el coronel Cardona afirma que Reinaldo no es un discapacitado. “Está ciego, pero no más”.


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Ayudante De Santa
06-11-2015, 22:19:08
Los mejores licores
DeathMasterJ
26-03-2012, 19:41:43
42 kilómetros

En Miami, el coronel Luis Eduardo Vargas recibió una llamada desde Colombia. Era oficial de enlace en el Comando Sur de Estados Unidos y se había consagrado como un deportista de alto rendimiento. Cardona lo sabía y le pidió que guiara a Reinaldo en la Maratón de Nueva York. Fue hace dos años. Al comienzo, ‘Rey’, como le dicen todos sus amigos, renegó de que le quitaran a su guía de siempre. Pensaba que Vargas –hoy director de Bienestar y Disciplina del Ejército– era un viejo al que tendría que empujar.

–Si no quiere andar, lo hago andar–, decía entre dientes, con rebeldía. Vargas pensaba lo mismo y le preguntaba con insistencia cuántos kilómetros podía correr por minuto.

Si hay algo de lo que Reinaldo se sienta orgulloso es de haber corrido la Maratón de Nueva York. “Eso no se compra ni con una MasterCard…”, dice y suelta una carcajada. Allá también llegó, luego de imponérselo a Cardona. Ya había nacido Owen, comenzaba su carrera como abogado y llevaba un año entrenando para correr 45 kilómetros en 4 horas. Luego se enteraría de que Vargas lo hacía en 2 horas y 40 minutos. Correría –junto a 43 mil atletas de 110 países– una distancia de 42 kilómetros que equivale a atravesar Bogotá de oriente a occidente, tres veces seguidas. Además, sería el primer ciego de las Fuerzas Armadas que intentaría cruzar la meta y el cuarto de Colombia.


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Fue un primero de noviembre. Recién habían celebrado la fiesta de Hallowen y comenzaba el invierno. El equipo de heridos en combate estaba hospedado en la Quinta Avenida y Reinaldo no paraba de preguntar. Con Vargas habían acordado que correrían unidos por un cordón negro y que Reinaldo, además, permanecería agarrado a su hombro derecho. El coronel sabía que la maratón comenzaba realmente en el kilómetro 21, por eso en los primeros 15 se dedicó a abrirle camino a Reinaldo entre los corredores que se apretujaban sobre la ruta.

–En el 21 me entró un ataque de hambre y estuve a punto de desmayarme. En el 30 ya tenía un desorden mental. Pensaba en los 12 kilómetros que aún me faltaban. El coronel trataba de distraerme. Gritaba, saludaba a la gente y también me repetía cosas como: “¿se imagina el desprestigió?”–.

En el 33 escuchó que cantaban “una pena y otra pena son dos penas para mí” –el inconfundible vallenato– y eso lo animó. Alargó el pasó, pero en el 35 sintió que no podía más. Estaba a 500 metros de entrar al Central Park y la bulla de la gente le dio el empujón final. Renegaba, pero no paraba. Vargas no le daba tregua y lo atacaba con frases que iban directo al corazón. “Por orgullo, hagámosle”, le decía. El 37 y el 40 fueron los más críticos, pero también los superó. A 20 metros de terminar, Vargas lo soltó, emocionado hasta las lágrimas. Quería que Reinaldo cruzara la meta solo y que no pensaran que él lo había arrastrado.

–Alcé los brazos y me tiré al suelo. Lo hice en 4 horas, 33 minutos y 18 segundos. Logré colgarme la medalla que le había prometido a Owen. Luego, ya no corrí más–.


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Probar la nieve

Hace un par de semanas que ‘Rey’ subió y bajó el Ritacuba Blanco, el pico más alto de la Sierra Nevada del Cocuy –5.330 metros– y el cuarto de Colombia. Fue otra de las adversidades que decidió superar y para la que se preparó durante un año. Se lo pidió al coronel Cardona y de nuevo lo puso en aprietos, porque además de ser el primer soldado invidente en intentarlo, tenía que escalar y utilizar el brazo que había sido reconstruido por culpa de los balazos.

La prueba de fuego fue en Suesca, a una hora de Bogotá, el mejor lugar de Colombia para escalar rocas. Sabía que tenía dos opciones: podía o no podía. Escaló 90 metros, descubrió la roca con sus manos y cuando tuvo que descargar el peso de todo el cuerpo sobre su brazo derecho, pensó que la guerra, finalmente, no lo había derrotado. Ahí estaba frente a montañistas experimentados, ciego pero aliviado y sintiendo un frío esperanzador pegándole en la cara.

Eloísa Cárdenas respira profundo cuando se acuerda. Ella es una de las psicólogas que acompaña a los montañistas de ‘Huellas’, el grupo que lidera el coronel Cardona y donde hay siete deportistas con discapacidad –6 perdieron una de sus piernas o ambas, y Reinaldo–. Al verlo, se le ocurrió vendarles los ojos a los integrantes del grupo, donde también hay montañistas expertos. “Todos se cayeron, menos ‘Rey’. Fue el único que, verdaderamente, supo caminar en la montaña”, dice.

–Y, ¿cómo es la nieve?–.

–Es libertad. Me emocioné tanto que escribí: ‘Owen te amo’. También hice un raspado con lechera y fresco, y hasta me bautizaron–.

Luego de caminar dos días por entre las lajas, campos de frailejones y de dormir, literalmente, entre rocas, Reinaldo tocó la nieve del Ricacuba y, por primera vez, no se tuvo que aferrar al hombro de un guía. Iba punteando a más de 5 mil metros de altura. “Es un ‘paquete chileno’”, dice el coronel Cardona. “No se cansa, no tiene miedo y, por supuesto, tampoco le teme a la noche”.

Hace tiempo que Reinaldo Torres pensó lo siguiente: “Vivo ‘bacano’ o me tiro de un quinto piso, porque ciego y amargado no puedo vivir”. Hasta ahora ha cumplido lo primero. Por eso, cuando se le pregunta qué sigue, la lista la encabeza el pequeño Owen, que significa: joven guerrero. Nadie creería que aquel que corre detrás de su hijo en uno de los campos del Batallón de Sanidad del Ejército, en Bogotá, sea ciego.

–Hace poco salimos a la calle y Owen me jaló del brazo para decirme: ‘Papito, popó de perro’. Me sentí feliz, lo abracé y lo llené de besos porque entendí que estaba con mi mejor aliado–.


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El techo del mundo

‘Rey’ se ejercita todas las semanas en un gimnasio porque quiere subir al Everest. El coronel Cardona –cuando lo escucha– respira profundo. Tal vez no sepa, pero si lo logra, será el segundo ciego en tocar el techo del mundo. Mientras tanto, se concentra en su carrera. Va en séptimo semestre. Estudia con la ayuda de un software que convierte el texto en sonido y graba las clases, que su cuñado, Edgar Castillo, le digita. Él también le lee y es su dependiente judicial, lo que significa que puede reemplazarlo en todo, menos en las audiencias.

Edison Vergaño, que lo conoce desde las selvas del Caquetá, que fue herido en combate y que también estudia derecho en la misma universidad, dice que hay una frase que lo define y que es cosecha de las ocurrencias de Reinaldo: “Los indios somos indomables”. Él lo escucha y suelta una carcajada.

–No veo negro, sino oscuro. Para mí es así. Lo mismo le pasaba a Borges–.

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Por Elizabeth Reyes LePaliscot. / Fotografías: Julián Manrique.