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Ernest Hemingway: 50 Años de su muerte

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Imagen de 1948 que muestra al escritor sentado con su cuarta esposa, Mary, en la isla





El 2 de julio de 1961, temprano por la mañana, Hemingway se pegó un tiro en la boca con una escopeta. Se levantó la tapa de los sesos.
“Bien hecho“, comentó Juan Belmonte al conocer la noticia de la muerte de su amigo el escritor. El gran torero, que meses después también se suicidaría, sabía por qué lo había hecho. El código de ambos preveía en que se llega a un punto en que no da para más, en que no vale la pena seguir viviendo. Como decía el viejo torero de Muerte en la tarde, “la vida es un duro camino y al final esta la tumba”. Y así hay que tomarlo.

Pero, ¿en el mayor momento de gloria, a un hombre que pasó su vida desafiando la muerte, que sobrevivió a dos accidentes de aviación, ganador del Premio Nobel y del Pulitzer, qué lo llevó a quitarse la vida? Se habló de “problemas de salud mental“; concretamente, de que estaba loco.

Puede que sí, puede que no. También hay que darle algún crédito a la leyenda; y al propio Ernest Hemingway y a Belmonte. El escritor lo dijo en varias entrevistas a periodistas y lo puso, palabras más palabras menos, en boca de sus personajes de cuentos y novelas que repetían que cuando uno no puede follar, beber, pelear, escribir, lo mejor que puede hacer es pegarse un tiro en la boca.

Por qué no creerle a Hemingway. Quizás fue perdiendo de a poco esas capacidades y simultáneamente enloqueciendo. Y ni esto último; consciente de sus limitaciones físicas e intelectuales y con todas las botellas “escondidas” por prescripción médica, ese 2 de julio, de hace 50 años, madrugó en su casa de Idaho, agarró una escopeta y salió como quien sale a cazar, como él solía hacerlo tantas veces por las verdes colinas de África.
Medio siglo después, al cumplirse su aniversario, aquel magno escopetazo recobra notoriedad y con esta lo hacen diferentes historias, ciertas e inventadas, sobre la vida y la muerte del “ viejo” escritor que, visto a la distancia, murió bastante joven y por su propia voluntad.

Aniversarios

Por estas fechas, además son varios los aniversarios que de una forma u otra tienen que ver con el escritor norteamericano. Hace dos años, en Pamplona, festejaron el cincuentenario de la última visita de Hemingway a la ciudad y su última participación en la fiesta.
Fueron los Sanfermines del año de 1959, los del Verano peligroso, también lo último que escribió y público en vida Hemingway, relatando la rivalidad entre los diestros Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín.
Pero esta historia empieza seis años antes, cuando Ernest Hemingway, en 1953, por primera vez después de la guerra civil vuelve a España. Habían pasado 14 años. También vuelve a Pamplona y a los Sanfermines, a los que no iba desde 1931.

“Un huésped muy contento”

A mitad de camino entre Pamplona y San Sebastián, en la falda de la sierra de Aralar, está el pueblo de Lekunberri. A unos 34 kilómetros de Pamplona si se sale de la A 15 unos cientos de metros y se trepa por la sierra, llegará hasta el Santuario de San Miguel de Aralar, pero si se sigue hacia el llano y se toma por la calle principal del caserío se toparán con Hotel Ayestarán.
Ese fue el lugar elegido por Hemingway para hospedarse, junto a cinco amigos, a partir del 6 de julio de 1953, y dio como domicilio, según lo registró en el libro correspondiente con su propia letra, el Hotel Florida de Plaza del Callao de Madrid. Ese fue uno de sus dos cuarteles, el otro fue el célebre Hotel La Perla en la Plaza del Castillo, en Pamplona, para su penúltima fiesta de San Fermín, la octava después de haber pasado 22 años sin venir a los encierros. Tres días antes de la llegada del novelista, otro personaje ilustre había ingresado al Ayestarán: el príncipe Balduino de Bélgica. No se sabe quién recomendó el Ayestarán a Hemingway. Orson Welles fue otro de los huéspedes famosos del hotel, quizás haya sido él, o puede que a él se lo haya recomendado el escritor.
Ciertamente, Hemingway la pasó bien allí. Bebió mucho y comió bien, como siempre, y hubo que conseguirle bebidas y comidas especiales no previstas en la carta. Trajo amigos y hasta armó más de un alboroto que motivó quejas de otros huéspedes.
Tiempo después, Hemingway envió una foto tomada por él del frente del edificio del hotel, con su firma y la siguiente leyenda: “Al Hotel Ayastarán de un huésped muy contento”.


