Tema: Así no es
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Antonio Caballero

Aquí hay una guerra, sí. Pero no todo está permitido en la guerra (así sea "irregular": no hay guerras regulares). Hay crímenes de guerra. El asesinato a mansalva de cuatro militares secuestrados que acaban de cometer las Farc es un crimen de guerra. No llamo así, porque son crímenes comunes, a los muchos y atroces de que han sido responsables las bandas paramilitares del narcotráfico: son actos de criminales comunes que no están en guerra. Pero sí son igualmente crímenes de guerra los llamados "falsos positivos" inventados por las fuerzas armadas del Estado: los cientos de asesinatos, millares tal vez, cometidos contra civiles inermes para inflar el conteo de bajas del enemigo. Falsos positivos por los cuales los militares acusados y a medio investigar han ido quedando en libertad gota a gota, sin castigo, por vencimiento de términos: ese virus que en todos los aspectos corroe la justicia en Colombia -la penal, la civil, la administrativa, para no hablar de la justicia política ni de la resucitada justicia militar.

Sin embargo, lo verdaderamente terrible no es que ocurran excesos de barbarie en el calor de la guerra: crímenes que son, dicen, "episodios aislados" por cuenta de "agentes subalternos" de uno u otro de los bandos. Lo terrible es que esos episodios criminales son el resultado de reglas de conducta dictadas desde los centros de mando. Lo que es deliberadamente criminal es la norma interna de las Farc que dispone que un prisionero -un secuestrado- debe ser ejecutado -es decir, asesinado- si sus guardianes consideran inminente su fuga o su rescate por las tropas del Ejército. Es el cumplimiento disciplinado de esa norma el que ha llevado a la muerte a los cuatro militares de hace ocho días, a los once diputados del Valle de hace cuatro años, al gobernador de Antioquia y al exministro de Defensa de hace ocho. Todos ellos, antes de ser asesinados, eran ya secuestrados: detenidos, retenidos, rehenes: como quieran llamarlos. Condiciones todas ellas prohibidas por el Derecho Internacional Humanitario.

Esto es también lo que convierte en criminales desde el punto de vista del derecho, y no solo en infames desde el punto de vista de la humanidad, las ordenanzas internas que hace ocho años dictó el ministro de Defensa Camilo Ospina estableciendo el pago de recompensas, en dinero, o en licencias, o en ascensos, por el conteo de cadáveres de presuntos guerrilleros. No hacían más que protocolizar una ya inveterada costumbre, la cual no creo posible que hubiera sido ignorada por los altos mandos durante decenios: que se hubiera establecido a sus espaldas, como tantas cosas en este país. Hace tres años mereció honores un sucesor de Ospina en el Ministerio, Juan Manuel Santos, por echar de un tacazo a dos docenas de generales cuando se hicieron públicos los primeros casos de "falsos positivos". O, digo mejor, cuando por primera vez se reconoció públicamente su ya vieja ocurrencia. Pero ese mismo Santos impulsa hoy ante el Congreso un proyecto de reforma que devuelve a los jueces militares el conocimiento de los crímenes comunes cometidos por soldados "en acto de servicio". Está borrando con el codo de presidente lo que escribió con la mano de ministro.

Aquí hay una guerra, sí, y muy antigua ya. En sus modos actuales -ejército regular, guerrillas organizadas- dura desde hace más de cincuenta años. Tan larga duración sin resultados -salvo el de la propia prolongación indefinida, con expansiones y contracciones de serpiente, de lombriz solitaria que se alimenta del organismo que la alberga y se reproduce hermafrodíticamente, fecundándose a sí misma- ha tenido sin embargo el efecto de corromper por completo a sus protagonistas, los llamados "actores del conflicto". No es que haya que "humanizar la guerra": como si la guerra no fuera la más humana de todas las actividades humanas: la única que solo los seres humanos practican. No hay, pues, que humanizar la guerra, sino civilizarla: someterla al derecho para poner coto a sus excesos. Pero lo terrible es que estamos cada vez más encantados con sus excesos. Los del otro. Los del de enfrente. Nos ponemos felices cada vez que nos cercioramos de que el enemigo es un bárbaro.

Pero así no se hace la paz. Así no se hace la guerra.

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