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Las aventuras de Bella

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Las aventuras de Bella Calificación: 5,00 de 5,00

Los mejores licores
Hola a todos, espero no estar infringiendo las reglas del foro con este post. Lo que pienso hacer (y por favor corrijanme si no se puede) es subir 2 o 3 capítulos diarios de este libro, de una autora muy conocida, cuyo nombre daré a conocer al final...

CAPITULO 1

LA LLAMADA DEL PRÍNCIPE



Durante toda su juventud, el príncipe había oído la historia de la Bella Durmiente, condenada a dormir durante cien años, al igual que sus padres, el rey y la reina, y toda la corte, después de haberse pinchado el dedo con un huso.
Pero no creyó en la leyenda hasta que estuvo dentro del castillo.
Ni siquiera la había creído al ver los cuerpos de otros príncipes atrapados en las espinas de los rosales trepadores que cubrían los muros. Ellos sí habían acudidos movidos por un convencimiento, eso era cierto, pero él necesitaba ver con sus propios ojos el interior del castillo.
El príncipe, imprudente por efecto del dolor que sentía tras la muerte de su padre y demasiado poderoso bajo el reinado de una madre que lo favorecía en exceso, cortó de raíz las imponentes trepadoras, impidiendo de este modo que lo apresaran entre su maraña. No era el deseo de morir sino el de conquistar el que lo empujaba.
Avanzando con tiento entre los esqueletos de los que no habían logrado resolver el misterio, se introdujo a solas en la gran sala de banquetes.
El sol brillaba en lo alto del cielo y las enredaderas habían retrocedido permitiendo que la luz cayera en haces polvorientos desde las encumbradas ventanas.
Todavía instalados ante la mesa de banquetes y cubiertos por varias capas de polvo, el príncipe descubrió a los hombres y mujeres de la antigua corte que dormían con los rostros inanimados y rubicundos envueltos por telas de araña.
Se quedó boquiabierto al ver a los sirvientes dormidos contra las paredes, con las ropas consumidas y convertidas en andrajos.
Así que la antigua leyenda era cierta. Con la misma osadía de antes, inició la búsqueda de la Bella Durmiente, que debía hallarse en el centro de todo aquello.
La encontró en la alcoba más alta de la casa. Finalmente, tras sortear los cuerpos de doncellas y criados dormidos, y respirar el polvo y la humedad del lugar, se halló en el umbral de la puerta de su santuario.
Sobre el terciopelo verde oscuro de la cama, el cabello pajizo de la princesa se extendía largo y liso, y el vestido, que formaba holgados pliegues, revelaba los pechos redondeados y las formas de una joven.
Abrió las contraventanas cerradas. La luz del sol resplandeció sobre ella. El príncipe se acercó un poco más y soltó un ahogado suspiro al tocar la mejilla, los labios entreabiertos y los dientes y, después, los delicados párpados.
El rostro le pareció perfecto; y la túnica bordada, que se le había pegado al cuerpo y marcaba el pliegue entre sus piernas, permitía adivinar la forma de su sexo.
Desenvainó la espada con la que había cortado todas las enredaderas que cubrían los muros y, deslizando cuidadosamente la hoja entre sus pechos, rasgó con facilidad el viejo tejido del vestido que quedó abierto hasta el borde inferior. Él separó las dos mitades y la observó. Los pezones eran del mismo color rosáceo que sus labios, y el vello púbico era castaño y más rizado que la larga melena lisa que le cubría los brazos hasta llegar casi a las caderas por ambos costados.
Separó de un tajo las mangas y alzó con suma delicadeza el cuerpo de la joven para liberarlo de todas las ropas. El peso de la cabellera pareció tirar de la cabeza de ésta, que quedó apoyada en los brazos de él al tiempo que la boca se abría un poco más.
El príncipe dejó a un lado la espada. Se quitó la pesada armadura y a continuación volvió a alzar a la princesa sosteniéndola con el brazo izquierdo por debajo de los hombros y la mano derecha entre las piernas, el pulgar en lo alto del pubis.
Ella no profirió ningún sonido; pero si fuera posible gemir en silencio, la princesa gimió con la actitud de su cuerpo. Su cabeza cayó hacia él, quien sintió la caliente humedad del pubis contra su mano derecha. Al volver a tenderla, le apresó ambos pechos y los chupó suavemente, primero uno y luego el otro.
Eran éstos unos pechos llenos y firmes, pues la joven tenía quince años cuando la maldición se apoderó de ella. Él le mordisqueó los pezones, al tiempo que le meneaba los senos casi con brusquedad, como si quisiera sopesarlos; luego se deleitó palmeteándolos ligeramente hacia delante y atrás.
Al entrar en la estancia el deseo le había invadido con fuerza, casi dolorosamente, y ahora le incitaba de forma casi cruel.
Se subió sobre ella y le separó las piernas, mientras pellizcaba suave y profundamente la blanca carne interior de los muslos. Estrechó el pecho derecho en su mano izquierda e introdujo su miembro sosteniendo a la princesa erguida para poder llevar aquella boca hasta la suya y, mientras se abría paso a través de su inocencia, le separó la boca con la lengua y le pellizcó con fuerza el pecho.
Le chupó los labios, le extrajo la vida y la introdujo en él. Cuando el príncipe sintió que su simiente explotaba dentro del otro cuerpo, la joven gritó.
Luego sus ojos azules se abrieron.
—¡Bella! —le susurró.
Ella cerró los ojos, con las cejas doradas ligeramente fruncidas en un leve mohín mientras el sol centelleaba sobre su amplia frente blanca.
Le levantó la barbilla, besó su garganta y, al extraer su miembro del sexo comprimido de ella, la oyó gemir debajo de él.
La princesa estaba aturdida. La incorporó hasta dejarla sentada, desnuda, con una rodilla doblada sobre los restos del vestido de terciopelo esparcidos encima de la cama, que era tan lisa y dura como una mesa.
—Os he despertado, querida mía —le dijo—. Habéis dormido durante cien años, igual que todos los que os querían. ¡Escuchad, escuchad! Oiréis cómo este castillo vuelve a la vida, algo que nadie antes que vos oyó nunca.
Un agudo grito llegó desde el corredor, donde la sirvienta estaba de pie con las manos en los labios.
El príncipe se acercó hasta la puerta para hablar con ella.
—Id a buscar a vuestro amo, el rey. Decidle que el príncipe que había de liberar esta casa de la maldición ha llegado y también que ahora permaneceré reunido a puerta cerrada con su hija.
Cerró la puerta, echó el cerrojo y se volvió para observar a Bella.

