La reconciliación

La reconciliación

Por: SALUD HERNáNDEZ-MORA
Salud Hernández-Mora

Los muchachos que militaron en la organización criminal también rezan.






Mi película de reconciliación: En una casa sencilla de La Calera, propiedad de sus papás, Héctor Angulo, mi protagonista, organiza una reunión. El ambiente no es festivo, pero tampoco tenso. Los invitados son sus hermanos, cuñados, sobrinos y exguerrilleros de las Farc.
Antes de nada, celebran una misa en memoria de los abuelos. Los Angulo piden a Dios que los ayude a recordar con alegría a sus viejos y a perdonar a los farianos que están con ellos.
Los muchachos que militaron en la organización criminal también rezan. Piden que sus compatriotas perdonen el espantoso sufrimiento que infligieron; que Dios les borre el resentimiento hacia una clase dirigente frívola e indolente que no se preocupó de esa Colombia pobre y rural donde crecieron; no odiar a los mandos que los engañaron y que la familia con la que comparten pueda mirarlos sin rencor.
Concluida la ceremonia, entran a la sala. Muchos se sientan en el piso porque no hay espacio. Ver a hijos y nietos apiñados, es una escena que los abuelos Angulo soñaban repetir muchos domingos en su vejez.
Se produce un silencio espeso y triste, hasta que Héctor hace un gesto a un exguerrillero.
Con los ojos a veces clavados en el suelo, consciente de la importancia de su misión, comienza a relatar cómo secuestraron al matrimonio, cómo a la señora le costaba caminar por las montañas imponentes, bellas, agrestes, de la cordillera Oriental.
Habla después una mona, con cara de traviesa. Recuerda el día que condujo a una patrulla del Gaula hacia un paraje donde creía estaban los restos de los cuchos, y su tremenda frustración cuando no los hallaron. Luego desgrana los meses en que fue su guardián, cómo llegó a querer a la viejita, una regordeta entrañable, amorosa, que lloraba mucho pensando en el padecimiento de su familia, pero que siempre tenía detalles cariñosos con ella. Un amor que la guerrillera, admite con un nudo en la garganta, nunca conoció en su hogar.
Los hijos preguntan por anécdotas de su mamá y si es cierto que el papá intentaba hacerse el fuerte, darle esperanzas, ayudarla en las largas caminatas. La muchacha intenta responder, pero la abruma la situación.
El guerrillero de más edad siente llegado el momento de tomar el relevo, pero le cuesta arrancar. Es consciente de que el suyo es el relato más descarnado, terrible, pero el más esperado, el que Héctor ha perseguido de manera incansable por más de dos lustros.
"Un día los llevamos con otros secuestrados", rememora. "La abuela iba descalza porque las botas pantaneras no le entraban por lo hinchadas que tenía las piernas. Le reprochaba a Dios su tortura, gritaba que no podía resistir más. Los otros cautivos la consolaron hasta que se tranquilizó. Al día siguiente los llevamos a los dos monte arriba".
El Ejército les pisaba los talones -sigue contando- y los viejos iban exhaustos. Había que tomar una decisión. "Seguir con ellos suponía dejarse capturar; soltarlos para que los militares los rescataran, un imposible porque la orden era matarlos antes que libres." Por eso, él los ultimó. "Prometo llevar a Héctor a la fosa donde los enterramos. Comprendo que quisieran que nos pudramos en la cárcel, lo merecemos; por eso agradecemos que Colombia nos dé otra oportunidad".
El exguerrillero agacha la cabeza. "Lo que hicimos es terrible, no hay palabras para describir ese injustificable horror, pero les rogamos que nos perdonen." Héctor Angulo se seca las lágrimas y estrecha la mano de los exguerrilleros. "Odiar nos destruye. Yo los perdono, aunque no es fácil." Uno a uno, el resto de los Angulo imita su ejemplo.



NOTA. 27 de septiembre, El Nogal, cena para promover 'Una vaca por la paz', de Fundagán.

Salud Hernández-Mora
Fuente:eltiempo.com