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Algunas ideas sobre el papel del historiador crítico en colombia

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ALGUNAS IDEAS SOBRE EL PAPEL DEL HISTORIADOR CRÍTICO
EN COLOMBIA
RENAN VEGA CANTOR
“No se trata de sentar los principios de una nueva interpretación que explique todas las verdades –las respuestas que deben reemplazar a las viejas son mucho más complejas que la simple negación de estas–, sino de agudizar el sentido crítico ante los hechos del pasado, para afinar las herramientas intelectuales que nos han de ayudar a aclararnos en un presente tan confuso como este en que vivimos: reflexionar sobre la naturaleza de las ‘aguas negras’ que contiene el día que ha pasado, para prevenir los riesgos que nos amenazan en la noche que viene”.
Josep Fontana, Por el bien del imperio. Una historia del mundo desde 1945, Editorial Pasado y Presente, Barcelona, 2011, p. 24.
“Nombrar lo intolerable es en sí mismo la esperanza. Cuando algo se considera intolerable ha de hacerse algo. La acción está sujeta a todas las vicisitudes de la vida. Pero la pura esperanza reside en primer término, en forma misteriosa, en la capacidad de nombrar lo intolerable como tal: y esta capacidad viene de lejos, del pasado y del futuro. Esta es la razón de que la política y el coraje sean inevitables”.
John Berger, citado en Gustavo Estepa, “Esperanzas”, en La Jornada, junio 10 de 2013.
a reflexión de cualquier historiador parte necesariamente del presente, porque este induce el tipo de preguntas y problemas que aquél se plantea. Esto es más evidente en el caso de un historiador crítico, si por tal entendemos a un investigador que le atribuye al conocimiento histórico una utilidad social en beneficio de la mayor parte de los hombres y mujeres de su tiempo, para ayudar a entender los problemas de la sociedad en la que estos viven. El historiador crítico siempre piensa en la compleja relación entre pasado-presente y futuro, sin creer que el conocimiento del devenir de la sociedad en el tiempo debe limitarse a lo que pasó ayer, como si la historia concerniera solamente al pasado y no estuviera vinculada a través de finos e invisibles hilos con el hoy y el mañana. O para decirlo en la conocida formula del escritor William Faulkner: “El pasado nunca se muere, ni siquiera es pasado”. Por esa razón, este tipo de historiador sitúa el eje de su análisis en el presente, porque, según el planteamiento de Walter Benjamin, el pasado es amplificado por el presente y el “presente polariza el acontecimiento en historia anterior y en historia posterior”1.
1. Citado en Enzo Traverso, El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria, política, Ediciones Marciel Pons, Madrid, 2007, p. 23.

Partimos de esta premisa para afirmar que la crisis civilizatoria que ahora vivimos condiciona en gran medida la agenda de investigación de un historiador crítico en el siglo XXI. Esta crisis, que es de una naturaleza diferente a las crisis económicas y financieras que de manera recurrente se presentan en el modo de producción capitalista, engloba la totalidad de condiciones naturales y sociales que permiten la reproducción de la relación social capitalista y replantea en sentido profundo el presente y porvenir de la humanidad.
Esa crisis civilizatoria tiene múltiples manifestaciones, entre las que se destacan el trastorno climático, la destrucción de la biodiversidad y los ecosistemas, el fin de los combustibles fósiles, el agotamiento de las reservas de agua dulce, el desabastecimiento alimenticio relacionado con la destrucción de las economías campesinas, el crecimiento inusitado de las ciudades de miseria, el incremento de la desigualdad social y la generalización de viejas y nuevas formas de explotación de los seres humanos. Esta crisis civilizatoria marca un momento nuevo en la historia de la humanidad, en la medida en que el capitalismo se ha expandido por todo el planeta y destruye las condiciones ambientales y humanas que posibilitan su propia reproducción, hasta extremos nunca antes vistos.
