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|  [PARA QUE LO LEAN LOS QUE ME ATACAN] 'Dale, me gusta si lo odias'
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 | El acosos por medio de internet es una práctica que, no por ser virtual, resulta menos nociva. Un fenómeno que pareciera crecer al mismo ritmo que lo hace la red
En octubre 16 de 2006, Megan Taylor Meier, una adolescente norteamericana de 13 años, se conectó a MySpace. Luego lloró y discutió con su madre. “Me están diciendo que soy gorda. Que soy una puta”. Su mamá, luego, la encontró colgando en el clóset de su cuarto; se ahorcó con un cinturón.
A Phoebe Prince, de 16 años, irlandesa, también le gritaron puta. Se lo dijeron demasiadas veces. Y demasiadas veces ella dijo que no le importaba, que estaba bien. Se lo repitieron en el colegio, en clase, mientras caminaba a su casa, en redes sociales. Puta, puta, puta. Prince se colgó en el apartamento de su familia, en el hueco de la escalera. Su cuerpo lo encontró su hermana menor, el 14 de enero de 2010. Después de su muerte, alguien escribió en su página de Facebook: “Misión cumplida”.
En enero de este año, Carolina Picchio, de 14 años, italiana, escribió en su perfil de Facebook que ya no podía más, que no era suficientemente fuerte. Ese día recibió 2.600 mensajes insultándola por Whatsapp, un servicio de mensajería instantánea para dispositivos móviles. Saltó desde la ventana de su cuarto y murió.
Ejemplos extremos de una modalidad nueva para la vieja práctica del acoso: el hostigamiento excesivo que puede llevar al abandono de cualquier esperanza. Ciberacoso es la palabra que nombra un comportamiento que, sin la posibilidad de lanzar golpes, de causar heridas físicas, suele apuntar generalmente a la destrucción de la reputación.
Siempre un asunto valioso, la reputación pareciera ser el ítem más importante en un modelo social basado en estadísticas de tráfico en línea: números de me gusta en Facebook, seguidores en Twitter, fotos seleccionadas como favoritas en Instagram, y así todos números muy útiles, para vender avisos publicitarios y atraer inversionistas, pero quizá demasiados volátiles para definir el estado social de una persona, el estado real de sus afectos.
“Dale, me gusta si lo odias”. Casi 60 personas respondieron al llamado. Si un pequeño niño que no quiere ir a clase, más de medio centenar de personas dicen odiarlo. Suena como una razón poderosa, intimidante.
Tres años de acoso, un difamador incansable que una y otra y otra vez reparte mentiras acerca de alguien. Al principio, una mala broma. Poco después, una molestia. Algún tiempo luego, casi una tortura. “Es difícil entender que alguien cuyos motivos desconoces está empeñado en indisponerte con, y alejarte de, otras personas”, escribió Alfredo Gutiérrez Borreo, la víctima de un acoso que ya con años de extensión es mucho más que una presencia desagradable.
El desprestigio público es un asunto antiguo. La aprobación social es probablemente uno de los factores de cohesión social más primitivo que hay; un método por el cual quizá se establece cierto sentido de pares, sujetos cuya opinión ayuda a moldear el perfil social de alguien si es parte válida de una comunidad o no.
El cambio esencial en esta práctica es la escala, el alcance. Una verdad que resulta obvia, pero que a la vez no parece ser medida en sus justas proporciones. Lo que sucede en la red puede ser tan real como aquéllo que ocurre fuera de ella. Un estudio con 2.000 estudiantes del sistema de educación pública en Estados Unidos encontró que las víctimas del abuso en línea tenían una tendencia casi dos veces mayor a suicidarse que el resto de los jóvenes. Suena algo evidente, pero no toda forma de acoso da como resultado acabar con la propia vida.
A medida que más personas son introducidas a la era digital, este comportamiento se convierte en un asunto más común, incluso viral dirían algunos. En algunos países, la legislación contempla este tipo de comportamiento como incitación al odio y no como libertad de expresión. Las redes sociales más reconocidas establecen estos hechos como causa para cerrar una cuenta, aunque en algunos episodios, estas mismas plataformas han sido condenadas por no retirar a tiempo material ofensivo. En Italia, el país en donde se suicidó Picchio, las denuncias formales por este comportamiento suman 54 en lo corrido de este año; en 2012, las autoridades recibieron un total de 30 casos de este tipo.
El asunto puede que no se solucione con más vigilancia en la red: el punto no es acabar con lo poco que queda de anonimato en Internet, identificarlos a todos para controlarlos no parece ser una política deseable. Si la vigilancia y la represión garantizaran algo, Colombia podría ser el país más seguro del mundo.
¿Soluciones? Tal vez muchas y ninguna. ¿Cómo enseñarle a alguien a ser mejor persona?, como lo dijo un filósofo: “el infierno son los otros”. Lo dice una madre cuyo hijo era acosado en redes sociales: “Hay que lidiar mejor con el narcisismo que se desprende de Internet (el que mide la vida por el número de amigos en Facebook, por ejemplo) y, además, todos debemos ser responsables de lo que hacemos en línea”.
Por: Santiago La Rotta
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