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Se tapaba los pechos con las manos. Su larga y lisa cabellera dorada, espesa e increíblemente sedosa, caía a su alrededor, abriéndose sobre la cama.
La princesa reclinó la cabeza de manera que el pelo cubriera su cuerpo. Pero miraba al príncipe, y éste se sorprendió al ver aquellos ojos carentes de miedo o malicia. Estaban abiertos de par en par, sin expresión alguna, como los de uno de esos tiernos animales del bosque instantes antes de caer abatidos en una cacería.
El seno de la princesa se agitaba al compás de su respiración anhelante. Él se echó a reír, se aproximó un poco más y le retiró el pelo del hombro derecho.
Ella alzó la mirada y la mantuvo fija en él. Un rubor novicio afluyó a sus mejillas y, de nuevo, el príncipe la besó.
Le abrió la boca con los labios y con la mano izquierda le sujetó las muñecas, bajándoselas hasta el regazo desnudo para poder así cogerle los pechos y examinarlos mejor.
—Beldad inocente —susurró. Sabía lo que ella estaba viendo: un joven sólo tres años mayor que la princesa cuando se convirtió en la Bella Durmiente. Él contaba dieciocho, apenas un hombre, pero no temía nada ni a nadie. Era alto, con el pelo negro; su figura delgada le daba un aspecto ágil.
Le gustaba pensar en sí mismo como en una espada: ligero, directo, muy preciso y absolutamente peligroso.
Había dejado a muchos tras él que podían corroborarlo.
En aquel momento, no albergaba orgullo sino una inmensa satisfacción. Había llegado hasta el centro del castillo maldito.
En la puerta se oían golpes y gritos. No se molestó en contestar. Volvió a tender a Bella sobre la cama.
—Soy vuestro príncipe —dijo—, así os dirigiréis a mí, y por este motivo me obedeceréis.
Al separarle otra vez las piernas, vio la sangre de su inocencia sobre la tela y, riéndose tranquilamente para sus adentros, volvió a entrar en ella con suma suavidad.
Bella soltó una suave sucesión de gemidos que en los oídos del príncipe sonaron como besos.
—Contestadme como corresponde —susurró.
—Mi príncipe —dijo.
—Ah —suspiró—, qué delicia.