Esto es un hecho que debe ser asumido por los historiadores críticos, puesto que se trata, para empezar, de tomar en cuenta los cruciales indicadores de trastorno climático (bautizados en forma por lo demás benigna como “cambio climático”) que se han conocido en estos días. Al respecto pueden evocarse un reciente información de tipo mundial: el jueves 9 de mayo de 2013 ha sido una fecha trágica para la humanidad, porque ese día se rebasó la cifra de 400 partículas por millón (400 ppm) de dióxido de Carbono (CO2) en la atmósfera, lo que constituye un salto hacia lo desconocido, a un punto de no retorno, de un alcance negativo verdaderamente imprevisible, si se reconoce que esto indica una modificación en la temperatura media del planeta de por lo menos cuatro grados centígrados en el futuro inmediato, es decir, en lo que queda del siglo XXI. En estas condiciones, en las próximas décadas conoceremos un mundo azotado por un aumento de las temperaturas, sequias prolongadas, escasez de agua y
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alimentos y millones de personas asoladas por el hambre y la desesperación2. Como lo ha dicho el climatólogo Ralph Keeling: “Se siente como si estuviéramos en el paso entre el pasado y el futuro. Estos hitos son como el cambio de milenio. Sabes que vas a llegar ahí, pero siempre lo ves lejano, en el futuro. Y ahora, aquí estamos, transitando a una nueva era”3.
Aunque no se le haya dado el despliegue que amerita, rebasar la cifra de 400 ppm constituye un acontecimiento de las mismas proporciones que el lanzamiento de la primera bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima el 6 de agosto de 1945, con lo que se abrió el camino a la proliferación nuclear y a la posibilidad de destruir el mundo no una sino varias veces. Los dos hechos marcan un punto de inflexión en la historia del género humano.
Podría pensarse que estamos hablando de algo que es muy distante de nosotros, pero por desgracia no es así, puesto que algunos indicadores ambientales sobre nuestro país confirman la gravedad del asunto. Un primer dato sobre la amazonia. Según el mexicano Mario Molina, Premio Nobel de Química, al ritmo actual de destrucción la selva más importante del mundo va a desaparecer en los próximos 30 años. Esta no es ninguna afirmación catastrofista, sino por desgracia muy realista, como lo constatan datos complementarios sobre la destrucción de ecosistemas en la amazonia colombiana:
De acuerdo a la última versión del Índice Amazonas 2030, que mide de 0 a 100 (siendo 0 el peor escenario y 100 el mejor) el estado actual de los departamentos de la región, Caquetá, Guainía, Guaviare, Meta, Nariño, Putumayo, Vaupés y Vichada califican con menos de 50 puntos en cuanto la protección de sus ecosistemas por factores como deforestación, minería, construcción de carreteras y uso de las áreas de bosque para otros fines como agricultura y ganadería. Tal vez el escenario más complejo lo tiene Putumayo, departamento que obtuvo 15,16 puntos en transformación de sus ecosistemas4.
Un segundo dato sobre los glaciares en Colombia es igualmente desolador: de 14 glaciares que había en el país en el siglo anterior solamente quedan 6 y desde 1850 su área total cayó de 374 kilómetros cuadrados a 43. A esto habría que agregar que sin glaciares se reduce o desaparece el agua que abastece al país de norte a sur, lo cual agrava los problemas de hambre y miseria de la mayor parte de nuestra población5.
2. Josep Fontana, El futuro es un país extraño. Una reflexión sobre la crisis social de comienzos del siglo XXI, Editorial Pasado y Presente, Barcelona, 2012, p. 153.
3. Citado en Ana Cecilia Escobar, Niveles de dióxido de carbono alcanzan peligroso récord, en bitsenimagen.com/niveles-de-dioxido-de-carbono-alcanzan-peligroso-record
4.“Grave advertencia de un Nobel sobre la amazonia”, El Espectador, junio 4 de 2013.
