Pocas veces he tenido la fortuna de leer un artículo tan acertado y objetivo.



Doctor Hyde

Por: JUAN ESTEBAN CONSTAíN | 4:09 p.m. | 27 de Junio del 2012/ EL TIEMPO






Ya sé que Colombia vive sus horas más críticas (como siempre desde hace 500 años), y que este sería el momento para tomar partido y sentar una posición. Decir cosas de verdad, tirar línea. No está el país para vacilaciones ni metafísicas de costurero, ni para andar pensando en Carlomagno o en Bizancio cuando lo importante (lo único) es Roy Barreto o Juancho Rois, o comoquiera que se llamen todos ellos.



Así que me disponía a hacer algo que nunca he hecho en esta columna trivial como pocas, hablar de política. De la corrupción y del congreso ("Senadores corructos", decía un grafiti en Cali hace años; lo escribió un representante a la Cámara), de la reforma de la justicia, de Montesquieu y su vieja y burlada teoría sobre la división del poder público, de Hobbes, de Maquiavelo, de Bodin y Skinner. En fin: estar comprometido, opinar como toca.


La verdad es que nunca lo hago no por soberbia ni por despreciar el análisis de lo que ocurre en el país, sino por todo lo contrario: porque respeto muchísimo a quienes sí lo hacen semanalmente, y creo de veras que en la prensa colombiana -o en los blogs o en las redes sociales- hay suficientes y muy lúcidos intérpretes de la actualidad política, sobre cuyas ideas yo tendría muy poco que añadir. Además, desde hace años hice mía una frase de Franco que siempre cita el doctor Alfonso López Michelsen: "Haga como yo: no se meta en política".


Pero esta vez era distinto, ustedes lo saben. De manera que prendí el computador y empecé una columna seria sobre Jorge Eliécer Gaitán, quien decía que en Colombia conviven a despecho dos países antagónicos: el 'país político', presa de las oligarquías y de los partidos, refugio de quienes se adueñan del Estado para explotarlo en su propio beneficio; y el 'país nacional': una muchedumbre silenciosa y marginada, virtuosa, que siempre está a la espera de un mejor destino.



A Gaitán lo mataron por decir eso, y donde lo mataron hoy funciona un McDonald's. Él se había levantado como el vocero del país nacional contra el país político -con un discurso mesiánico; el pueblo lo oía boquiabierto, de sombrero-, y cuando estaba a punto de triunfar lo mataron. Igual que a Álvaro Gómez Hurtado: dijo que el problema de Colombia era el régimen, y lo mataron.


El régimen era, según Gómez, un tupido enjambre de poderes e intereses perversos, anudado por la complicidad y por la culpa. No el gobierno, ni el congreso, ni los jueces, ni los oligarcas, ni los mafiosos, ni los militares o los políticos o los industriales, sino todos ellos cuando se corrompen y se alían, metidos en la misma cueva, regidos por una sola ideología: la suya, cualquiera, la corrupción. Un partido que es el único que hay.


Estaba pues escribiendo esa columna, pero no pude; lo siento. Y con ella descubrí la razón fundamental por la cual no hablo de política aquí casi nunca: porque me parece que esa idea de los dos países es falsa e inmoral, y es el fundamento de algo terrible que tiene nuestra sociedad: su vieja costumbre de pensarse a sí misma, siempre, en tercera persona, buscando culpables al otro lado del espejo; la manía de sentirse víctima para no aceptar jamás su responsabilidad.


Que los políticos son despreciables es algo que está documentado desde la más remota Antigüedad, pero también desde entonces se sabe lo que acá olvidamos con demasiada frecuencia: que cada sociedad tiene los políticos que se merece, y que el país político, sobre todo en una democracia, es la encarnación del país nacional, no su verdugo ni su antítesis.


Seguramente ha llegado el momento de protestar -una vez más-, de pedir que todo cambie -como siempre-. Quizás estemos aprendiendo, por fin, que para ser indignados primero tenemos que ser dignos.