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ALBAFIKA DE PISCIS
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Predeterminado Respuesta: Asesinos en serie megapost

Destripando y amputando: Garavito aumenta su crueldad
En 1993 Garavito comenzó a abrirles (mientras estaban vivos) el abdomen a los niños. Era un corte extenso, lo suficientemente profundo como para destrozarles el ******o digestivo pero no como para quitarles la vida. De aquella y otras crueldades fue testigo la aterrorizada capital colombiana de Bogotá.

El autor de los asesinatos, el hombre que le arrancó los pulgares a ocho niños (no lo repitió con más por temor a ser descubierto), planeó cada crimen tras el cristal de una ventana en los rojizos, empobrecidos y tupidos barrios de ladrillo del sur oriente de Bogotá. Al respecto, Garavito cínicamente expresó: ‹‹Eso lo hice yo. Sentía placer al hacerle esto a los niños, aparecían con los intestinos afuera… yo quedaba tranquilo. Claro que pensaba, “ese placer fue a costa del dolor de todos estos angelitos”, como les digo yo. Yo lo titularía “El Silencio de los Inocentes”. Estando matando niños me vi esa película como cinco veces.››

Sin embargo no todas las víctimas de Garavito fueron, como diría el habla popular, “pan comido”. Así, a fines de 1993 en la localidad de Tulúa, Garavito estaba bebiendo una botella de “Aperitivo de la Corte” (su licor favorito, lo adoraba) cuando de pronto vio a un niño que deambulaba con su bolso por la terminal. El niño tenía doce años y se había quedado dormido en el bus, por lo que no se bajó cuando debía y ahora estaba perdido. Garavito vio que tenía una oportunidad y, con engaños, aparentó que ayudaría al niño, compró más botellas de “Aperitivo de la Corte”, le brindó al niño una buena cantidad y luego lo llevó por la carretera bien lejos, se desvió, cruzo una zanja y allí, en el campo, amarró al niño y le quitó la ropa. Iba a seguir cuando un mal olor lo detuvo. Era un olor nauseabundo, propio de algo podrido, un olor que no lo dejaría seguir en paz con su pervertido plan hasta que no averiguase de qué se trataba. En realidad eran restos de algo muy familiar, solo que Garavito, para fortuna del niño, no recordaba que había dejado exactamente allí, tal y como cuenta: ‹‹Busco a ver qué era, sin que el niño se diera cuenta, y sí, allí observo un cráneo, unos restos de otros menores que días antes había llevado, estaba esa calavera, y yo en estado de “enlagunamiento”. Después de tener al menor amarrado me pide que lo suelte. Lo suelto, el niño también toma conmigo y lo acaricio. No sé en qué momento él se armó con el cuchillo y se me abalanzó. Yo se lo fui a quitar y resulté tasajeándome el dedo pulgar de mi mano izquierda[5]. Perdí la movilidad porque me cogió unos tendones y allí fue donde decidí matarlo››. Fue a causa de aquel acto temerario que el niño acabó perdiendo la vida inmediatamente, aunque es prácticamente seguro que, de no haberlo hecho, solo habría conseguido retardar su muerte.

Otro asesinato de particular importancia fue el de Jaime Andrés de 13 años de edad, quien era un preadolescente de humildes orígenes; un chico amable y trabajador, que estudiaba en la jornada de la tarde del colegio Policarpa Salavarrieta y vendía café preparado por su madre para ayudarla a cubrir los gastos de la pequeña casa que ocupaban en el barrio la Independencia. Jaime Andrés era bastante popular y querido entre conductores de taxis, clientes de bares del centro de la ciudad y noctámbulos de parques; todos guardaban simpatía por el llamado “niño de los tintos”, hasta que la noche del 4 de febrero de 1994 el infame Garavito apareció.

Todo empezó cuando echaron a Garavito del bar Los Vallunos tras discutir con un cliente. Al frente, en la otra acera, Jaime Andrés contemplaba toda la escena. El sujeto se le hacía conocido: era el “doctor de los ambientadores” que había ido el año pasado a vender ambientadores a su colegio. A su vez Garavito también había visto al pequeño y se había acordado de él, pero de momento no hizo nada más que marcharse amargado al hotel en que estaba. No obstante a las 9 de la noche “esa fuerza extraña” que lo “domina” empieza a hacer de las suyas para que Garavito se aproveche del “niño de los tintos”, quien aún a esas horas seguía vendiendo café. Como siempre, cede, tras lo cual se guarda el cuchillo, compra cuerdas y licor y convence al niño para que lo acompañe en un viaje del que solo uno de los dos regresará, aunque esta vez con un recuerdo amargo que jamás podrá borrar: ‹‹ […] él estaba vendiendo tintos, le hablo, lo convenzo para que me acompañe, deja su termo y se va conmigo. Lo introduzco al cañadulzal, lo amarro […]. El niño grita, lo acaricio, el niño sigue gritando y posteriormente lo mato, me acuerdo tanto de este niño por una situación, en ese sitio hay una cruz, regreso […] y de un momento a otro siento una voz que me dice: “eres un miserable, no vales nada”. Regresé y mire lo que había hecho. En ese momento me arrodillé, me arrepentí, y enterré el cuchillo››

Real o no, el impacto de esa experiencia fue tal que, al llegar al hotel, Garavito se pasó toda la noche y la madrugada recitando versículos de la Biblia en voz alta, sin poder dormir, presa de una angustia y un remordimiento que lo tuvieron con los ojos abiertos hasta que el sol salió de nuevo.

Mas las cosas no podían quedarse así y aquel “eres un miserable, no vales nada” le dio la fuerza necesaria para dedicarse a trabajar y dejar la bebida, la sangre y los asesinatos. Pero la conversión duró solo un tiempo, tras el cual volvió a su rutina de alcohol, muerte y violaciones. Por otra parte, Garavito también probó suertes con el lado oscuro de la espiritualidad, metiéndose con la ouija (de la cual salió defraudado al no experimentar nada excepcional) y hasta con el satanismo: “Practiqué ritos satánicos con los menores que asesiné, lo hice a mi manera, pero no quiero explicar cómo lo hice; yo hice pacto con el Diablo.”

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