5. semana.com/nacion/articulo/lloran-glaciares/345778-3
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Estos hechos deben llevar a los historiadores a estudiar la magnitud del ecocidio que se ha presentado en los territorios americanos en general, y en Colombia en particular, lo que quiere decir que es urgente efectuar una historia ambiental, en la que se describan y analicen los procesos de destrucción y saqueo que se han llevado a cabo en nuestro territorio y que se proyectan hasta el presente, actualizados por lo demás por la tan mentada “locomotora minera” y también, desde luego, se recuperen algunos procesos de preservación ambiental, con la finalidad de escudriñar probables caminos alternativos a la hecatombe climática en marcha, aunque un problema de tal magnitud no pueda solucionarse en el ámbito local, si es que todavía existiera tiempo para resolverlo. En el mismo sentido, tendrían que efectuarse investigaciones específicas sobre modificaciones climáticas y su impacto en la vida social, sobre lo cual ya se han hecho algunos estudios para el caso europeo y la incidencia de la expansión mundial del capitalismo en las modificaciones climáticas en varios continentes. Al respecto se podrían mencionar a manera de ejemplo las investigaciones de Brian Fagan y de Mike Davis6. Para terminar con este tema tan abrumador quiero recordar estas palabras de Antonio Turiel, un científico español:
Cuando acabo de explicar éstos y algunos otros argumentos sobre el futuro energético, a mis interlocutores suele embargarles un estado de frustración y desesperanza (cuando no de incredulidad). En esencia, me dicen, mi discurso es muy catastrofista, y por ese motivo no puede ser creíble. Y ése es el problema de esta sociedad infantilizada: que no es capaz de encarar como un adulto crudas verdades objetivadas con datos y que necesita ver un futuro edulcorado, con happy end. Sin embargo, mi discurso no es de desesperanza y de apocalipsis; no estoy hablando del fin del mundo, pero sí del fin de este mundo, de esta manera de hacer las cosas. La humanidad no está condenada a colapsar y desaparecer si, aunque fuera tan sólo por una vez, actuase con entereza e inteligencia7.
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En consonancia con la crisis civilizatoria vale la pena considerar el impacto destructivo en términos ambientales y humanos de las economías exportadoras, que otra vez han adquirido fuerza en América Latina y en Colombia. En ese sentido adquiere renovada actualidad el estudio de los enclaves, un viejo tema de la historiografía latinoamericana de las décadas de 1960 y 1970 y cuya importancia parecía ser una pura curiosidad de
6. De Brian Fagan, La pequeña edad de hielo. Cómo el clima afectó a la historia de Europa, 1300-1850, Editorial Gedisa, Barcelona, 2008; El largo verano. De la era glacial a nuestros días, Editorial Gedisa, Barcelona, 2007; El gran calentamiento. Cómo influyó el cambio climático en el apogeo y caída de las civilizaciones, Editorial Gedisa, Barcelona, 2007; La corriente del niño y el destino de las civilizaciones. Inundaciones, hambrunas y emperadores, Editorial Gedisa, Barcelona, 2010; Mike Davis, Los holocaustos de la era victoriana tardía. El niño, las hambrunas y la formación del Tercer Mundo, Universidad de Valencia, Valencia, 2006.
7. Antonio Turiel, “El declive energético”, en Mientras Tanto, No. 17, Barcelona, 2012, p. 24.
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algunos investigadores de la historia económica, en la medida en que los procesos de industrialización y el llamado desarrollo hacia adentro habrían superado las limitaciones de ese tipo de estructuras, propias de la vinculación de nuestro continente al capitalismo durante el largo siglo XIX. Sin embargo, otra vez, ante los procesos de desindustrialización, la imposición del libre comercio, y la reprimarización de las economías latinoamericanas han reaparecido los enclaves y se ha acentuado la extracción de materias primas minerales, con lo que se repite una historia ya conocida de saqueo y expoliación de la naturaleza y de explotación intensiva de seres humanos en las economías de tipo extractivo.
En el caso colombiano, las diversas fracciones de las clases dominantes han asumido como proyecto común el abrir el país a la inversión de capital por la vía de la entrega sin condiciones de los recursos minerales y energéticos con la vana pretensión de convertirnos en una “potencia minera”, similar a Perú o Chile, lo que prácticamente nos retrotrae a la época de la dominación colonial. El extractivismo viene acompañado en nuestro país de una apertura incondicional a las empresas transnacionales, de facilidades jurídicas y legales a la inversión extranjera, de apoyo militar por parte del Estado para que esas empresas ocupen importantes franjas del territorio nacional, de expulsión de campesinos, afrodescendientes y pobladores locales, de financiación de grupos paramilitares por parte de empresarios nacionales y extranjeros (como se demuestra con los ejemplos de la Drumond y Chiquita Brands).