Un punto de partida

Por esos días, exactamente el 10 de julio de 1953, Hemingway conoció a Antonio Ordóñez, hijo de Cayetano Ordóñez, El Niño de la Palma, a quien el escritor había querido y desquerido y sobre quien había escrito mucho durante su anterior época en España. La noche de ese día, el torero y el novelista cenaron en el Hostal del Rey Noble, el restaurante más conocido por Las Pocholas, de las hermanas Guerendiáin, que estaba ubicado en el Paseo Sarasate 8, a pocos metros de la Plaza del Castillo. Muy cerca también de donde se ubica hoy un nuevo Las Pocholas, en el Hotel La Perla, en el 1 de la Plaza del Castillo, entrando y bajando la escalera o directamente por la calle Estafeta. Esa noche nació una amistad cultivada los años siguientes y que pesó luego en las crónicas para un Verano Peligroso.
Esas crónicas le fueron encargadas y muy bien pagas por la revista Life. Publicadas por entregas y reunidas en un libro, fue de lo peor que escribió Ernest Hemingway. Es que ya no podía escribir; entregó artículos demasiados largos, tres y cuatro veces mas extensos de lo que se había comprometido, no podía resumir -él que era especialista- y hubo que ayudarlo. Trabajó en ello muchos meses durante el año 60 en La Habana. Como consecuencia de dos accidentes de aviación sufridos en África cinco años antes, después de aquella visita a España, se melló su físico y su mente quedó algo embotada de tanto leer los cientos de necrológicas apresuradas que le habían dedicado. Por orden médica, no podía tener relaciones sexuales ni beber. Estaba comenzando a morir.


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Predeterminado Respuesta: Ernest Hemingway: 50 Años de su muerte

Otra noticia

Historias y combates del último gladiador literario

El autor de El viejo y el mar y ¿Por quién doblan las campanas? se pegó un tiro después de una vida marcada por un nomadismo frenético. La guerra, los toros, la pesca, los amores y el alcohol nutrieron una escritura que se hizo inmortal exaltando el instante.
Por Silvina Friera


Ultimo round de una leyenda: escribir también es callarse, aullar sin ruido. El era el macho que se había creado a sí mismo cazando, pescando, boxeando, toreando y combatiendo. Esa estampa virilizada no podía ser contaminada por el soplo crepuscular de la degradación física y mental, tanto más radical cuanto menos advertida. “El hombre puede ser destruido, pero jamás derrotado.” Esta frase de uno de sus personajes más paradigmáticos, Santiago de El viejo y el mar, podría ser su divisa antropológica. Como los héroes de sus ficciones –guerreros, cazadores, toreros, contrabandistas, aventureros de toda suerte y clase social– no claudicaría. Ya lo había intentado en otras ocasiones, como si hubiera pretendido encarnar lo escrito en uno de sus cuentos, “Un lugar limpio y bien iluminado”. Esta vez no admitiría otra prórroga al knock out que deseaba. Pero el silencio hace ruido. Siempre. Como un cajón cerrándose de golpe. Eso creyó escuchar su mujer, entre sueños, la madrugada del 2 de julio de 1961. Uno de los escritores norteamericanos más importantes del siglo XX, curtido en el fino arte de la necrológica antes de tiempo, esta vez lo hizo. Tal vez su cara era como una fiesta de la cual ya se habían ido todos. Ernest Hemingway, el autor de Adiós a las armas, decidió volarse la cabeza de un certero escopetazo, en su casa de Ketchum (Idaho), hace 50 años.

¿Cuántas veces estuvo en el umbral del knock out este nómada indómito con ganas de comerse el mundo, que había nacido en Oak Park, un suburbio de Chicago, en 1899? Pudo sortear casi todos los golpes fuertes, pudo esquivar a los heraldos negros que le mandó la Muerte, parafraseando al poeta César Vallejo. Hacia el final de la Primera Guerra Mundial, Hemingway se enroló como chofer de ambulancias en el frente de Italia. Una granada de mortero lo hirió de gravedad. El gran desafío de la escritura, postularía en un futuro lejano, sería “la lucha entre la cosa viva que es la experiencia y la mano muerta del embalsamador”. El jovencito impetuoso, convaleciente en el hospital de Milán, se enamoró de la enfermera Agnes H. von Kurowski, que le serviría luego de modelo para la protagonista de Adiós a las armas. Su pasión etílica le propinó otro porrazo. Hacia 1928 sufrió un accidente cuando se asomó al tragaluz del baño. Ezra Pound, medio en broma, medio en serio, comentaba que “debía estar muy borracho para caer hacia arriba”. Al anecdotario de tropezones habría que agregar el impacto que le provocó el suicidio de su padre y el palo que se pegó cuando chocó con su auto, acompañado por John Dos Passos. Pero la mejor –sin dudas– es que el propio escritor, antes de obtener el Premio Nobel de Literatura (1954), leyó las perentorias necrológicas que se redactaron, después de dos accidentes de avión consecutivos que sufrió mientras participaba en un safari africano.

