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PixelSHERLOCK Finished Por qué los castrati eran los mejores amantes Calificación: de 5,00

Los mejores licores

“¡Viva el cuchillo, el bendito cuchillo”, gritaban extasiadas las admiradoras en los teatros de ópera cuando la moda de los castrati italianos alcanzó su apogeo en el siglo XVIII, un grito que supuestamente se oía también en las alcobas de las mujeres más modernas de Europa.

La luminosa idea de crear castrati había surgido dos siglos antes en Roma, donde el papa había prohibido que las mujeres cantaran en las iglesias y en los escenarios. Las voces de los castrati acabarían siendo objeto de veneración gracias a la combinación antinatural de tono y potencia, al emitirse las notas altas de un muchacho prepubescente desde los pulmones de un adulto; el resultado, al decir de los contemporáneos, era mágico, etéreo y extrañamente incorpóreo. Pero fue la súbita popularidad de la ópera italiana en toda la Europa del siglo XVII lo que generó el repentino aumento internacional de la demanda. Al niño italiano que nacía con una voz prometedora lo llevaban al local de un barbero-cirujano en los barrios bajos, lo drogaban con opio y lo metían en un baño con agua caliente. El experto cortaba los conductos que desembocaban en los testículos, que se atrofiaban con el tiempo.
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Se calcula que a principios del siglo XVIII se sometían a la operación unos cuatro mil niños al año; en el hospital de Santa María Nuova de Florencia, por ejemplo, había una cadena de producción, al mando de un tal Antonio Santarelli, que castraba a ocho niños a la vez.
Solo un reducido número de afortunados alcanzaba el estrellado. Pero las carreras de estos castrati más destacados eran comparables a las de las modernas estrellas del rock: recorrían los teatros de ópera europeos de Madrid y Moscú y sus cachés alcanzaban cifras fabulosas. Había auténticas divas, famosas por sus pataletas, su insufrible vanidad, sus obsesiones emocionales, sus excesos extravagantes, sus venenosas enemistades y, sorprendentemente, sus proezas sexuales. Admiradoras histéricas los inundaban con cartas de amor y se desmayaban entre el público aferradas a estatuillas de cera de sus intérpretes favoritos.
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Todo esto parecía prefigurar el atractivo seguro y asexual de ídolos de adolescentes de la década de 1950 como Franki Avalon. Pero el ayuntamiento con castrati no era en modo alguno físicamente imposible. Era notorio el carácter imprevisible de los efectos de la castración sobre el desarrollo físico, como bien sabían los eunucos otomanos del serrallo de Constantinopla. Dependían en buena medida del momento en que se practicara la operación: en muchos casos, los niños podados más o menso antes de cumplir los diez años crecían con rasgos femeninos, cuerpo sin vello, pechos incipientes, pene infantil y ausencia total de apetito sexual. (El único castrato que escribió su autobiografía, Filippo Balatri, bromeaba diciendo que nunca se había casado porque su esposa, “después de amarte durante un tiempo habría comenzado a gritarme”.) Pero aquellos a quienes se castraba después de los diez años de edad, cuando la pubertad lo invadía, podían seguir desarrollándose físicamente y a menudo mantener erecciones. Aunque la mayoría de los niños italianos pasaban por el cuchillo a los ocho años, la operación se practicaba hasta edad tan tardía como los doce años.
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El castrato Felippo Balatri cantando para un grupo de nobles ingleses.
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Para las mujeres de la alta sociedad europea, el beneficio obvio de la contracepción incorporada convertía a los castrati en blancos ideales para aventuras discretas. Canciones populares y panfletos no tardaron en insinuar que en realidad la castración aumentaba el rendimiento sexual del hombre, ya que la falta de sensación garantizaba una resistencia adicional; se divulgaron anécdotas que hablaban de los castrati como amantes solícitos, cuya atención se centraba por entero en la mujer. Como señaló con entusiasmo una seguidora incondicional, los mejores cantantes disfrutaban de “un espíritu en modo alguno embotado, y de un bulto que no es diferente del de otros hombres”. Cuando el más apuesto de los castrati, Farinelli, visitó Londres en 1734, un poema escrito por una admiradora anónima se burlaba de los calaveras ingleses diciendo que eran “fanfarrones presumidos” cuyo entusiasmo “expira demasiado rápido, mientras que Farinelli lo mantiene hasta el final”.
Retrato de Farinelli
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Las mujeres inglesas parecían especialmente sensibles a los eunucos italianos. Otra castrato, Consolino, sacó buen provecho de sus delicados rasgos femeninos en Londres. Acudía a las citas disfrazado con vestido, y después mantenía una apasionada aventura ante las propias narices del marido. En 1766, la bella heredera irlandesa Dorothy Maunsell se fugó a los quince años con el castrato Giusto Tenducci, aunque el encolerizado padre dio con él y lo metió en la cárcel. El matrimonio con castrati estaba oficialmente prohibido por la Iglesia, pero en Alemania dos cantantes lograron una dispensa legal especial para seguir casados. Los varones aficionados a la ópera, mientras tanto, buscaban a los castrati por sus cualidades andróginas. Relatos de viajeros cuentan que coquetos y jóvenes castrati de Roma ataban sus pechos regordetes dentro de seductores corpiños y se ofrecían para “servir […] por igual como mujer o como hombre”.
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Hasta Casanova vivió la tentación. (“Roma obliga a todos los hombres a mudarse en pederastas”, señaló en sus memorias) Su momento de mayor confusión se produjo cuando conoció en una taberna a un castrato adolescente especialmente guapo llamado Bellino. Casanova quedó cautivado, y llegó a ofrecer un doblón de oro para ver lo genitales del muchacho. En un giro inverosímil, cuando Casanova agarró a Bellino en un arrebato de pasión, descubrió un pene falso: resultó que el castrato era una muchacha a quien los historiadores han identificado como Teresa Lanti. Había adoptado aquel disfraz para burlar la prohibición que pesaba sobre las mujeres de cantar en Italia. Se hicieron amantes, pero Casanova la dejó plantada en Venecia; después de dar a luz a un hijo que podía no ser de Giacomo, Lanti se “presento en sociedad” como mujer y llegó a ser cantante de éxito en los teatros de ópera más progresistas de Europa, donde se permitía la presencia de mujeres en escena.
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