Esta realidad debería convertirse en un estímulo para revisar una parte de la historia económica del país, en especial en aquellos tópicos relacionados con el imaginario de enclave que ha persistido en la explotación de los bienes comunes de tipo natural, incluso en las regiones y lugares en los que se implementó una seudo nacionalización, como sucedió con el petróleo en los territorios de Barrancabermeja o Tibú.
Además, las economías de enclave demuestran la vitalidad de conceptos que se creían superados, como los de imperialismo, dependencia, intercambio económico desigual, explotación, entre otros, que han sido desterrados de las ciencias sociales y de la historiografía, y que deberían utilizarse y renovarse en concordancia con las modificaciones del capitalismo y con las nuevas formas de colonización en marcha.

En el mismo sentido de considerar la incidencia del presente en una agenda de investigación, y cambiando en forma aparente de énfasis, habría que considerar, ahora que se vuelve a hablar de paz en Colombia, las razones y mecanismos que explican que en este país se haya entronizado y mantenido durante siete décadas un modelo de terrorismo de estado de larga duración, similar al de Israel y tal vez sólo superado por el terrorismo internacional de los Estados Unidos.
Porque, hay que plantearlo claramente, la violencia endémica que ha acompañado la historia nacional desde mediados de la década de 1940 no se encuentra en los genes de los colombianos o algo por el estilo, sino que está relacionada con un tipo de capitalismo de tintes gansteriles, que se ha impuesto a sangre y fuego, y ha beneficiado a una minoría insignificante de la población, mientras que la gran mayoría ha soportado el despojo, la persecución y el crimen.
Es ese terrorismo de Estado el que debería estudiarse, para reivindicar, entre otras cosas, una visión de la historia que recupere el sentido y la proporción de los procesos reales, puesto que el revisionismo histórico de derecha de las clases dominantes –en el que descuellan los terratenientes, asesorados por algunos académicos e historiadores– intentó implantar un “nuevo” sentido común: la ocurrencia de que aquí no habían razones históricas que explicaran el origen y desarrollo del conflicto armado, sino que solamente se debía a la mala voluntad de los “violentos” que asedian a la “democracia colombiana”.
Con este sofisma que se mantuvo durante cerca de 10 años en Colombia, y que siguen reproduciendo los medios de desinformación de masas, se pretendían desconocer las razones históricas, económicas, políticas y sociales, que explican la violencia contemporánea en nuestro país. No sobra recordar que el conflicto armado es una expresión de un conflicto social más amplio, en el que juegan un papel central el monopolio de la tierra y la exclusión política de los adversarios distintos a las fuerzas políticas tradicionales, algo claro durante el Frente Nacional, cuando aparece la insurgencia armada.
Este terrorismo de Estado se basa en la utilización de diversos mecanismos, propios del capitalismo gansteril, como lo analiza y denuncia con gran lucidez y valentía el sacerdote Javier Giraldo, quien destaca lo que él denomina las cuatro murallas: la cultural-

mediática, la económica, la política y la paramilitar. Este análisis de las cuatro murallas que bloquean e impiden cualquier camino hacia una paz real y con justicia social, se constituye en una importante propuesta metodológica, no sólo de carácter sociológico para acercarnos a nuestro presente, sino de índole histórica, para estudiar la historia contemporánea de Colombia. En efecto, este es un llamado a considerar los diversos aspectos, a partir de una visión integral del funcionamiento de una sociedad profundamente injusta como lo es la nuestra, que ayudan a explicar por qué se mantiene y se reproduce en todos los ámbitos el terrorismo de Estado, como mecanismo estructural para preservar la desigualdad.
Todas estas murallas hacen parte integral de la antidemocracia colombiana, entre las cuales adquiere un relieve especial la muralla paramilitar, una estrategia de larga duración de las clases dominantes del país y del Estado, lo cual no puede considerarse como un mecanismo episódico o una toma parcial del Estado por esos grupos criminales, sino más bien que éstos han sido creados, financiados y respaldados por y desde el Estado. Lo que sucede es que esta muralla se camufla y oculta “tras ropajes andrajosos de delincuencia común que nunca han podido ocultar su vergüenza deslegitimante del Estado”8.