Cuando abrió de nuevo la puerta, la habitación estaba casi a oscuras. Comunicó a los sirvientes que cenaría entonces y que recibiría al rey de inmediato. Le ordenó a Bella que cenara con él, que se quedara a su lado y, en tono firme, le dijo que no debía llevar ropa alguna.
—Es mi deseo que estéis desnuda y siempre disponible para mí —sentenció.
Podría haberle dicho que estaba inmensamente bonita cubierta sólo por su cabello dorado, por el rubor de sus mejillas y por sus manos, con las que intentaba en vano resguardar el sexo y los pechos. Pero aunque lo pensaba no lo dijo en voz alta.
En vez de esto, la cogió por las muñecas, se las sostuvo a la espalda mientras los sirvientes traían la mesa, y luego le ordenó que se sentara frente a él.
La anchura de la mesa le permitía alcanzar sin dificultad a Bella; podía tocarla y acariciar sus pechos si así le apetecía. Estiró el brazo y le levantó la barbilla para inspeccionarla a la luz de las velas que sostenían los criados.
Sirvieron asados de cerdo y ave, y frutas dispuestas en grandes y resplandecientes cuencos de plata. Al instante, el rey apareció en el umbral de la puerta. Ataviado con sus pesadas vestimentas ceremoniales y una corona de oro ceñida a la cabeza, se inclinó ante el príncipe y esperó la orden para entrar.
—Vuestro reino ha estado desatendido durante cien años —dijo el príncipe mientras levantaba su copa de vino—. Muchos de vuestros vasallos han escapado para irse con otros señores y buenas tierras están sin cultivar. Pero conserváis vuestra riqueza, vuestra corte y vuestros soldados. Es mucho lo que os queda por delante.
—Estoy en deuda con vos, príncipe —respondió el rey—. Pero ¿podéis decirme vuestro nombre, el de vuestra familia?
—Mi madre, la reina Eleanor, vive al otro lado del bosque —dijo el príncipe—. En vuestra época, era el reino de mi bisabuelo: él era el rey Heinrick, vuestro poderoso aliado.
El príncipe advirtió la sorpresa reflejada en el rostro del rey y luego su mirada de confusión. El príncipe lo comprendió perfectamente. Al ver el rubor que cubría la tez del soberano, le dijo:
—En aquella época, durante un tiempo prestasteis vasallaje en el castillo de mi bisabuelo, ¿no es cierto?, y quizá también vuestra reina, ¿no?
El rey apretó los labios con gesto de resignación y asintió lentamente:
—Sois descendiente de un poderoso monarca —susurró, y el príncipe se percató que el rey no levantaba los ojos para no ver a su hija desnuda.
—Me llevaré a Bella para que preste servidumbre —afirmó el príncipe—. Ahora ella es mía. —Con su largo cuchillo de plata cortó el caliente y suculento asado de cerdo y dispuso varios pedazos en su propio plato. Los sirvientes competían entre ellos para aproximarle más bandejas.
Bella estaba sentada con las manos de nuevo sobre los pechos; tenía las mejillas humedecidas por las lágrimas y temblaba levemente.
—Como deseéis —dijo el rey—. Estoy en deuda con vos.
—Habéis recuperado vuestra vida y vuestro reino —continuó el príncipe—. Y yo tengo a vuestra hija. Pasaré aquí la noche y mañana partiremos hacia el otro lado de las montañas para convertirla en mi princesa.
Se había servido algo de fruta y más pedazos de asado. A continuación, con un suave chasquido de los dedos, le dijo a Bella en un susurro que se acercara a él.
Advirtió la vergüenza que sentía ella ante los sirvientes.
Pero aun así le quitó la mano de su sexo.
—No volváis a taparos de este modo, nunca más —dijo. Pronunció estas palabras casi con ternura, al tiempo que le retiraba el pelo de la cara.
—Sí, mi príncipe —susurró ella. Tenía una vocecita encantadora—. Pero es tan difícil.
—Por supuesto que lo es —sonrió él—. Pero lo haréis por mí.

