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Esta guerra la perdimos

La guerra contra las drogas se perdió. Lo han dicho expresidentes latinoamericanos, lo dicen entre dientes funcionarios en ejercicio desde Estados Unidos hasta Argentina y lo ratifican, con su sangre, los casi 45 mil muertos que ha dejado, solo en México y desde 2006, la lucha frontal y armada contra los carteles de las drogas.

Kofi Annan, exsecretario de la ONU, lo reconoció también y fue categórico al afirmar que la manera de enfrentar el tráfico y el consumo de drogas impuesto por Estados Unidos había fallado y que hoy los adictos y la producción siguen en aumento. Salta entonces una pregunta que se repite cíclicamente: ¿Será entonces el momento de la legalización?

Despenalizar las drogas de manera completa e inmediata es obviamente irresponsable y poco viable, pero es un hecho que la forma en la que se ha encarado el problema en las últimas cuatro décadas, encarcelando a los consumidores y enfrentando militarmente a sembradores y distribuidores, necesita un redireccionamiento urgente.

Que se reconozca que la guerra contra las drogas se perdió no quiere decir que se claudique ante organizaciones criminales que han manchado de sangre tanto a países productores como a consumidores. Significa, por el contrario, que hay que escribir nuevamente la estrategia que permita acabar con la violencia en su producción y considerar a los adictos, enfermos.

No existe quizá en el mundo un país que, como el nuestro, conozca más de cerca las desgarradoras consecuencias de ser un territorio productor de drogas ilícitas. El enfrentamiento a los grandes carteles desgarraron a la sociedad y tras cantar victoria por la muerte o el arresto de los principales capos, la realidad fue la atomización de los productores y distribuidores en pequeños carteles más discretos pero igual de violentos y poderosos.

Hoy es México el que está en la mira como el territorio más afectado por la manera de enfocar la lucha antidrogas. Su nivel de violencia pone cada día un listón más alto y destruye a pasos agigantados la nación.

El presidente Felipe Calderón ofreció en 2006 una guerra sin cuartel a los narcotraficantes. Cinco años y casi 45 mil muertos después, un agotado Calderón reconoció que quizá el camino empleado no es el correcto. Hace un mes, y tras otra de tantas masacres ocasionadas por la narcoguerra, el mandatario mexicano sorprendió al decir que era momento de que Estados Unidos pensara en algún tipo de legalización de la droga para disminuir la violencia.

El expresidente colombiano César Gaviria y sus pares de Brasil y México, Fernando Henrique Cardoso y Ernesto Zedillo, fueron en la misma dirección a principios de este año cuando narraron que su experiencia individual demostró que una lucha militar contra los narcotraficantes se alargará indefinidamente y solo ampliará la fila de los asesinatos. Hablaron de descriminalizar el consumo.

El presidente Barack Obama reconoció al menos que la demanda de su país necesita igual o mayor trabajo para ser detenida que la que países como el nuestro o México han dado desde hace más de 40 años. Para todos es claro que su consumo es raíz de una violencia latinoamericana que solo muta de país en país pero que no se erradica.

El consumo, tanto de las "drogas blandas" (cannabis) como de las "fuertes" (heroína, cocaína o metanfetaminas) se incrementó considerablemente en los últimos años en Estados Unidos. Incluso, si la producción de drogas desde México decayera, la fuerza consumidora estadounidense no tardaría en encontrar otra fuente para saciar su adicción.

La guerra contra las drogas tiene llenos los cementerios de Latinoamérica y abarrotadas las cárceles en E.U. pero el problema en vez de disminuir se incrementa.

En la agenda de Estados Unidos no está ni siquiera cerca la posibilidad de la legalización de las drogas "blandas", pero el creciente poder de países emergentes, da luces sobre lo que puede ser la lucha antidrogas en las siguientes décadas. Hay esperanzas de que ellos se sumen al grupo que considera que la forma actual de guerra contra las drogas ya se perdió.