Ver Mensaje Individual
Antiguo , 03:44:33   #1
Predeterminado Cuando Jaime Garzón no era famoso Por: Germán Izquierdo Calificación: de 5,00

Los mejores licores
Vestido* de saco y corbata, pantaloneta de paño, medias escocesas de borlas colgantes y calzado en mocasines, un joven de pelo negro abundante y gafas de lentes gruesos recorre en bicicleta los caminos de la Universidad Nacional. Su nombre es Jaime Hernando Garzón Forero. Nació en Bogotá, tiene 23 años, mide un metro setenta de estatura, es trigueño y estudia Derecho. Pedalea rápido, bombea el espeso humo de su pipa y avanza tocando una y otra vez la campanita del manubrio para que le abran paso, para hacerse notar, hasta que finalmente se detiene en uno de los corredores de la Facultad de Derecho. Tiene clase de Filosofía con el profesor Orlando Solano Bárcenas. Estaciona la bicicleta, entra al salón y busca puesto en una de las últimas filas de la clase magistral. Corre el año de 1983 y allí, entre medio centenar de trotskistas, anarquistas, elenos, integrantes del M-19, espías de derecha, mamertos a secas y personaje inclasificables, está el relajo de dientes y la bocota de Jaime Garzón, que hoy llegó cansado de los discursos de filosofía escolástica. Antes de que empiece la clase, se le ocurre levantar la mano y preguntarle al profesor: “Doctor, ¿cuál es el principio de la filosofía actual?”. Muy serio, Solano empieza a discurrir, pero Garzón no aguanta, lo interrumpe y refutándole todo lo que ha dicho con el dedo índice y sin que le tiemble la voz, empieza a cantar para toda la clase el coro de una sabia canción popular: “Amigo cuánto tienes, cuánto vales, principio de la actual filosofía”.

Fueron varias las ocasiones en que no le satisfacían las explicaciones de los maestros. Levantaba mucho la mano pero no era buen estudiante. A menudo hacía preguntas fuera de contexto y los ensayos académicos que presentaba no se ceñían a los contenidos propios de las clases. Algunos profesores no lo soportaban; otros, como Eduardo Umaña Luna, fundador de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional, le tenían mucho aprecio. Este último lo llamaba el notario de la clase por su espíritu participativo. Pablo Mauricio López, uno de sus más cercanos amigos de carrera, recuerda que se interesaba mucho por las materias de humanidades y poco por las de Derecho. Sus calificaciones así lo demuestran. Una de las más altas de su primer año la obtuvo en Sociología I (4.5); en cambio, se rajó en Introducción a la Política e Historia (2.1) y en Derecho Civil I (2.3).

Cuentan algunos de sus compañeros de aula que la asignatura de Introducción al Derecho, dictada por Carlos Neissa, le era particularmente agobiante, pues el maestro recitaba de memoria libros completos mientras garabateaba en el tablero esquemas de mil ramificaciones. Un día, después de escucharlo por varias horas, Garzón se salió calladamente del salón, y luego de cerrar la puerta tras de sí, soltó un grito de Tarzán que retumbó por todo el edificio: “¡¡¡aaaAAAaaahhh!!!”. Más oxigenado, entró al salón y regresó como si nada a su puesto, ante la mirada atónita de Neissa y los demás estudiantes. También cuentan que en otras ocasiones, antes de que comenzara alguna clase, sermoenaba alargando las vocales como un sacerdote: “Hoy tenemos parciaaaaall y todos nos vamos a rajaaaaar”. A lo que los compañeros contestaban: “Aaameeeeen”.

Afuera, en los prados de la universidad y en la cafetería, andaba siempre hablando y discutiendo sobre política, filosofía, y literatura. Y no era raro que, en la mitad de una discusión, se aburriera y se retirara de un momento a otro para hablar con otro grupo de gente. Garzón “no era lineal; era octogonal y poliédrico”, cuenta uno de sus compañeros. Tenía fama por sus chistes, sobre todo por los pesados. Alguna vez se le acercó a la novia de un amigo, a quien se refería como la boyaca con pinta de caleña, y sobre su cabello le dijo: “Oiga, ¿y usted cómo hace para teñirse de negro solamente las raíces?”. En otra ocasión, cuando vio acercarse a un estudiante que se movilizaba en moto y usaba gafas oscuras y cachucha, gritó: “¡Llegó el sicario!”. El tipo lo sentó en el piso de un puñetazo. Pero Garzón no se calló, nunca lo hizo.

