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El movimiento estudiantil de 2011

06/12/2011


Libardo Botero C

Cuando supe que el movimiento universitario actual había lanzado un “programa mínimo”, y con ese nombre preciso, no pude menos que evocar el que el movimiento estudiantil de 1971 – en cuyos prolegómenos y desenvolvimiento participé activamente- promulgó, cuarenta años atrás, y me propuse efectuar un cotejo de los mismos.

Efectivamente, aunque el viejo era más simple y preciso y su orden de prioridades diferente, las coincidencias de los reclamos abundan a tutiplén. Para completar revisé el programa actual de los estudiantes chilenos y mi asombro fue grande: tanto en sus propuestas básicas como en su lenguaje tienen una extraña coincidencia.

Hablo de lenguaje y no es casual. Después de cuatro décadas brotan los mismos asuntos formulados casi en los mismos términos farragosos que impuso una moda afrancesada, teñida de marxismo althusseriano y estructuralismo, replicada en nuestros dos países respectivamente por Marta Harnecker y Estanislao Zuleta. Aquello de los “******os ideológicos” de que se vale el Estado para mantener el sometimiento de los trabajadores, entre los cuales se encuentra “la escuela”, y la consideración de la educación como una “mercancía” destinada a “reproducir las condiciones de reproducción” del capitalismo, brotan de nuevo y presiden las declaraciones programáticas de chilenos y colombianos.

Aunque en 1971 las diversas corrientes políticas que alentaban y dirigían el movimiento se proclamaban marxistas, no coincidían en estos planteamientos. La consecuencia más evidente de partir de la tesis de que la educación es una mercancía es que hay que esperar el cambio del sistema capitalista –del cual “la mercancía” es su célula básica- para que la educación pueda cambiar, es decir, esperar la revolución. El movimiento estudiantil, dentro de esa óptica, cumpliría simplemente una labor de agitación y creación de condiciones para el asalto del poder. Otra vertiente, a la cual pertenecía yo en aquel entonces, pregonaba, alegando también su afinidad con el marxismo, que era al contrario: se requería un cambio en la superestructura, en aquellos “******os ideológicos”, una “revolución cultural” para usar el término puesto en boga por los chinos, que preparara el cambio político, económico y social. No había que esperar la toma del poder para conseguir cambios en la educación, sino provocar éstos para preparar la transformación del Estado y la sociedad.

Finalmente esta última formulación prevaleció y el movimiento obtuvo su victoria temporal más resonante: la creación, mediante decretos de Estado de Sitio, de dos “organismos provisionales” de gobierno en las universidades Nacional y de Antioquia, con mayoría de profesores y estudiantes, elegidos popularmente. El cogobierno. De vida efímera y realizaciones anodinas, convertido más en tribuna política que en órgano académico y administrativo, motivo por el cual su atractivo para las futuras luchas estudiantiles fue escaso.

La actual dirigencia estudiantil, tanto la chilena como la colombiana, han apelado a la misma anquilosada calificación de la educación como una “mercancía” que ellos en sus demandas dizque quieren convertir en un derecho, como si ya no estuviera consagrado en nuestra Carta política. Da grima repasar las líneas del programa mínimo de nuestros universitarios y encontrar los mismos cartabones marxistas que oscurecen más que aclarar las cosas.

Desconozco qué vertientes predominan en su dirección, pero percibo que como antaño ejercen inusitada influencia aquellos que predican el movimiento por el movimiento. Su eslogan etéreo y la carencia de propuestas viables para los problemas que denuncian lo dan a entender. La diferencia frente al pasado reciente es que las movilizaciones utilizaron atractivas estrategias publicitarias y exhibieron un menor grado de violencia. Vinos viejos en odres nuevos.

Los líderes manifestaron durante el desenvolvimiento de la protesta que además del programa –bastante retórico, vago, contradictorio- se proponían elaborar un pliego de peticiones concreto. Nunca lo cumplieron. No me queda duda de que en el seno del liderazgo se han apoltronado corrientes demagógicas, impregnadas de un marxismo ordinario que no confiesa su raíz, con indudables fines políticos más que la búsqueda de sanas reivindicaciones.

