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Ayudante De Santa
06-11-2015, 22:19:08
Los mejores licores
Heráclito
16-12-2023, 07:21:56
En un todo de acuerdo. El ridículo nacionalismo que ahora se pretende revivir y que nos convirtió en el país más conservador de América Latina, parroquial, xenófobo y atrasado.

Xenofobia de izquierda

Por Luis Guillermo Vélez Cabrera

Diciembre 10, 2023

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El cónsul de Colombia en Japón, un señor de nombre Macía López, no ahorró epítetos cuando fue entrevistado en El Espectador sobre la conveniencia de la migración japonesa. “La considero desastrosa para el país –dijo– por muchas razones. [El japonés] tiene una mentalidad absolutamente diversa y hasta contraria a la nuestra, por la raza, por la religión, por las costumbres, [son] débiles, enfermizos, plagados de taras atávicas, hasta por el aspecto físico, hasta la estética, debemos impedir esa onda migratoria”[1]. Esto fue en 1929.

Sin embargo, ya para entonces –y antes de que se impusieran las ridículas cuotas migratorias de los años treinta (“cinco armenios, cinco búlgaros, cinco chinos, cinco egipcios, cinco estones, diez griegos, cinco hindúes, cinco letones, diez libaneses, cinco lituanos, cinco marroquíes, cinco palestinos, veinte polacos, cinco persas, diez rumanos, diez rusos, diez sirios, cinco turcos y diez yugoeslavos”, según el Decreto 148 de 1935)– habían llegado los japoneses que iban a llegar.

Los primeros lo hicieron en el buque Anyo Maru que había atracado en Buenaventura en 1923 en búsqueda, según la leyenda, de las tierras vallecaucanas donde se había desarrollado la María. Allí se acabaron asentando 163 personas provenientes de la provincia de Fukuoka para labrar doscientas plazas de tierra en el corregimiento de El Jagual en el municipio de Corinto. Crearon lo que tal vez fue la primera cooperativa agrícola del país y su pequeña comunidad se convirtió en un ejemplo de tecnificación en el cultivo de cereales cuando la mayoría de la agricultura colombiana todavía dependía del azadón y el buey.

Colombia no siempre fue generosa con ellos. En la segunda guerra mundial, por cuenta de la embajada de los Estados Unidos acabaron internados en un campo de concentración, pero de allí salieron, de regreso al campo. Hoy son, quizás, unos mil doscientos los descendientes: las familias Kiyoshi, Akira, Tokuji, Matsuo y Tanaka, además de otras, tan vallecaucanas como el pandebono.

La historia tiene la maña de repetirse y ahora no es un cónsul ignorante quien da su veredicto sobre la conveniencia de unos migrantes que se le antojan diferentes, sino un senador de la República.

En el mejor espíritu de Luis López de Mesa –el xenófobo y racista seudocientífico que sostenía que el hombre descendía de la sardina y quien, además, en su calidad de canciller expidió decretos imbéciles similares al citado con anterioridad– el senador Wilson Arias nos trae un proyecto de ley que busca “proteger la soberanía nacional y alimentaria, estableciendo límites a la propiedad, posesión y/o tenencia de tierras rurales, con el fin de evitar la concentración de predios rurales por parte de capitales extranjeros”.

La ley tiene nombre propio: la comunidad menonita que ha llegado a los llanos orientales a desarrollar la agroindustria y sobre la cual el senador Arias intenta edificar su capital político a punta de un matoneo inmisericorde. Después de acusarlos de desplazamiento forzado y de apropiación de baldíos –denuncias sin fundamento alguno que han sido desestimadas por las autoridades– ahora los quiere sacar a patadas del país.

En otro ejemplo más de la incongruencia entre objetivos y medios, característica de los proyectos de ley del Pacto Histórico, no se ve cómo la prohibición de la inversión extranjera en el campo vaya a asegurar la soberanía alimentaria del país. Más bien todo lo contrario.

El 70% de las 13,8 millones de toneladas de comida que importamos (que en realidad son pocas, más o menos el 16% de todos los alimentos consumidos nacionalmente) son maíz, trigo y soja. Fuera del trigo, que por razones climáticas no es productivo en el país, para lograr la autosuficiencia total habría que sustituir las importaciones de maíz y soja por producción local. Y si se quiere hacer con un precio similar a lo importado, es decir a un precio barato, la única manera de hacerlo es con agricultura extensiva y tecnificada. Lo que nos regresa a los menonitas.

En muchos sentidos estos son la antítesis del latifundista estilo Carranza que prolifera en la altillanura y que poco o ningún valor social genera. Los menonitas, en cambio, son expertos en transformar grandes extensiones en tierras productivas, invirtiendo capital y trabajo en adecuación, riego, fertilización, infraestructura y tecnología. Algo bastante parecido a lo que hicieron los japoneses en los años treinta en el Valle del Cauca.

En la actualidad el problema en todo el planeta no es el de campesinos sin tierra sino el de tierra sin campesinos. Hoy día el 74% de los colombianos viven en las ciudades y el resto en el campo. La única manera de alimentar a la población urbana (que será cerca del 90% en 2050) es con las economías de escala que ofrece la agroindustria moderna. Insistir en la romántica idea de que lo deseable es la granjita campesina con tres gallinas, dos cerdos y un par de palos de plátano –sobre lo cual basan la indescifrable proposición del campesino como “sujeto de derechos” (como si no lo fuera ya)– es no solo anacrónico sino hasta peligroso. Es, en cierta medida, la receta perfecta para morirnos de hambre.

Los capitales extranjeros que el senador Arias y sus colegas quieren prohibir para los proyectos agroindustriales en el país son los que se necesitan para asegurar la soberanía alimentaria que tanto les preocupa. Si la persecución a los menonitas prospera cualquier posibilidad de ampliar la frontera agrícola para producir comida abundante y barata se va a esfumar. Quedaremos condenados a la agricultura del pan coger –que solo solidifica la pobreza– y a la perniciosa ganadería extensiva.

La larga tradición de xenofobia colombiana (por algo nos llamaban el Tíbet de Suramérica) nos ha hecho mucho daño. Si un par de docenas de familias japonesas hicieron la diferencia en una extensa zona del país, ¿qué hubiera pasado si hubieran sido miles? Azriel Bibliowicz nos recuerda como en la Alemania Nazi había en un momento dado 120,000 judíos, entre ellos artistas, músicos, escritores y científicos desesperados por escapar y con la esperanza de que Colombia los recibiera. Gracias a López de Mesa esa oportunidad se despilfarró.

Sospechar del extranjero por sus rasgos raciales, su acento, su religión, su color de piel o su mera condición –como hace el proyecto de ley de marras– hizo que perdiéramos durante el siglo veinte la posibilidad de hacernos a un capital humano fundamental para nuestro desarrollo. Ojalá esta vez no comentamos el mismo error.

Fuente: La Silla Vacía

Ayudante De Santa
06-11-2015, 22:19:08
Los mejores licores
Soyado
16-12-2023, 09:00:23
"País de cafres", como bien lo dijo Echandía