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Antiguo 03-08-2011 , 17:19:00   #3
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Entonces la cogió y la sentó sobre el regazo, abrigándola con su brazo izquierdo.
—Besadme —dijo, y al experimentar de nuevo la cálida boca sobre la suya, sintió que el deseo le invadía de nuevo, demasiado pronto para su gusto, pero decidió saborear este leve tormento.
—Podéis marcharos —le dijo al rey—. Ordenad a vuestros criados que tengan mi caballo preparado por la mañana. No necesitaré caballo para Bella. Sin duda habréis encontrado a mis soldados a las puertas de vuestro castillo —el príncipe se rió—. Les daba miedo entrar conmigo. Decidles que estén dispuestos al amanecer, entonces podréis despediros de vuestra hija, Bella.
El rey alzó la vista breve y rápidamente para acatar las órdenes del príncipe y con una cortesía inagotable retrocedió hasta salir por la puerta. El príncipe centró toda su atención en Bella. Levantó una servilleta y le enjugó las lágrimas. Ella mantenía obedientemente las manos sobre los muslos, mostrando su sexo, y él observó con aprobación que no intentaba esconder sus endurecidos pezones rosados con los brazos.
—A ver, no os asustéis —le dijo con dulzura mientras le acercaba un poco de comida a su boca temblorosa. Luego le palmeó los pechos que vibraron ligeramente—. Podría haber sido viejo y feo.
—Pero entonces yo podría sentir lástima por vos —dijo con voz dulce, tímida. Él se rió:
—Voy a castigaros por esto —le dijo con ternura—. Aunque de vez en cuando alguna pequeña impertinencia femenina resulta divertida.
Ella se sonrojó fuertemente y se mordió el labio.
—¿Tenéis hambre, hermosa? —le preguntó él.
Advirtió que le daba miedo responder.
—Cuando os pregunte diréis, «Sólo si os place, mi príncipe», y sabré que la respuesta es sí. O, «no, a menos que así os plazca, mi príncipe», y entenderé que la respuesta es no. ¿Me entendéis?
—Sí, mi príncipe —contestó ella—. Tengo hambre sólo si os place, mi príncipe.
—Muy bien, muy bien —dijo con sincera emoción. Cogió un pequeño racimo de brillantes uvas púrpuras y se las llevó a la boca una a una, sacando a continuación las pepitas y dejándolas a un lado.
Luego observó con evidente placer cómo ella bebía a grandes tragos de la copa de vino que le sostenía en los labios. Después le enjugó la boca y la besó.
Los ojos de Bella centelleaban pero había dejado de llorar. El príncipe palpó la suave carne de su espalda y sus pechos una vez más.
—Excelente —susurró—. ¿Así que antes estabais terriblemente consentida y os concedían todo lo que deseabais?
Ella, confundida, volvió a sonrojarse y luego asintió con cierta vergüenza.
—Sí, mi príncipe, creo que quizás...
—No tengáis miedo de contestarme con muchas palabras —le instó— siempre que sean respetuosas. No habléis nunca a menos que yo os hable antes, y aseguraos cuidadosamente de tener en cuenta qué es lo que me complace. Estabais muy malcriada y os lo concedían todo, pero ¿erais testaruda?
—No, mi príncipe, creo que no lo era —dijo—. Intentaba ser una alegría para mis padres.
—Y seréis una alegríapara mí, querida mía —dijo cariñosamente.
Sin dejar de rodearla firmemente con el brazo izquierdo, el príncipe siguió cenando.
Comía con entusiasmo: cerdo, ave, algo de fruta y varias copas de vino. Luego les dijo a los sirvientes que lo retiraran todo y que salieran.
Habían puesto sábanas y colchas limpias sobre la cama, almohadas mullidas, rosas en un jarro próximo, y también varios candelabros.
—Y bien —dijo el príncipe mientras se levantaba y la colocaba ante él—. Tenemos que acostarnos puesto que mañana se presenta una larga jornada. Y aún tengo que castigaros por la impertinencia de antes.
Las lágrimas asomaron de inmediato a los ojos de Bella, que imploró al príncipe con su mirada. Casi alargó los brazos para cubrirse los pechos y el sexo, pero recordó las instrucciones anteriores y apretó con impotencia los pequeños puños a ambos lados del cuerpo.
—No os castigaré mucho —dijo él con ternura, levantándole la barbilla—. No fue más que una pequeña falta y, al fin y al cabo, la primera. Pero, Bella, para ser sinceros, os diré que me encantará castigaros.
Ella se mordía el labio y el príncipe se percató de que quería hablar; el esfuerzo por controlar la lengua y las manos era casi excesivo para ella.
—Está bien, preciosidad, ¿qué queréis decir? —preguntó.
—Por favor, mi príncipe —rogó—. Me dais tanto miedo.
—Descubriréis que soy más tolerante de lo que pensáis —le dijo.
Se quitó el largo manto, lo arrojó sobre una silla y echó el cerrojo a la puerta. Luego apagó casi todas las luces, a excepción de unas pocas velas.
Iba a dormir con la ropa puesta, como hacía la mayoría de noches que pasaba en los bosques, en las posadas del campo o en las casas de esos humildes campesinos en las que se detenía en ocasiones, puesto que eso no era un gran inconveniente para él.
Al acercarse a ella pensó que debía ser clemente y llevar a cabo el castigo con rapidez. Se sentó a un lado de la cama, se estiró para alcanzarla y, sujetándole las muñecas con la mano izquierda, atrajo su cuerpo desnudo y lo tumbó sobre su regazo de modo que las piernas pendían inútilmente sin tocar del suelo.
—Preciosa, preciosísima —dijo mientras recorría lánguidamente con su mano derecha las redondas nalgas, obligándolas a separarse ligeramente cada vez un poquito más.
Bella lloraba a viva voz pero amortiguaba el llanto contra la cama, con las manos sujetas ante sí por el largo brazo izquierdo del príncipe.
Entonces él, con la mano derecha, le dio un azote en el trasero y comprobó cómo el llanto subía de volumen. La verdad, no había sido un palmetazo tan fuerte, pero dejó una marca roja sobre la piel. Él volvió a zurrarle, sintió cómo la princesa se retorcía contra él, notó el calor y la humedad de su sexo contra la pierna y, una vez más, le propinó otro azote.
—Creo que sollozáis más por la humillación que por el dolor —le regañó con voz suave.
Ella forcejeaba por amortiguar el sonido de sus quejas.
Él príncipe abrió la palma derecha y, al sentir el calor de las nalgas enrojecidas, volvió a alzar la mano y soltó otra serie de palmetazos sonoros, fuertes, sonriendo mientras ella se resistía.
Podría haberla zurrado con mucha más fuerza, sólo para placer propio y sin hacerle demasiado daño. Pero se lo pensó mejor. Tenía tantas noches por delante para estos deleites...