Conviene eclipsar a esos tentadores heraldos de Hemingway para zambullirse en su formación y en sus obras. A los 18 años, entró a trabajar en el Kansas City, uno de los grandes diarios norteamericanos de posguerra. En las mesas de redacción aprendió a escribir frases breves que capturaron de inmediato la atención de los lectores, desechó el barroquismo retórico y desterró esos adjetivos inútiles que cuando no dan vida matan; recursos que pronto se erigirían en la columna vertebral de su poética. Siempre quiso ser escritor; el periodismo sería un ámbito de fogueo. La afectación lo irritaba. Prefería construir las frases como un cristal que logra provocar la emoción, pero sin anunciarla, relatando de manera precisa la experiencia capaz de causarla. “Si de algo sirve saberlo, siempre trato de escribir con el principio del iceberg –confesaba el escritor a la revista Paris Review, en 1958–. Hay nueve décimos bajo el agua por cada parte que se ve de él. Uno puede eliminar cualquier cosa que sepa, y eso sólo fortalecerá el iceberg. Si un escritor omite algo porque no lo sabe, habrá un agujero en su relato.” En el cuento, precisamente, aplicará esta técnica nueva: mostrar sólo una mínima parte de la historia y hacerla depender de una sólida realidad oculta bajo la diáfana superficie. Hemingway forjó una sólida escuela en la narrativa norteamericana que se prolongaría en autores como Raymond Carver o Richard Ford, herederos legítimos de la teoría del iceberg.