La otra prédica reiterada es la denuncia del “neoliberalismo” y un siniestro plan de “privatización”. El gobierno les sirvió en bandeja de plata la cabeza de la reforma al haber incluido en su versión inicial la autorización de universidades con ánimo de lucro. Ni siquiera su retiro presuroso aplacó los ánimos; sirvió sí de acicate para que los protestantes siguieran su movilización hasta lograr la derrota del proyecto de ley. No les importó que con ello se perpetuara el imperio de la Ley 30 que se quería reformar, absolutamente anacrónica y mandada a recoger. El rector de la Universidad Nacional lo expresó de manera melancólica: “Dejar vigente la obsoleta Ley 30 sería la más pírrica de las victorias”. No es la primera vez que la promesa de utopías demagógicas a lo que conduce es a perpetuar lo peor de la realidad presente.

Algo similar ocurrió en 1971, aunque alrededor de otro tópico: el gobierno de las universidades, encarnado en los consejos superiores universitarios con representación variada de la sociedad, que fue el epicentro de la protesta. El ministro de educación de la época, Luis Carlos Galán, presentó un proyecto de reforma a la educación superior que no ofrecía salida a los anhelos de participación de profesores y estudiantes en la dirección de los claustros, aunque contenía propuestas interesantes en otros puntos. El movimiento se radicalizó contra la reforma oficial y como hoy logró hundirla. Pero en el curso de los debates internos del movimiento le hicimos ver a las vertientes más radicales que simplemente derrotar el proyecto gubernamental no bastaba, pues significaba ni más ni menos que continuar con los consejos superiores de siempre. De allí el interés de concentrar la lucha en la conquista de unos organismos de dirección nuevos, de cogobierno, como se logró en dos universidades, así su contenido y repercusiones hayan sido intrascendentes. En 2011, al derrotar el proyecto de reforma a la Ley 30, se logró la “victoria pírrica” de prolongar la vigencia de ese estatuto, que no le ofrece ya salidas financieras ni de modernización a las universidades, por el prurito de hacer naufragar una propuesta sin ofrecer alternativas razonables.

La lucha contra la supuesta “privatización” es el tópico recurrente que llevó ahora a tan absurda victoria, la misma letanía que por décadas ha deslumbrado a no pocas revueltas estudiantiles. Y que pese a su falsedad, sigue siendo un leit motiv permanente para lanzar el estudiantado a paro. La educación pública no ha dejado de crecer desde hace décadas, y aunque no exenta de problemas, sigue fortaleciéndose en lugar de tender a desaparecer. En los últimos años eso es evidente, tanto en términos absolutos como relativos. Con un total de 1.000.000 de estudiantes en 2002, las instituciones de educación superior (IES) públicas abarcaban el 42% de los matriculados y las privadas el 58%; para el 2010 la cobertura se había ampliado hasta cerca de 1.700.000 alumnos, cobijando las públicas el 56% y las privadas el 44%. ¿Dónde está la privatización?

El trasfondo es la animadversión de las corrientes ideológicas prevaleciente en el movimiento contra la economía privada (y no solo a la educación privada). Es decir, su rechazo de raíz al capitalismo y todo lo que huela a empresa privada. Eso se trasluce en el “programa mínimo”, e impregna su contenido, como habremos de examinarlo con cierto detalle más adelante. Y es una de las mayores amenazas para el supuesto consenso que el gobierno de Santos aspira a lograr para un futuro proyecto de reforma. Lo que se vislumbra es una encerrona de los sectores que manipulan y acaparan la dirección del movimiento estudiantil al gobierno. Que se verá atrapado y con solo dos puertas de salida: o no ceder y perseverar en sus propuestas actuales, so pena de provocar un nuevo levantamiento estudiantil; o buscar una reforma inocua –como la de la justicia- que en nada remedie las falencias presentes, que difícilmente aceptarían los educandos. Porque a nadie se le ocurre que cederá ante las estrafalarias pretensiones del “programa mínimo”, que entremezcla utopías socialistas trasnochadas con propuestas antediluvianas y retrógradas, como habremos de verlo en próximos artículos. En cualquier eventualidad el que sin duda saldrá perdedor es el futuro de la educación superior en el país.

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