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El valor de las palabras
Por: William Ospina

En las últimas elecciones un candidato repetía sin cesar que la vida humana es sagrada y que el tesoro público no puede ser saqueado.

Era una manera moderada o prudente de denunciar que el Estado había sido cómplice del asesinato de inocentes para presentarlos como criminales y que el gobierno había desviado grandes recursos en forma de subsidios para ricos.

Es motivo de escándalo que haya crímenes tolerados por el Estado y que la corrupción se lleve los recursos de los ciudadanos, pero también que haya que recordarle a la sociedad que esas cosas no pueden pasar. Resignarse a repetir verdades elementales reduce la política a su mínima expresión, pues no hay labor más ingrata que tener que repetir lo que todos deberían saber, o lo que todos saben y fingen ignorar.

¿La ciudadanía necesita esas lecciones? Hace años algún funcionario aceptó que se pusiera en un lugar visible del Cementerio Central la noticia de que no se debe matar a los niños. ¿No causa espanto que haya que decir ciertas cosas? ¿No causa espanto que algunos finjan no entenderlas? Si la sociedad ha llegado a tal grado de insensibilidad que hace necesarios esos mensajes, hay que dudar también de que esos mensajes sirvan para algo.

Ciertos usos del lenguaje perpetúan la violencia, porque antes que denunciar el horror nos acostumbran a él. Se habla, por ejemplo, de “limpieza social”. Palabras inocentes que encubren cosas espantosas: asesinatos, persecuciones, infamias. Recientemente se habló de “falsos positivos”. Esos nombres asépticos disuelven los horrores que nombran. El término “paramilitares” no resultó bastante neutro para hablar de descuartizadores de campesinos inermes y se redujo a “paras”. Otras veces emerge la jerga jurídica: se habla de “ejecuciones extrajudiciales”, como si, no existiendo la pena de muerte legal, todas las ejecuciones no fueran extrajudiciales. El espionaje criminal termina convertido en pintorescas “chuzadas”. Todo entra en un sistema: los homicidios son “bajas”, los secuestros extorsivos se llaman “paseos millonarios”, los asaltos criminales de la guerrilla se llaman “pescas milagrosas”.

Nos acostumbramos a esa terminología eufemística. Un expresidente, que en su tiempo desestimó las denuncias por asesinatos oficiales presentados como trofeos de guerra, se permite preguntarse si las actuales denuncias contra sus funcionarios por subsidios fraudulentos y espionaje ilegal no serán “falsos positivos”. Y después de presentarse como aguerrido luchador por la seguridad y la justicia, e implacable perseguidor de delincuentes, no duda en declarar, contra los jueces, que las investigaciones son una conspiración contra su gobierno.

¿Quieren acostumbrarnos a que las palabras no tengan valor? Niegan lo que los perjudica, afirman lo que les conviene. Si organismos que estaban bajo directa responsabilidad del ejecutivo hacían espionaje para favorecerlo, él no se daba cuenta jamás. Si el Ministerio de Agricultura repartía el presupuesto de modo fraudulento, sus funcionarios seguían siendo gentes de su entera confianza. Si un jefe del DAS entregaba información de los ciudadanos a los criminales, el funcionario seguía siendo alguien en quien él confiaba plenamente. Y de sus propios hijos, ¿cómo dudar?

Lo sabía todo de la oposición y la denunciaba sin tregua, pero no sabía nunca qué hacían sus amigos y sus hijos, ni acepta ahora que la justicia los investigue. Y todo viene envuelto en un lenguaje de fingida mansedumbre que muchos creeríamos, si no conociéramos al varón tremebundo que polemizaba a gritos en las calles, y cuyo índice acusador casi se ha convertido en el símbolo de una época.

Antes se decía que la ley, por dura que sea, es la ley. Ahora el dictamen de los jueces nunca vale, es recibido con recelo y descalificado; la opinión del acusado sobre sus propios hechos y los de sus amigos, es proclamada con arrogancia como el juicio final. Hasta en el banquillo creen ser los jueces; si la ley los reprueba, tiene que estar equivocada. Esa manera de ser es muy antigua, lo nuevo es que antes se la consideraba al margen de la ley, ahora pretende ser la voz de la sociedad.

No es a la gente humilde e iletrada a quien hay que explicarle qué está bien y qué está mal en el manejo de los asuntos públicos.

Enlace: http://www.elespectador.com/impreso/...or-de-palabras

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