Un día llegó a la facultad con una hoja de papel en blanco. “¿Quiere ser columnista de mi periódico?”, le preguntó al vecino de turno. La hoja circuló entre la clase y cada quien escribió lo que le vino en gana. Así llenaba Garzón las páginas de El Bugalú, cuyo lema rimaba con el título: “Un periódico sin criterio como tú”. En él hacía chistes sobre los profesores, divulgaba chismes de sus compañeros y dibujaba caricaturas. En una ocasión relacionó un accidente aéreo, que en efecto sucedió, con uno de los exámenes del más temido de los profesores de la carrera de Derecho, Hugo Márquez. Garzón escribió: “¡Siniestro Aéreo! 45 víctimas, sólo cinco sobrevivientes en la clase de Parte Civil y Persona del doctor Hugo Márquez”. Junto a la nota dibujó un avioncito roto del que caían estudiantes al vacío.


Jaime Garzón se transformaba con cada personaje.

En 1984, un año después de que Garzón ingresó a la universidad, un hecho transformó la institución. El 17 de mayo, un grupo de 300 estudiantes se enfrentó con la Policía Por el aire volaron, como nunca antes se había visto, piedras, pedazos de ladrillos y palos; hubo balacera, explotaron granadas y bombas caseras. Murieron 17 estudiantes. Al día siguiente, El Espectador tituló en primera página: “Cierre indefinido de la U. N”, y la noticia continuaba en las páginas centrales con subtítulos como: “68 capturados”, “Situación intolerable”. Ese mismo día, el Consejo Superior decretó un receso académico indefinido en la Universidad y las residencias Uriel Gutiérrez, donde vivían muchos estudiantes de bajos recursos procedentes de distintas ciudades y pueblos del país, fueron clausuradas para siempre. Fue en este lugar, en el que un desayuno costaba tres pesos y el almuerzo y la comida seis pesos cada uno, donde tuvo lugar otro episodio que los antiguos compañeros de Jaime Garzón recuerdan como una anécdota memorable: en plena residencia, un campesino tolimense fue sorprendido robando en las habitaciones y fue sometido a juicio por los estudiantes. El único defensor del asustado ratero no fue otro que Garzón, quien argumentó que, dado el estado de pobreza famélica del hombre, no era justo castigarlo. Propuso que una comisión de estudiantes le mostrara la ciudad, especialmente el norte. El campesino se salvó de ser entregado a la Policía; aquel fue el primero, y tal vez el último caso que Garzón ganó como abogado, pues nunca se graduó.

El orden público no era menos explosivo en el resto del país. Por ese entonces los periódicos publicaban cada vez más noticias sobre narcotráfico: el allanamiento a Tranquilandia, aquel enorme terreno de producción de drogas del Cartel de Medellín situado en el departamento del Caquetá; la huída de 43 capos del narcotráfico a Brasil, la detención, que era cosa de todos los días, de algún presunto mafioso. El narcotráfico estaba hasta en el cine con la legendaria Scarface, donde Al Pacino protagoniza a un traficante de coca. En 1984 fue asesinado Rodrigo Lara Bonilla, entonces Ministro de Justicia que denunció como narcotraficante a Pablo Escobar cuando éste era suplente de la Cámara de Representantes. Escobar fue destituido y se vengó de Lara ordenando su muerte. Ese fue el comienzo de una cadena de magnicidios –entre ellos el de Luis Carlos Galán– que se extendió durante toda la década. Entretanto, el Gobierno de Belisario Betancur se sentaba a buscar la paz con las FARC en los acuerdos de La Uribe (Meta), y con el M-19 en los de Corinto (Cauca). El deporte rey era el ciclismo y el triunfalismo, por supuesto, ya existía: “Herrera ganará el Tour de Francia”, titulaba El Espectador; la nota afirmaba que si no lo lograba en 1984, seguro sería en 1985. No fue nunca. En esa realidad colombiana de impunidad, de violencia, de mafia metida en las pantallas de cine y enredada en los hilos del poder, de promesas y sueños incumplidos, se empezaba a cocinar el caldo de cultivo que más tarde sería el fundamento del humor político de Garzón.

