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Cuando Cepeda Samudio entrevistó a Garrincha, a finales de los 60, ya Garrincha iba de vuelta por la vida.
Jugaba en el Júnior. Quemaba sus últimas gambetas. Luego, dirían, se dedicó a cobrar unos cuantos dólares por partido en Italia. Su chofer era un tal Chico Buarque. Lo habían tildado de retrasado mental en la Copa del Mundo de 1958. El médico de Brasil le había presentado un informe al técnico, Vicente Feola, que concluía con un lapidario “No puede jugar”. Y sin embargo, Garrincha fue genio y figura de aquel equipo. Y luego, del Brasil del 62. Todos fueron campeones por él, comenzando por Pelé. Todos fueron campeones por su gracia, por su desequilibrio. Y las mujeres y los hombres lo buscaban tiempo después y le llevaban sus hijas para que les hiciera un hijo. Y las brujas le pedían una muestra de pelo, de piel, de ropa, de lo que fuera para hacer pócimas de genio marca Garrincha. Él se prestaba. Era un tipo ingenuo, un hombre del pueblo que jugaba fútbol, “un payaso al que le pagan para que haga bien su trabajo”, como le confesó a Cepeda Samudio. O un garrincha, “un pájaro que no sirve para nada”, como se lo enseñó una de sus hermanas cuando Manoel dos Santos era apenas un niño. En la vida, en la calle, fue futbolista, ídolo, borracho, mujeriego, niño y loco. Eso era lo que le pedían en la cancha también. Que fuera loco, que inventara, que actuara como niño a veces, que sorprendiera. Por su locura lo aplaudieron y lo señalaron. Por su locura terminaron por censurarlo y apartarlo. El público, los periodistas y los políticos, los empresarios y los ciudadanos lo inventaron. Después, lo enterraron. Un día Pelé se cruzó con él en un Carnaval. Iba vestido con la franela número siete de Brasil, como emblema de una carroza. Sudaba. Balbuceaba una vieja canción. “Pelé: soy yo, Garrincha”, gritó. Pelé no lo vio. No lo oyó. Diez años más tarde murió. Nadie supo de su muerte. Le colgaron un papelito de N.N., hasta que un mensajero dijo “pero si es Garrincha, Garrincha”. Era Garrincha. Un garrincha.
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Garrincha
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