“Para escribir sobre la vida, ¡primero hay que vivirla!”, es una frase ciento por ciento de Hemingway. A contrapelo del emblema instaurado por Flaubert –quien advertía que para poder crear una obra un escritor necesitaba establecerse en un lugar tranquilo–, “el más borracho del mundo” viviría en una especie de nomadismo frenético. Si la guerra fue uno de los principales tópicos literarios de Hemingway, una década después tropezaría otra vez con una confrontación bélica mayúscula –quién dijo que no se vuelve a tropezar dos veces con la misma piedra– cuando asistió al estallido de la Guerra Civil Española (1936-1939), donde se comprometió con los republicanos españoles. No era un novato extraviado en un territorio desconocido. España fue un cimbronazo existencial mucho antes de esa contienda y de la publicación de ¿Por quién doblan las campanas? (1940), considerada una obra maestra de la literatura universal. Robert Jordan, el protagonista, es un dinamitero de las Brigadas Internacionales que comprenderá tempranamente que su intervención será inútil porque la guerra como tragedia colectiva seguirá su curso inexorable. “La guerra es el mejor tema: ofrece el máximo de material en combinación con el máximo de acción. Todo se acelera allí y el escritor que ha participado unos días en combate obtiene una masa de experiencia que no conseguirá en toda una vida”, escribió Hemingway en una carta dirigida a su máximo contrincante literario, Fitzgerald.
El mundo de los toros lo subyugó en el preciso momento en que lo descubrió, en los sanfermines de 1923. Hasta los años ’50, era común y corriente ver al escritor norteamericano asistir a las corridas de toros, a veces del brazo de otros mitos vivientes como Ava Gardner o Lauren Bacall. La prosa de Hemingway devino, si se permite la metáfora, en un toro de cuernos afiladísimos. Su cornada magistral –quien no ha sentido, al leerlo, que las letras bailan y arden delante de sus ojos– exalta el instante, a través de la repetición de palabras y frases, con una cadencia rítmica tan imitada como bastardeada. Pudo haber emulado, durante buena parte de la década del ’40, a los bartlebys que ha rastreado Enrique-Vila Matas, esos escritores cuya gloria o mérito consiste en no escribir más. Diez años estuvo sin publicar; recién en 1950 llegaría Al otro lado del río y entre los árboles –autoparódica narración de amor otoñal despreciada por la crítica de entonces– y dos años después el clásico El viejo y el mar, novelas escritas en Finca Vigía, la casa en La Habana (Cuba) donde vivió 21 años, entre 1939 y 1960.
“Su vida estuvo determinada por un sentido, a veces épico, a veces infantil, de la contienda”, afirma Juan Villoro en el prólogo a la reedición de El viejo y el mar, novela con la que obtuvo el Premio Pulitzer en 1953. El protagonista es un viejo pescador, Santiago, que lleva casi tres meses sin pescar; hasta que captura, luego de una titánica lucha de dos días y medio, un gigantesco pez al que ata a su pequeño bote. El anciano perderá ese botín al día siguiente, en otro combate no menos heroico, en las mandíbulas de los voraces tiburones del mar Caribe. En las ficciones de Hemingway cabalga una constante: hombres que se enfrentan, en una pulseada sin cuartel, a un adversario brutal. Más allá del resultado, el triunfo o la derrota, esas criaturas acceden a otra instancia gobernada por el orgullo y la dignidad. Aun en las peores tribulaciones y reveses, la conducta de un hombre puede mudar la derrota en victoria. Los imperativos categóricos de la ficción pronto perforarían los límites de las páginas. Aunque antes del fin, hubo un atajo inesperado.
En el sótano del Hotel Ritz de París aparecieron unos baúles viejos con manuscritos mohosos: los cuadernos de notas que Stein aconsejaba llevar consigo a Hemingway. El hallazgo lo animó a pasar en limpio lo que sería París era una fiesta, publicado póstumamente en 1964, texto en el que evocó sus inicios literarios en los cafés del Barrio Latino y sus contactos con los miembros de la Lost Generation. Las enfermedades minaban el cuerpo del escritor: ligera diabetes, hipertrofia del hígado, un curioso mal conocido como hemocromatosis, hipertensión, problemas serios en la vista. En 1960 se fotografió con el joven Fidel Castro para colocarse del lado bueno de la historia, donde no podía ni debía faltar. Pero se avecinaba una larga despedida. Partía de Cuba y regresaba al país donde había nacido para sumergirse en la ruta de la muerte: pérdida de la memoria, entradas y salidas de hospitales y una seguidilla de intentos de suicidios abortados. “Le demostraré lo que puede hacer un hombre y lo que es capaz de aguantar”, decía Santiago. Tal vez con la última chispa de conciencia de la dimensión ética y metafísica de ese combate, la sombra de Hemingway conquistó la inmortalidad de un tiro.


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Predeterminado Respuesta: Ernest Hemingway: 50 Años de su muerte

De ayer a hoy he leído como diez notas a propósito del 50º aniversario de la muerte del autor y esta es la mejor.

Máster, le le dejo el texto que escribió García Márquez un día después del suicidio de Hemingway (conpiracionistas: dizque el Fbi lo mató, o indujo su muerte... Vaya uno a saber)...

Un hombre ha muerto de muerte natural - Gabriel García Márquez

Esta vez parece ser verdad: Ernest Hemingway ha muerto. La noticia ha conmovido, en lugares opuestos y apartados del mundo, a sus mozos de café, a sus guías de cazadores, a sus aprendices de torero, a sus choferes de taxi, a unos cuantos boxeadores venidos a menos y a algún pistolero retirado.

Mientras tanto, en el pueblo de Ketchum, Idaho, la muerte del buen vecino ha sido apenas un doloroso incidente local. El cadáver permaneció seis días en cámara ardiente, no para que se le rindieran honores militares, sino en espera de alguien que estaba cazando leones en Africa. El cuerpo no permanecerá expuesto a las aves de rapiña, junto a los restos de un leopardo congelado en la cumbre de una montaña, sino que reposará tranquilamente en uno de esos cementerios demasiado higiénicos de los Estados Unidos, rodeado de cadáveres amigos. Estas circunstancias, que tanto se parecen a la vida real, obligan a creer esta vez que Hemingway ha muerto de veras, en la tercera tentativa.

Hace cinco años, cuando su avión sufrió un accidente en el África, la muerte no podía ser verdad.

Las comisiones de rescate lo encontraron alegre y medio borracho, en un claro de la selva, a poca distancia del lugar donde merodeaba una familia de elefantes. La propia obra de Hemingway, cuyos héroes no tenían derecho a morir antes de padecer durante cierto tiempo la amargura de la victoria, había descalificado de antemano aquella clase de muerte, más bien del cine que de la vida.