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Antiguo 03-08-2011 , 17:22:21   #4
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Entonces la levantó para dejarla de pie ante él.
—Retiraos el pelo de la cara —le ordenó. El rostro manchado de lágrimas era de una belleza indescriptible. Los labios vibraban temblorosos, los ojos azules destellaban con la humedad de las lágrimas. Ella obedeció de inmediato.
—No creo que estuvierais tan mimada —dijo—. Me parecéis muy obediente y dispuesto a complacer, y esto es algo que me hace muy feliz.
Advirtió que ella se tranquilizaba.
—Ahora, unid las manos detrás del cuello —ordenó—, por debajo del pelo. Así es, muy bien —volvió a levantarle la barbilla—. Tenéis el hábito modesto de bajar la mirada con sumo encanto. Pero ahora quiero que me miréis directamente a la cara.
Ella obedeció tímidamente, con aire desdichado. En aquel instante, al mirarlo a él, sintió que era más consciente de su propia desnudez e indefensión. Tenía unas pestañas tupidas y oscuras, y sus ojos azules eran más grandes de lo que él había pensado.
—¿Me encontráis guapo? —le preguntó—. Ah, pero antes de contestarme, debéis saber que lo que me gustaría conocer es vuestra sincera opinión, no lo que vos creáis que desearía oír, o lo que os convendría contestar, ¿me entendéis?
—Sí, mi príncipe —susurró. Parecía más sosegada.
Él alargó la mano, le friccionó ligeramente el pecho derecho y luego le acarició las axilas vellosas, palpando la pequeña curvatura que formaba allí el músculo, bajo el menudo mechón de pelo dorado; y a continuación le acarició ese vello tupido y húmedo, entre las piernas, lo que obligó a la joven a suspirar y temblar.
—Y bien —dijo él—, responded a mi pregunta y describid lo que veis. Describidme como si me acabarais de conocer y estuvierais hablando confidencialmente con vuestra doncella.
Ella volvió a morderse el labio, lo que a él le encantaba, y luego, con voz un poco apagada por la incertidumbre, dijo:
—Sois muy apuesto, mi príncipe, nadie podría negarlo. Y para ser... para ser...
—Continuad —dijo. La atrajo un poco más hacia él de manera que el sexo de ella se apretara contra su rodilla. La rodeó con el brazo derecho, le meció el pecho con la izquierda y rozó con los labios la mejilla de la princesa.
—Y para ser tan joven sois muy dominante —dijo ella—, no es lo que cabría esperar.
—Y decidme, ¿cómo se detecta eso en mí, aparte de por mis actos?
—Vuestro talante, mi príncipe —dijo, su voz iba cobrando un poco de firmeza—. La mirada de vuestros ojos, tan oscuros... vuestro rostro. No exhibe ninguna de las dudas de la juventud.
Él sonrió y le besó la oreja. Se preguntaba por qué estaba tan caliente la pequeña y húmeda hendidura entre sus piernas. Sus dedos no podían dejar de tocarla. Aquel día ya la había poseído dos veces, y volvería a poseerla, pero estaba pensando que convendría actuar con más lentitud.
—¿Os gustaría si fuera más viejo? —le susurró.
—Había pensado —dijo ella— que sería más fácil. Recibir órdenes de alguien tan joven —siguió— significa sentir el propio desamparo.
Sus lágrimas habían vuelto a brotar y se derramaban por sus mejillas, así que el príncipe la empujó cuidadosamente hacia atrás para poder verle los ojos.
—Querida mía, os he despertado del sueño de todo un siglo y he restaurado el reino de vuestro padre. Sois mía. No os resultaré un amo tan duro, sólo un amo muy concienzudo. Cuando logréis pensar únicamente en complacerme, noche y día, y a cada momento, las cosas serán muy fáciles para vos.
Mientras ella trataba esforzadamente de no apartar la mirada, el príncipe apreció de nuevo cierto alivio en su rostro, y también que su persona le infundía un temor absoluto.
—Y ahora —dijo, y metió los dedos de la mano izquierda entre sus piernas, al tiempo que la atraía otra vez hacia él haciéndole soltar un pequeño jadeo que ella fue incapaz de contener—, quiero de vos más de lo que he tenido antes. ¿Sabéis a que me refiero, mi Bella Durmiente?
Ella sacudió la cabeza; en aquel momento estaba aterrorizada.
Él la levantó en brazos y, llevándosela hasta la cama, la tumbó allí.
Las velas desprendían una luz cálida, casi rosada, que iluminaba el cuerpo desnudo y el cabello que caía a ambos lados de la cama. Bella estaba a punto de ponerse a gritar, pero se esforzaban por mantener las manos quietas a los costados.
—Querida mía, hay una dignidad en vos que os escuda de mí, tanto como este precioso cabello dorado que os cubre y os ampara. Ahora quiero que os rindáis a mí. Lo comprenderéis y os sorprenderá haber llorado la primera vez que os lo he sugerido.
El príncipe se inclinó sobre ella. Le separó las piernas. Notaba cuánto le costaba no cubrirse con las manos o volverse a un lado. Le acarició los muslos. Luego, con el índice y el pulgar, exploró el sedoso vello húmedo, palpó aquellos pequeños labios tiernos e hizo que se separaran ampliamente.
Un terrible estremecimiento sacudió todo el cuerpo de Bella. Con la mano izquierda, él le tapó la boca y ella sollozó suavemente. Él pensó que al parecer le resultaba más fácil con la boca así tapada, de modo que, por el momento, aquello ya estaba bien. Habría que enseñarle todo a su debido tiempo.
Con los dedos de la mano derecha encontró aquel nódulo de carne entre los tiernos labios inferiores, y lo friccionó hacia delante y atrás hasta que ella levantó las caderas, arqueando la espalda a pesar suyo. Su carita, bajo la mano del príncipe, era el vivo retrato de la angustia. Él sonrió para sus adentros.
Pero mientras sonreía, sintió por primera vez el fluido caliente entre las piernas de la joven, el verdadero fluido que antes no había aparecido con su sangre virginal.
—Eso es, eso es, querida mía —dijo—. No debéis resistiros a vuestro amo y señor, ¿verdad?

