'Si me preguntan, yo diría que la paz es el campo': exguerrillero

HOMER. · 19-04-2015 , 21:14:36

Aunque hace solo seis años retomó el trabajo como caficultor que había dejado para hacer parte de un frente de las Farc, la agilidad de *Antonio para recolectar café muestra a alguien curtido en el tema.

Uno, dos, tres granos caen a la canasta que tiene amarrada a la cintura. En cuestión de segundos ya son 15, 20, 30. La rapidez de sus dedos y la destreza con la que desgrana son sus aliados para que en una jornada alcance a recoger entre 180 y 200 kilos.

“Es un talento que aprendí como ‘raspachín’; haga de cuenta que es como coger café y hay que ‘kiliar’ el día, solo que en lugar de café es coca”, comenta Antonio mientras muestra orgulloso cómo desprende el fruto de las ramas.

Ese es el único recuerdo que este hombre de 43 años quiere guardar de sus días en la selvas de la cordillera Oriental, en el Caquetá.

A los 20 años comenzó a raspar hoja de coca en jornadas que iban de 5:30 de la mañana a 3 de la tarde, “porque ya el sol pegaba muy duro”. Llegó a coger hasta 20 arrobas diarias y por cada una recibía cuatro mil pesos. “Lo que ganaba me lo jugaba o me lo bebía”, dice.

A los 25 años, “por una mala amistad”, se volvió miliciano de las Farc. Era el informante, el de los mandados. “Los guerrilleros vivían por allá monte adentro, entonces lo llamaban a uno por el radio: ‘vaya mire si es verdad que viene el Ejército por ahí’, entonces me tocaba soltar el machete y salir corriendo, era un sapo”.

El campesino hace una pausa, baja la mirada y sonríe tímidamente; juega con las manos y agrega que el trabajo “se puso maluco, con cosas pesadas”. Sin darse cuenta, pasó de raspar hoja de coca e informar a manejar armas y dar charlas en las veredas sobre el trabajo de sus jefes, “sacar a un ‘fulano’ que estuviera secuestrado y llevarlo amarrado, y otras cosas que no quisiera volver a vivir ni contar”.

De pronto, los pocos días en el monte se convirtieron en largas temporadas de tres o cuatro meses. La vida ya no fue la misma.

Para recapacitar tuvo que recibir un golpe que lo marcó para siempre. “Uno de mis hermanos duró siete años en la selva. En el 2004 se desmovilizó. Ahí fue cuando nos cogieron en la mala. Ese mismo año, en octubre, lo mataron las Farc. Tenía 31 añitos”.

“Yo quedé impactado”, agrega tras un largo silencio. “Tanto que uno les ayudaba y así me pagaron. Por eso pensé las cosas, decidí dejar todo botado y me entregué”.

Antonio dejó las Farc en el 2006. El grupo al que pertenecía se acabó, pero por lo que ha escuchado de conocidos en el Caquetá, otra vez se están uniendo. “Yo me conozco esa vaina de la paz; ojalá se cumpla, pero está durito. Vea lo que pasó en el Cauca. ¿Usted cree que si la guerrilla quisiera una paz va a matar a 11, 12 militares? Uno ve esas noticias y siente miedo de que vengan y lo busquen a uno, esa gente es sin mente pa’ lo que sea”.

Su nueva vida

El oficio como agricultor lo llamaba cuando estaba en la guerrilla. Él creció entre cafetales ayudándoles a sus seis hermanos y a su mamá. “Parecíamos como pollitos detrás de la gallina, cada uno con una vasija para coger café. A mi papá lo mataron cuando yo tenía 7 años. Vivíamos en un corregimiento a tres horas de Florencia, pura zona roja”.

Antonio usa gorra con pintas de camuflaje, una camiseta del Atlético Nacional (se declara “hincha oficial”), en los brazos se pone las mangas que le quitó a alguna prenda vieja para protegerse del sol y un trapo rojo le envuelve el cuello. El atuendo lo completan un jean roto y unas botas pantaneras.

‘Tribilín’ y ‘Másimo’, dos “chandosos”, acompañan sus horas de trabajo en el ‘tajo’, como les dice a esas lomas que rodean hoy su casa, ubicada en uno de los municipios caldenses que hacen parte del Paisaje Cultural Cafetero.

Potreros, vacas, cultivos de lulo, plátano y espárragos decoran el hogar que consiguió hace cuatro años, un cañón con 11.000 palos de café en el que, según él, volvió a nacer.

“Es como una segunda oportunidad que me dio la vida; aquí estoy con mi esposa y mis cuatro hijos. Primero teníamos otra finquita más pequeña en una vereda por allá abajo –con su mano señala las montañas que se ven a lo lejos–, pero la cambié por esta que nos dio el Incoder”.

En el 2013 terminó su proceso de reincorporación a la vida civil, pero aún recibe visitas de la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR), que monitorea su trabajo y evalúa cómo va con su proyecto productivo, un beneficiadero de café que montó con los 8 millones de pesos que recibió en insumos, una despulpadora y materiales de construcción.

Antonio entró a una cooperativa de cafeteros y cuenta feliz que ya tiene ahorrados 388.000 pesos.

Y así como en estas tierras redescubrió cómo es vivir del campo, conoció lo que es estudiar. Él y su esposa se graduaron como bachilleres en la escuela de una vereda cercana. “Yo he sido muy juicioso, no sufro para procesar mi café, que es el sustento para mí y mi familia”.

Orgulloso de sus matemáticas, explica que cuando hay cosecha tiene hasta cuatro trabajadores. “Cada carguita de café vale 700 mil pesos. Un trabajador bueno, que le rinda, se coge 600 kilitos a la semana, que es una carga. Yo la pago a 400 pesos: son 240 mil. Si por cada trabajador me quedan 460 mil, ¿si ‘pilla’ que sí le da a uno pa’ sostenerse?”

Es momento de descansar. Esta charla sigue con una taza de tinto cargado. La tarde va cayendo. “Este es café del bueno”, dice el hombre y toma un trago, luego mira el paisaje que se enmarca en su finca, sábanas verdes de cultivos.

“Estas tierras significan mucho para mí, vivimos tranquilos. ¿Cuántos no quisieran tener lo que yo tengo? Yo quisiera que los que están todavía en el monte hagan lo mismo, vea que sí se puede”.

Por lo que vio, por lo que vivió, por los muertos que dejó atrás y aquellos que todavía siguen el juego traicionero de la guerra; por su familia y sus hijos que quieren estudiar, por ellos Antonio piensa que nadie, nunca, debería seguir ese camino. No si quieren la paz. “Si me preguntan, yo diría que la paz es el campo”.

* Nombre cambiado

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