En cambio, ahora, el escritor de 62 años, que en la pasada primavera estuvo dos veces en el hospital tratándose una enfermedad de viejo, fue hallado muerto en su habitación con la cabeza destrozada por una bala de escopeta de matar tigres. En favor de la hipótesis de suicidio hay un argumento técnico: su experiencia en el manejo de las armas descarta la posibilidad de un accidente. En contra, hay un solo argumento literario: Hemingway no parecía pertenecer a la raza de los hombres que se suicidan. En sus cuentos y novelas, el suicidio era una cobardía, y sus personajes eran heroicos solamente en función de su temeridad y su valor físico. Pero, de todos modos, el enigma de la muerte de Hemingway es puramente circunstancial, porque esta vez las cosas ocurrieron al derecho: el escritor murió como el más corriente de sus personajes, y principalmente para sus propios personajes.

En contraste con el dolor sincero de los boxeadores, se ha destacado en estos días la incertidumbre de los críticos literarios. La pregunta central es hasta qué punto Hemingway fue un grande escritor, y en qué grado merece un laurel que a él mismo le pareció una simple anécdota, una circunstancia episódica en la vida de un hombre.

En realidad, Hemingway sólo fue un testigo ávido, más que de la naturaleza humana de la acción individual. Su héroe surgía en cualquier lugar del mundo, en cualquier situación y en cualquier nivel de la escala social en que fuera necesario luchar encarnizadamente no tanto para sobrevivir cuanto para alcanzar la victoria. Y luego, la victoria era apenas un estado superior del cansancio físico y de la incertidumbre moral.

Sin embargo, en el universo de Hemingway la victoria no estaba destinada al más fuerte, sino al más sabio, con una sabiduría aprendida de la experiencia. En ese sentido era un idealista. Pocas veces, en su extensa obra, surgió una circunstancia en que la fuerza bruta prevaleciera contra el conocimiento. El pez chico, si era más sabio, podía comerse al grande. El cazador no vencía al león porque estuviera armado de una escopeta, sino porque conocía minuciosamente los secretos de su oficio, y por lo menos en dos ocasiones el león conoció mejor los secretos del suyo. En El viejo y el mar -el relato que parece ser una síntesis de los defectos y virtudes del autor- un pescador solitario, agotado y perseguido por la mala suerte logró vencer al pez más grande del mundo en una contienda que era más de inteligencia que de fortaleza.

El tiempo demostrará también que Hemingway, como escritor menor, se comerá a muchos escritores grandes, por su conocimiento de los motivos de los hombres y los secretos de su oficio. Alguna vez, en una entrevista de prensa, hizo la mejor definición de su obra al compararla con el iceberg de la gigantesca mole de hielo que flota en la superficie: es apenas un octavo del volumen total y es inexpugnable gracias a los siete octavos que la sustentan bajo el agua.

La trascendencia de Hemingway está sustentada precisamente en la oculta sabiduría que sostiene a flote una obra objetiva, de estructura directa y simple, y a veces escueta inclusive en su dramatismo.

Hemingway sólo contó lo visto por sus propios ojos, lo gozado y padecido por su experiencia, que era, al fin y al cabo, lo único en que podía creer. Su vida fue un continuo y arriesgado aprendizaje de su oficio, en el que fue honesto hasta el límite de la exageración: habría que preguntarse cuántas veces estuvo en peligro la propia vida del escritor, para que fuera válido un simple gesto de su personaje.

En ese sentido, Hemingway no fue nada más, pero tampoco nada menos, de lo que quiso ser: un hombre que estuvo completamente vivo en cada acto de su vida. Su destino, en cierto modo, ha sido el de sus héroes, que sólo tuvieron una validez momentánea en cualquier lugar de la Tierra, y que fueron eternos por la fidelidad de quienes los quisieron. Ésa es, tal vez, la dimensión más exacta de Hemingway. Probablemente, éste no sea el final de alguien, sino el principio de nadie en la historia de la literatura universal. Pero es el legado natural de un espléndido ejemplar humano, de un trabajador bueno y extrañamente honrado, que quizá se merezca algo más que un puesto en la gloria internacional.

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Última edición por Athos a secas; 02-07-2011 a las 12:22:44
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Predeterminado Respuesta: Ernest Hemingway: 50 Años de su muerte

buen dato men.

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Predeterminado Respuesta: Ernest Hemingway: 50 Años de su muerte

El nombre de este señor de una me llevo con mi mente a la biblioteca casera y efectivamente entre los libros de esta uno llamando libro El viejo y el mar de este señor, buen aporte viejo

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