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Ayudante De Santa
06-11-2015, 22:19:08
Los mejores licores
Heráclito
21-01-2024, 20:54:43
Sólo recordar la frase de John Fuster Dulles, en aquel entonces secretario de estado del presidente Dwight D. Eisenhower: "Los EE.UU no tienen amigos sino intereses".

El mejor amigo

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Desde hace más de un siglo, Colombia ha sido el más firme aliado de Estados Unidos en el continente. Olvidó la pérdida de Panamá, abandonó los ferrocarriles para adherir sin sombras al proyecto de carreteras y automotores, dejó de lado su propio proyecto industrial para aceptar el intercambio con los mercados del Norte.

A partir de 1948 aceptamos el pacto perverso de las potencias industriales y sus socios serviles, según el cual hay unos países desarrollados que se dedican a la gran agricultura y a la gran industria, y países periféricos que se encargan de proveer materias primas para esa inmensa producción, y que se reducen a la condición de consumidores pasivos bajo el nombre consolador de países en vías de desarrollo, aunque es evidente que esa subordinación no les permitirá jamás tomar iniciativas empresariales, técnicas o científicas. Que por ahí no se llega nunca al desarrollo.

Los países solo avanzan cuando no se dejan imponer un destino, sino que trazan su propio proyecto y lo construyen. Y la primera tarea es la construcción de un mercado interno. Los países hegemónicos aprovechan la docilidad de los otros, pero no dejan de burlarse llamándolos “repúblicas bananeras”. Es un nombre genérico, pues saben que todo eso: países bananeros, ganaderos, petroleros, cafeteros, palmeros, son economías casi caricaturales, muy útiles como proveedores, pero resignados a no atender nunca sus propias necesidades.

No digo que la economía cafetera sea un error: al contrario, para nosotros durante décadas fue una salvación. Pero lo que hicimos con el café teníamos que hacerlo con muchos otros productos, y esa bonanza no podía ser un argumento para aplazar la construcción de un mercado interno en el que se atendiera a las necesidades de toda la sociedad, no de unos cuantos sectores productivos.

Aunque un solo producto nos diera para comprarlo todo, como ocurre a veces con los petroleros, sería un grave error depender de ese modo. La profecía de Uslar Pietri según la cual un colapso en los precios internacionales del petróleo podía obligar a la opulenta Venezuela a pedir auxilio a los poderes mundiales, se cumplió ante nuestros ojos con una exactitud matemática. Él mismo recomendó con sabiduría “sembrar el petróleo”, pero los humanos, atrapados en lo urgente, siempre dejamos lo fundamental para más tarde, y la ruina nos sorprende preparándonos para el paraíso.

A partir de 1970, Colombia aceptó sin más la política prohibicionista frente a las drogas, que es la más estúpida e ineficiente de todas las políticas, y a la que los Estados Unidos ya habrían abandonado si fueran las principales víctimas. Porque el efecto central de la prohibición, además de aumentar escandalosamente el consumo, es engendrar mafias que degradan la moralidad pública, corrompen las instituciones, deterioran la justicia, la educación, la convivencia, y hacen crecer de un modo espantoso la violencia social. Ese precio lo pagan sobre todo los países productores, mientras que en los países consumidores el producto circula sin necesidad de tiendas ni de publicidad, estimulado y dinamizado por la prohibición.

Hemos sido los mejores amigos de los Estados Unidos, pero ellos no han sido, duele decirlo, nuestros mejores amigos. Pronto cambiaron la generosa y lúcida Alianza para el Progreso por la mera ayuda militar, cuando no por la siniestra Escuela de las Américas.

Buena prueba de ello es que cuando un grupo de patriotas con el apoyo del PNUD concibió el proceso de paz del Caguán, y entendió que la paz verdadera solo era posible con un proyecto ambicioso y generoso de reconstrucción del campo colombiano, redactó un plan que avanzaba en la tarea de construir un mercado interno, desplegar la producción agrícola, crear trabajo y hacer florecer las regiones. El presidente de entonces llevó el borrador de ese plan a Estados Unidos bajo el oportuno nombre de Plan Marshall, y de allá lo devolvieron con un absurdo programa de asistencia militar al que irónicamente llamaron Plan Colombia.

Ese plan le sirvió a Álvaro Uribe para hacer exitosamente la guerra a las guerrillas, que acabó fortaleciendo la sanguinaria ofensiva paramilitar, pero que no podía aclimatar una paz verdadera, porque en Colombia no habrá paz sin un mercado interno, sin una inmensa generación de empleo, y sin un aprovechamiento amplio y lúcido de los talentos de la población.

Nadie le explicó bien a Estados Unidos y a los socios internacionales que a los guerreros se los puede desmovilizar, pero que la paz solo la hacen los ciudadanos pacíficos cuando son tenidos en cuenta, respetados como fundamento de la estabilidad social, y estimulados en su capacidad de aprendizaje y en su ética del trabajo.

Lo que proliferó después fueron los procesos de paz puramente formales, diseñados casi a espaldas de la sociedad y sin tener a las mayorías como protagonistas. Una paz para dar prebendas a unos, premios a otros y frustraciones a todos los demás, pero que deja siempre sin hacer la tarea esencial de construir una economía formal verdadera y potente.

Qué miedo les da a los gobiernos, inclusive a los de izquierda, salirse del libreto, hacer algo verdaderamente memorable, darle al pueblo su lugar en la historia, no en las calles como fuerza vociferante, sino en la agricultura, en la industria, en la investigación, en la innovación, en la academia, en el mercado. Y construir la economía, como en todo país que se respete, a partir de la cultura.

Porque ¿de qué vive Francia si no es de su cultura? De sus quesos, de sus vinos, de su gastronomía, de su arquitectura, de su historia, de sus símbolos, de su arte, de su literatura, de su música. La cultura no es un adorno, es el fundamento de la realidad. Y tiene que ser el pueblo de cada país, la mesa de cada hogar, el orden de la sociedad, su principio rector, mientras aquí diseñan la economía sin preocuparse siquiera de si las mayorías desayunan o almuerzan, de si van al cine, leen, bailan o aman la música. Por eso nos pasamos la vida tratando de llegar a esa convivencia y a esa plenitud que deberían ser el punto de partida. Y acabamos aceptando irrisoriamente que a un plan de reconstrucción del campo para la convivencia nos lo cambien por un plan de asistencia militar, es decir, de compra de material bélico.

Así, al campo de batalla que pacientemente crearon nuestros políticos a punta de exclusión, de *******ia, de corrupción y de subordinación a los grandes mercados, se le añade la riqueza degradante que engendra el prohibicionismo, la destrucción estúpida de la economía formal mediante aperturas indiscriminadas y carentes de toda previsión técnica, y a procesos de paz que en lo último que piensan es en la gente.

¿A qué se redujo el bienintencionado Plan Marshall que le propusimos a la comunidad internacional y en primer lugar a Estados Unidos? A 1.500 millones de dólares en ayuda militar de nuestro principal socio en el continente. Un socio que cuando se trata de Ucrania o de Israel no vacila en hablar de 100.000 millones de dólares. Allí puede uno medir la importancia que les conceden a nuestros gobernantes y al país que representan.

Pero es que no se trata de pedir: se trata de tener orgullo y de trazarse un rumbo. De decidirse a crear un mercado interno. De fundar la paz y la prosperidad en el trabajo y en la autonomía. Eso tal vez no consiga ayuda, pero por lo menos inspira respeto.

Fuente: El Espectador