El desentrañamiento de esta muralla paramilitar, como un componente esencial del terrorismo de Estado, debería rastrearse en nuestra historia mediante la investigación crítica e independiente. Ello podría servir para tomar distancia respecto a las nociones en uso, impulsadas entre otros por el mismo Estado genocida colombiano a través de instituciones burocráticos sobre la memoria, en las que se ha impuesto la idea que el Estado sería una víctima indefensa y presa de la acción de los “violentos” (como ha quedado establecido en la Ley 1448 de 2011, más conocida como Ley de Víctimas). A su vez, esto podría ayudar a entender las razones que explican por qué las clases dominantes de un país en el que la violencia oficial y paraoficial ha alcanzado niveles de sadismo difíciles de imitar (recurriendo, entre otras cosas, a la utilización de hornos crematorios al estilo nazi), se presenta como prototipo de la democracia más sólida y civilista de América Latina.
8. Javier Giraldo, Al oído de los que dialogan por la paz, mayo 19 del 2013, disponible en rebelion.org/docs/168471.pdf

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En una propuesta como la que venimos haciendo desde hace algún tiempo sobre el rescate de una historia desde abajo resulta primordial darle la voz a los vencidos de todos los tiempos, si nos atenemos a esta sugerencia de Walter Benjamin: “Más difícil es honrar la memoria de los sin nombre que la de los famosos […]. La construcción histórica está consagrada a la memoria de los sin nombre”9.
En esa perspectiva, un historiador crítico debe rescatar, con toda la dificultad que supone, las luchas, proyectos y alternativas que en distintos momentos de nuestro devenir histórico han planteado las clases subalternas. Y eso, nuevamente, adquiere importancia en el contexto actual de nuestro país, cuando se habla de 5.5 millones de personas como víctimas del conflicto armado, y en el momento en que el término de “víctima” es aceptado por el mismo Estado terrorista en Colombia, para lavar su imagen y revisar la historia, y para presentarse como una víctima más y no como un victimario. Sucede como si el Estado al rendir homenaje selectivo a la memoria de algunos vencidos –presentados como víctimas– no tuviera que rendir cuenta sobre los valores y las motivaciones de sus actos como ente terrorista y llegar al extremo de poner en el mismo plano, en una especie de memorias simétricas y compatibles, a los verdugos y a los vencidos, con lo que se igualan las causas de sus actuaciones10. De esta manera, se pierde el sentido de la historia, porque las razones por las que han sido asesinados miles de hombres y mujeres en Colombia se habrán disuelto en la bruma de la confusión y el olvido, y se tornan incomprensibles para las generaciones presentes, como si por arte de magia ahora esta sociedad fuera justa y democrática.
El cuestionamiento al uso acrítico y mediático de la palabra víctima, como lo ha empleado recientemente la revista Semana, apunta a recalcar que con este vocablo se están enterrando los proyectos de los vencidos y se están negando sus reivindicaciones y sus luchas11. En contravía con la lógica que tiende a imponerse en nuestro país, deberíamos aprender de la experiencia de Argentina, país en el cual se ha llevado a la cárcel a muchos asesinos –como lo ejemplifica un criminal recientemente fallecido- y
9. Walter Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, Ediciones Desde Abajo, Bogotá, 2010, p. 55.
10. E. Traverzo, El pasado…, p. 45.
11. Revista Semana, No. 1622, 3 al 10 de junio de 2013.
9
donde se ha reconocido el carácter de los luchadores populares y se ha cuestionado en la práctica el mito reaccionario de los “dos demonios” (propagado por Ernesto Sábato), mito que tiende a imponerse en Colombia. El camino de Argentina es diferente a la lógica victimista que se ha impuesto como emulación de la jugosa “industria del Holocausto”. La experiencia argentina indica una vía posible para romper con el supuesto de que las personas asesinadas, desaparecidas, torturadas o exiliadas fueron víctimas pasivas porque no tenían ningún proyecto, ni poseían ninguna perspectiva política que los llevara a enfrentar la dominación y la explotación. Desde luego, en esta época de humanitarismo compasivo y mercantil, “ya no hay vencidos sino víctimas”12.