En mayo de 1985, después de largas jornadas de marchas, paros cívicos y reuniones, la Nacional volvió a abrir sus puertas. Entonces Garzón reanudó los recorridos habituales desde su humilde casa del barrio La Perseverancia, situada en la empinada calle 29 con carrera 5, hasta la universidad. Vivía con su madre, Daisy Forero, y con sus dos hermanos mayores: Jorge Alberto y Alfredo. Marisol, la menor de todos, por aquel entonces era monja y estaba en el convento. Su familia era fervorosamente católica. Durante tres años, Alfredo fue sacerdote de la comunidad; Marisol vistió hábitos durante doce años; Jorge, el mayor, sirvió como secretario del despacho parroquial de la iglesia de San Diego, en la que Jaime, a su vez, fue acólito en varias ocasiones.

En el registro de matrícula de la Universidad, en los espacios destinados para el nombre, el parentesco, la edad y la ocupación de las personas con las que convivía, Garzón escribió: “Daisy, madre, 56 años, Médico (pensionado)”. Aunque en algún momento su madre trabajó como enfermera, no era médico. Ya lo vamos a ver: cambiarse el nombre al hacer una solicitud por escrito, llenar con datos falsos un formulario, y mentir como miente un niño a los adultos, eran comportamientos comunes en Jaime Garzón. Según cuentan sus familiares, doña Daisy tenía gran sentido del humor y siempre estaba bien informada. En la casa de los Garzón eran comunes los debates sobre política. Ella, por ejemplo, subrayaba lo que consideraba más importante en el periódico y se lo pasaba a sus hijos para que lo leyeran. Su columna preferida del diario El Espectador era El Coctelera, que durante 35 años escribió Alfonso Castillo Gómez, un reconocido humorista político. Algunas de las líneas de Castillo tienen títulos tan sugerentes como el Diccionario zurdo y La Locolombia de Leovigildo, un personaje encarnado en un joven romántico y arribista que quería ser abogado e influir en la política, pero que no era más sino el contador de una escuela de comercio. Castillo Gómez ridiculizaba las costumbres bogotanas y se burlaba de la política colombiana, aunque nunca con nombres propios. Esas columnas eran parte habitual de las lecturas del joven Jaime Garzón, a quien su madre le enseñó a leer y escribir cuando apenas tenía tres años. Más tarde sería lector voraz de Estanislao Zuleta y Sigmund Freud.

Comentarios Facebook

jandresom no está en línea   Responder Citando

compartir
                 
remocion sep Gold sep Silver sep Donar

marcaNo Calculado   #1.5
SponSor

avatar
 
Me Gusta denunciando
Estadisticas
Mensajes: 898.814
Me Gusta Recibidos: 75415
Me Gustado Dados: 62988
Fecha de Ingreso: 02 jun 2006
Reputacion
Puntos: 1574370
Ayudante de Santa está en el buen caminoAyudante de Santa está en el buen caminoAyudante de Santa está en el buen caminoAyudante de Santa está en el buen caminoAyudante de Santa está en el buen caminoAyudante de Santa está en el buen caminoAyudante de Santa está en el buen caminoAyudante de Santa está en el buen caminoAyudante de Santa está en el buen caminoAyudante de Santa está en el buen caminoAyudante de Santa está en el buen caminoAyudante de Santa está en el buen caminoAyudante de Santa está en el buen caminoAyudante de Santa está en el buen camino
emoticon Re: Cuando Jaime Garzón no era famoso Por: Germán Izquierdo

 
Los mejores licores
 
   
   
_______________________________________________
Publicidad :)
conectado
 
Page generated in 0,09673 seconds with 12 queries