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Antiguo 03-08-2011 , 17:22:53   #5
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Entonces se abrió la ropa y extrajo su sexo erecto, ansioso y, subiéndose sobre ella, lo posó en su cadera mientras continuaba acariciándola y friccionándola.
Ella se retorcía a uno y otro lado, agarrando y retorciendo las suaves sábanas a sus costados. Pareció que todo su cuerpo se volvía de color rosa y los pezones de sus pechos se veían tan duros como pequeñas piedras. Él no pudo contenerse ante ellos.
Los mordió con los dientes, juguetón, sin hacerle daño. Los chupó con la lengua y luego le lamió también el sexo. Y mientras ella forcejeaba, se sonrojaba y gemía, volvió a colocarse encima, lentamente.
Bella se arqueó de nuevo. Sus pechos se tiñeron de rojo. Y mientras él introducía su órgano en ella, sintió que se estremecía con un indeseado placer. La mano del príncipe sobre su boca amortiguó el grito que salió de su garganta mientras ella volvía a estremecerse de tal modo que casi parecía que lo levantara sobre la cama.
Luego se quedó quieta, húmeda, ruborizada, con los ojos cerrados, respirando profundamente mientras las lágrimas brotaban en silencio.
—Eso ha sido maravilloso, querida mía —dijo él—. Abrid los ojos.
Bella lo hizo tímidamente pero luego permaneció tumbada sin apartar la vista de él.
—Esto ha sido tan difícil para vos —susurró él—. No podíais ni imaginaros que estas cosas sucedieran. Estáis roja de vergüenza, tembláis de miedo y creéis que quizá sea uno de los sueños que soñasteis en vuestros cien años de hechizo. Pero es real, Bella —dijo el príncipe—. ¡Y no es más que el comienzo! Creéis que os he convertido en mi princesa, pero no he hecho más que comenzar. Llegará el día en que no veréis nada aparte de mí, como si yo fuera el sol y la luna; un día en el que yo lo seré todo para vos: comida, bebida, el aire que respiráis. Entonces seréis mía de verdad, y estas primeras lecciones... y placeres... —sonrió— no parecerán nada.
El príncipe se inclinó sobre la princesa, que permanecía sumamente quieta, con la mirada fija en él.
—Ahora besadme —le ordenó—. Quiero decir, de verdad..., besadme.

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Antiguo 03-08-2011 , 17:24:08   #6
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largo ese relato compa pero bueno

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Antiguo 05-08-2011 , 08:58:46   #7
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Si es largo, pero para el que lo lea completo, le aseguro que no se va a rrepentir.

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Antiguo 05-08-2011 , 09:01:53   #8
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EL VIAJE Y EL CASTIGO EN LA POSADA



A la mañana siguiente toda la corte estaba reunida en el gran vestíbulo para despedir al príncipe. La corte en pleno, incluido el agradecido rey y su reina, permaneció en pie con la mirada baja y la cintura reclinada mientras el príncipe descendía por los peldaños con la desnuda Bella Durmiente caminando tras él, quien le había ordenado que mantuviera las manos enlazadas detrás del cuello por debajo del pelo y que le siguiera justo un poco a su derecha para que pudiera verla por el rabillo del ojo. Ella obedeció sin que sus pies descalzos produjeran el más leve sonido al pisar los gastados escalones de piedra.
—Querido príncipe —dijo la reina cuando éste llegó a la puerta principal y vio que sus soldados lo esperaban a caballo sobre el puente levadizo—, estaremos eternamente en deuda con vos, pero es nuestra única hija.
El príncipe se volvió para mirarla. Todavía era hermosa, a pesar de que le doblaba la edad a Bella, y se preguntó si también ella habría servido a su bisabuelo.
—¿Cómo osáis preguntarme? —inquirió el príncipe pacientemente—. He restaurado vuestro reino y, bien sabéis, si recordáis algo de las costumbres de mi tierra, que Bella mejorará notablemente con su servidumbre allí.
Entonces, en la cara de la reina apareció el mismo rubor revelador que había mostrado antes el rey, y la soberana inclinó la cabeza en señal de aceptación.
—Pero con toda seguridad permitiréis que Bella se ponga algunas ropas —susurró—, como mínimo hasta que llegue al límite de vuestro reino.
—Todos los pueblos comprendidos entre este castillo y mi reino nos han sido leales durante un siglo. En cada uno de ellos proclamaré vuestra restauración y el nuevo gobierno, ¿queréis algo más? Esta primavera está siendo cálida; Bella no sufrirá ninguna enfermedad por servirme desde este mismo instante.
—Perdonadnos, alteza —se apresuró a decir el rey—, pero ¿sigue siendo igual en estos tiempos?, ¿el vasallaje de Bella no será para siempre?
—Nada ha cambiado. Bella será devuelta en su momento. Y habrá mejorado enormemente tanto en sabiduría como en belleza. Ahora, decidle que obedezca al igual que vuestros padres os ordenaron que os sometierais cuando os enviaron a nosotros.
—El príncipe está en lo cierto, Bella —dijo el rey en voz baja, sin querer mirar a su hija—. Obedecedle. Acatad también las órdenes de la reina. Y aunque vuestro vasallaje os parezca sorprendente y difícil en algunos momentos, confiad en que regresaréis, como él dice, habiendo cambiado para mejor.
El príncipe sonrió.
Los caballos se mostraban inquietos sobre el puente levadizo. El corcel del príncipe, un semental negro, era especialmente difícil de refrenar, así que, despidiéndose de todos ellos una vez más, el príncipe se volvió y cogió a Bella.
La alzó con facilidad situándola sobre su hombro derecho, estrechándola a su propia cintura por los tobillos. Cuando Bella cayó sobre la espalda del príncipe, él oyó un suave gemido y vio el largo cabello dorado que barría el suelo justo antes de subirse al corcel.
Todos los soldados se dispusieron en formación y el príncipe abrió la marcha para adentrarse en el bosque.
Los rayos de sol caían a través del tupido follaje verde. El cielo resplandecía todavía azul y luminoso sobre sus cabezas desvaneciéndose en una luz cambiante de tonalidades verdes a medida que el príncipe avanzaba a la cabeza de sus soldados, canturreando para sí y cantando de vez en cuando en voz alta.
El cuerpo elástico y cálido de Bella se balanceaba sobre el hombro del príncipe, que percibía sus temblores y turbación. Las nalgas desnudas de la princesa aún estaban rojas por la zurra que él le había propinado y se imaginaba perfectamente cuán suculenta debía ser aquella visión para los hombres que cabalgaban tras él.
Mientras guiaba su caballo al paso a través de un denso claro con abundantes hojas rojas y marrones, caídas a sus pies, el príncipe ató las riendas a la silla, palpó la piel suave y velluda situada entre las piernas de Bella y, apoyando la cara en la cálida cadera de la princesa, la besó con delicadeza.
Al cabo de un rato, la bajó del hombro y la posó sobre su regazo, dándole la vuelta igual que antes para que descansara contra su brazo izquierdo. Le besó la cara enrojecida y retiró los largos mechones del rostro. Luego chupó sus pechos casi ociosamente, como si bebiera de ellos.
—Apoyad la cabeza en mi hombro —dijo, y al instante ella se inclinó obedientemente hacia él.
Pero cuando fue a arrojarla otra vez sobre el hombro, Bella gimoteó. El príncipe no se detuvo, y en cuanto la princesa estuvo firmemente asida, con los tobillos sujetos a la propia cadera del príncipe, éste la regañó cariñosamente y le dio varias zurras con la mano izquierda hasta que oyó cómo Bella lloraba.
—Jamás debéis protestar —repitió—. Ni con voces, ni gesticulando. Sólo con lágrimas podéis mostrar a vuestro príncipe lo que sentís. Y no se os ocurra pensar que él no desea saberlo. Y ahora, contestadme con todo respeto.
—Sí, mi príncipe —gimoteó Bella.
Él se conmovió.