En Colombia se presenta lo que ya ha sucedido en otros países, como en España, y sobre otros períodos históricos (como la esclavitud o el anticolonialismo) donde “la redefinición de la memoria como proceso catártico de victimización nacional adquiere rasgos apologéticos que obstaculizan la elaboración de una mirada crítica sobre el pasado”13. Al respecto, nos parece pertinente la precisión de Alessandro Portelli cuando dice: “A diferencia de la víctima, el mártir no es inocente, se pone en juego a sí mismo cumpliendo conscientemente actos que se dirigen contra la legalidad impuesta por los opresores, y a sus ojos es siempre culpable (no sacrificado sino sacrílego)”14.
Por supuesto, con la generalización de la noción de víctima se impone cierto tipo de recuerdo y olvido, con lo que se evidencia que la cuestión de la memoria es un asunto esencialmente político, en el cual se disputa no sólo el control del pasado, sino del presente y del futuro. La memoria constituye un campo de batalla en el que se juegan no solamente interpretaciones sobre el pasado sino proyectos para hoy y mañana. Por esa circunstancia, la expropiación de la memoria de los vencidos y sus luchas es un objetivo prioritario de los vencedores, para erradicar cualquier semilla que brinde esperanza y consuelo de un mundo diferente, y para que se acepte el orden existente como el único posible y deseable. Esa expropiación equivale a un segundo asesinato, como ha sucedido con los mártires de la Unión Patriota: primero fue la muerte física, ahora es la muerte simbólica; en un caso se mata con las armas y las motosierras, en el otro con el olvido, la impunidad y el premio a los criminales, algunos de los cuales han llegado a ocupar los
12. E. Traverso, op. cit., p. 18.
13. Enzo Traverso, La historia como campo de batalla. Interpretar las violencias del siglo XX, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2012, p. 310.
14. Alessandro Portelli, La orden ya fue ejecutada. Roma, Las Fosas Ardeatinas, la memoria, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2004, p. 68.
10
más altos cargos administrativos del país, incluida la Presidencia de la República. Es decir, a los vencidos se les asesina por segunda vez, porque también hay, como alguna vez lo dijo el historiador Pierre Vidal-Naquet, asesinos de la memoria15.
Para los vencedores, en lugar de la memoria se impone el olvido y la amnesia o, cuando mucho, en el mejor de los casos, una memoria escolástica e institucional, que le rinde culto a las gestas de los “héroes” de las clases dominantes y que invita a la pasividad y la resignación porque nunca se podrá vivir de otro modo distinto al que impera ahora. Para los vencidos, la memoria tiene, por el contrario, un sentido subversivo, porque recupera los momentos en que los olvidados de siempre se rebelaron, lucharon e intentaron construir un orden diferente, otro mundo, en el cual no impere ni la desigualdad ni la injusticia. La memoria institucional pretende imponer el lema “No vuelvas a repetirlo”, porque si lo intentas siempre el resultado será igual, esto es, el fracaso y la derrota. La memoria de los vencidos busca demostrarnos que si alguna vez se consiguió algo, ahora también se puede lograr. En consecuencia, mantener el recuerdo de los derrotados no es poca cosa ni es algo insignificante, es una tarea política con sentido estratégico para que la rememoración de los que ayer lucharon se conviertan en la simiente que alimente las luchas de nuestro tiempo, para construir otro futuro.
La referencia por parte de los silenciados y discriminados ayuda a construir sentimientos de autoconfianza y valoración de sus propias capacidades y de las del grupo humano al que pertenecen. En resumen: “Así como el presente otorga un sentido al pasado, éste provee a los actores de la historia de un inmenso reservorio de recuerdos y experiencias sin las cuales no podrían trazar el futuro, formular sus expectativas, alimentar sus utopías”16.
En el caso de los vencidos se busca construir una memoria movilizadora que proporcione elementos esperanzadores para afrontar las luchas del presente, porque “sólo aquel que sabe mirar su propio pasado como el monstruoso producto de la compulsión y la necesidad será capaz de recuperarlo como algo valioso para sí mismo en el presente”17.
15. Pierre Vidal-Naquet, Los asesinos de la memoria, Siglo XXI Editores, México, 1994; Pierre Vidal-Naquet, La historia es mi lucha, Universidad de Valencia, Valencia, 2008, pp. 93 y ss.
16. Enzo Traverso, La historia como campo de batalla… p. 318.
17. Walter Benjamin citado en Susan Buck-Morss, Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el proyecto de los Pasajes, Editorial Visor, Madrid, 1995, p. 24, nota 3.

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