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Antiguo 05-08-2011 , 09:03:49   #9
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Predeterminado Respuesta: Las aventuras de Bella

Cuando llegaron al pueblo situado en medio del bosque, la excitación era enorme ya que todo el mundo sabía que el encantamiento se había roto.
Mientras el príncipe avanzaba por las tortuosas callejuelas de altas casas entramadas que delineaban el cielo, la gente se agolpaba en las estrechas ventanas y puertas, y se apiñaba en las callejas empedradas.
Tras él, el príncipe oía a sus hombres que, en voz baja, explicaban a la gente del pueblo quién era él. Les decían que su señor había roto el encantamiento y que la muchacha que llevaba consigo era la Bella Durmiente.
Ésta sollozaba pausadamente, y forcejeaba con su cuerpo, pero el príncipe la asía con firmeza.
Finalmente, rodeados de una enorme multitud, llegaron a la posada y el caballo del príncipe entró en el patio haciendo sonar los cascos.
El escudero se apresuró a ayudarle a descender de la montura.
—Sólo nos detendremos para comer y beber —dijo el príncipe—. Aún podemos recorrer muchas millas antes de la puesta de sol.
El joven dejó a Bella de pie en el suelo y contempló con admiración la forma en que su cabellera volvía a cubrirla. Luego le hizo dar dos vueltas, y se complació al observar que la princesa mantenía las manos enlazadas en la nuca y la mirada baja mientras él la contemplaba.
La besó con devoción.
—¿Veis como todos os observan? —preguntó él—. ¿Os dais cuenta de cómo admiran vuestra belleza? Os adoran —le dijo. Una vez más, le sacó otro beso, mientras con la mano apretaba sus nalgas escocidas.
Los labios de ella parecían pegarse a los suyos como si tuviera miedo de que escapara; luego él le besó los párpados.
—Ahora todo el mundo querrá echar una ojeada a la princesa —dijo el príncipe al capitán de su guardia—. Atadle las manos sobre la cabeza con una cuerda que cuelgue del letrero de la entrada de la fonda y dejad que todo el mundo se harte de ella. Pero que nadie la toque. Pueden mirar todo lo que quieran pero haced guardia para vigilar que nadie pueda tocarla. Haré que os saquen la comida fuera.
—Sí, mi señor —dijo el capitán de la guardia.
Mientras el príncipe dejaba con sumo cuidado a Bella en manos del capitán, ésta se inclinó hacia delante ofreciendo sus labios al príncipe, quien recibió el beso con gratitud.
—Sois muy dulce, querida mía —dijo él—. Ahora comportaos humildemente y sed muy, muy buena. Me sentiría terriblemente desilusionado si toda esta adulación os envaneciera. —Volvió a besarla y la entregó al capitán.
El príncipe entró en la fonda, pidió carne y cerveza, y se dispuso a observar a través de las ventanas de paneles romboides.
El capitán de la guardia no se atrevió a tocar a Bella más que para atarle las muñecas. La condujo así hasta la puerta abierta del patio, lanzó la cuerda para hacerla pasar por la vara de hierro que sostenía el letrero de la fonda y le sujetó rápidamente las manos por encima de la cabeza, de manera que ella se quedó prácticamente de puntillas.
Luego ordenó a la gente que retrocediera y se apoyó en la pared con los brazos cruzados mientras los lugareños se apretujaban para mirarla.
Había mujeres rollizas con delantales manchados, hombres de tosco aspecto ataviados con pantalones y pesados zapatos de cuero, y también estaban allí los jóvenes prósperos del pueblo vestidos con sus capas de terciopelo y las manos apoyadas en la cintura mientras observaban a Bella a cierta distancia, sin querer codearse con el gentío. Varias jovencitas lucían elaborados tocados blancos recién confeccionados. Habían salido de sus casas para contemplar a Bella, y se levantaban con fastidio el bajo de las faldas para no ensuciarlos.
Al principio todo eran susurros, pero al cabo de un instante la gente empezó a hablar más libremente.
Bella había vuelto la cara para esconderla en su brazo. El pelo le resguardaba el rostro, pero un soldado no tardó en salir con un comunicado del príncipe para el capitán:
—Su alteza ha dicho que le deis la vuelta y levantéis su barbilla para que puedan verla mejor.
Se oyó un murmullo de aprobación entre la muchedumbre.
—Muy, muy hermosa —dijo uno de los jóvenes espectadores.
—Esto es por lo que tantos murieron —afirmó un viejo remendón.
El capitán de la guardia levantó la barbilla de Bella y le habló atentamente mientras sujetaba la cuerda que la sostenía.
—Debéis daros la vuelta, princesa.
—Oh, por favor, capitán —susurró ella.
—No se os ocurra ni hablar, princesa. Os lo ruego. Nuestro señor es muy estricto —dijo—. Y es su deseo que todo el mundo os admire.
Bella, con las mejillas encendidas, obedeció. Se dio la vuelta para que la multitud pudiera ver sus nalgas enrojecidas y, a continuación, se volvió de nuevo, para mostrar los pechos y el sexo mientras el capitán sujetaba su mandíbula.
Ella respiraba profundamente, como si intentara mantener la calma, mientras la piropeaban y elogiaban la magnificencia de sus pechos.
—Vaya trasero —susurró una vieja que se encontraba cerca—. Es evidente que la han azotado, pero dudo que la pobre princesa hiciera algo para merecer esto.
—No mucho —dijo un hombre próximo a ella—. Aparte de tener el trasero más hermoso y gracioso que se pueda imaginar.
Bella temblaba.

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Antiguo 05-08-2011 , 09:04:45   #10
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Finalmente el propio príncipe salió de la posada dispuesto a partir y, al ver que la multitud seguía observando a la princesa tan atenta como antes, bajó la cuerda y, sujetándola por encima de la cabeza de Bella como si fuera una traílla, la obligó a darse la vuelta. Parecía que le divertían los gestos de reconocimiento del gentío y los agradecimientos y reverencias que le dedicaban; se mostró muy gentil en su generosidad:
—Levantad la barbilla, Bella. No debería ser yo quien finalmente os la levante —le increpó frunciendo deliberadamente el entrecejo como muestra de decepción.
Bella obedeció. Tenía una cara tan roja que las cejas y las pestañas lanzaban destellos dorados al sol; el príncipe la besó.
—Venid aquí, viejo —dijo el príncipe al anciano remendón—. ¿Habéis visto alguna vez una preciosidad como ésta?
—No, alteza —dijo el viejo, que llevaba las mangas remangadas hasta los codos y mostraba unas piernas ligeramente dobladas. Su pelo era gris, pero sus ojos verdes brillaban con un deleite especial, casi nostálgico—. Es una princesa magnífica, alteza, digna de todas las muertes de los que intentaron pretenderla.
—Sí, supongo que sí, y de toda la valentía del príncipe que consiguió llevársela —sonrió él.
Todos se rieron cortésmente, aunque no ocultaban el temor reverente que el príncipe les inspiraba. Miraban atentamente su armadura, su espada, y sobre todo su joven rostro y el pelo negro que le caía hasta los hombros.
El príncipe le dijo al viejo remendón que se acercara un poco más.
—Mirad. Os doy permiso, si lo deseáis, para que palpéis sus tesoros.
El viejo sonrió con agradecimiento, casi inocentemente. Alargó el brazo y, dudando por un momento, tocó los pechos de Bella, quien se estremeció mientras, obviamente, intentaba reprimir un leve grito.
El viejo también le tocó el sexo.
Luego, el príncipe tiró del pequeño lazo obligando a Bella a quedarse de puntillas. Su cuerpo se estiró; parecía ponerse más tenso y al mismo tiempo más hermoso, con las nalgas y los pechos tiesos. Los músculos de sus pantorrillas se estiraron, la mandíbula y la garganta formaron una línea perfecta que descendía hasta su seno cimbreante.
—Eso es todo. Ahora debéis iros —dijo el príncipe.
Los espectadores se retiraron obedientemente aunque continuaron mirándolos mientras el príncipe montaba a caballo, instruía a Bella para que entrelazara sus manos en la nuca y le ordenaba que caminara delante de él.
Bella inició la marcha saliendo del patio de la posada mientras el príncipe guiaba su caballo tras ella.
La gente le abría paso, sin apartar la mirada de su encantador cuerpo vulnerable y apretujándose contra los estrechos muros de la ciudad para poder seguir el espectáculo hasta el límite del bosque.

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