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Enrique Santos rompió el silencio y habló de su hermano el Presidente Calificación: de 5,00

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Enrique Santos rompió el silencio y habló de su hermano el Presidente







Siendo Juan Manuel ministro, afirmé en una entrevista: "Dios nos libre si él es Presidente".

Enrique Santos Calderón, ex director y ex columnista de EL TIEMPO, rompió el silencio periodístico que había prometido conservar mientras su hermano ocupara la Casa de Nariño, y escribió su visión del actual gobierno.
Mañana hará un año, Juan Manuel Santos le ganó en primera vuelta al candidato que había dominado las encuestas. La cadena de sorpresas políticas apenas comenzaba.

Luego, el debate televisado en el que Antanas cavó su propia fosa; la paliza electoral en la segunda vuelta; el anuncio, pocos días después, de ministerios para Germán Vargas y Juan Camilo Restrepo, y mano tendida para Chávez proyectaron, todos, un perfil desconcertante de quien se presumía un clon bogotano de Álvaro Uribe.

Yo me confieso entre los desconcertados. Positivamente, en este caso. No porque pensara que fuera a ser un 'Uribito' -lo conozco demasiado para eso-, sino porque no imaginé que se destetara así de rápido del Presidente del cual era heredero proclamado. Pero los mensajes fueron tan inmediatos como inequívocos.

Un viejo amigo comentó que el día de la posesión presidencial me había visto durante la ceremonia con cara de "resignada admiración". Lo dijo con explicable ironía, pues conocía la larga historia de desencuentros que he tenido con mi hermano menor desde que, siendo subdirector de EL TIEMPO, se lanzó hace 20 años a la política. Decisión que causó traumas en el periódico, y que yo y otros miembros de la familia criticamos como muy lesiva para su credibilidad. La polémica tuvo previsible resonancia en los medios, que no desaprovecharon tamaño papayazo en el -en ese entonces- diario de los Santos.

Hoy, muchos años y muchas discusiones después, puedo afirmar sin rubores ni matices que fue más admiración que resignación lo que sentí esa lluviosa tarde del 7 de agosto, escuchando en la primera fila de la Plaza de Bolívar con mis hermanos, Luis Fernando y Felipe, el discurso de posesión de Juan Manuel. Su primera alocución como Presidente de los colombianos -impactante, coherente e impecablemente articulada para quien no se había destacado como orador de plaza pública- me disipó las últimas dudas de que estaba a la altura del cargo que había añorado toda una vida.

La verdad, no había sido el más entusiasta de sus partidarios.
Además de las fisuras que dejaron nuestras peleas, me inquietaba su lado distante y frío, unido a una trayectoria política huérfana de elección popular. Menos aún me convencía su celebrada "buena estrella", ese sentido de la oportunidad que lo dejaba siempre bien parado a pesar de cualquier tropiezo.

Todo eso me volvía escéptico y hasta sarcástico: siendo yo presidente de la SIP (Sociedad Interamericana de Prensa) y él ministro de Defensa en pleno apogeo, llegué a afirmar en una entrevista: "Dios nos libre si Juan Manuel es Presidente" (refiriéndome a la credibilidad del periódico y a la seguridad de la familia, pues en esos días la Policía había frustrado un atentado de las Farc contra mi hermano Luis Fernando y yo).
Algo muy distinto -por supuesto, lo que cuenta en estas cosas- es la tenacidad, disciplina y seguridad en sí mismo que en todos esos años demostró. Desde que se lanzó a la arena pública, mi hermano sabía lo que quería. Y lo que hacía, lo hacía bien. Como ministro de Comercio de Gaviria, de Hacienda de Pastrana y de Defensa de Uribe, comprobó sobrada capacidad ejecutiva y don de mando.

Pero fue en el fragor de la campaña presidencial del 2010 donde aprecié la dimensión del talento personal y la garra política de Juan Manuel. En el torbellino de la primera vuelta y sus cinco candidatos, este niño bien, símbolo por excelencia de la oligarquía, amamantado por apellido y diario familiar, posicionado sagazmente como sucesor de Uribe y cuestionado por todo esto, y algo más, se convirtió en trompo de poner de los comentaristas más influyentes de los medios. ¿Quién no iba a dispararle a blanco tan jugoso?

Todos le dieron duro y parejo. Comenzando por columnistas de su propia casa editorial, y siguiendo por los principales opinadores del país, ensimismados con la fresca alternativa verde de Mockus (tal vez la excepción más notable fue Roberto Pombo, quien siempre decía: "Esto no es un juego; Juan Manuel será sin duda mejor presidente que Mockus y EL TIEMPO lo debe apoyar").

Y fue allí, recibiendo palo en radio, prensa y televisión, donde le vi temple, autocontrol y madera de estadista. Y algo parecido a la humildad, que no le conocía.



El revolcón tranquilo


De ahí en adelante comenzó a sorprender y a convencer cada vez más, y a dejar sin adjetivos a quienes habían sido sus implacables críticos en los medios. Fue revelador y hasta divertido ver cómo Caballeros y Mariajimenas, Orozcos y Zuletas, Bejaranos y Gardeazábales reconocían a regañadientes que Santos lo estaba haciendo bien, al tiempo que entre la opinión crecía la complacencia con el cambio de estilo en la cúpula del Estado. Más conciliador y tranquilo. Se le bajó el tono a la belicosidad con todo el mundo (Corte Suprema, oposición, organizaciones sociales, países vecinos...) y se ambientó una especie de paz política, que ha facilitado el trámite de la agenda legislativa y un debate más tolerante en el Congreso.

El llamado a la unidad nacional y el timonazo diplomático fueron, a mi modo de ver, los dos elementos claves del cambio en el clima político. Aunque de inmediato generaron otras tensiones. Con heterodoxo gabinete ministerial, viraje exterior, ley de tierras y víctimas, anuncio de que no estaban cerradas las puertas al diálogo con la guerrilla y la ruidosa pero significativa polémica sobre el conflicto armado -amén de otras desavenencias de forma y fondo-, la colisión de Santos con Uribe es tan inevitable como creciente.

Aunque a muchos preocupan, estas contradicciones me parecen saludables. Ponen sobre la mesa un componente (¿ideológico?) que hace falta en el debate político nacional y contribuyen a clarificar posiciones: la diferencia entre centro y derecha, por ejemplo. Con tal de que no degeneren en pugna de adjetivos y personalismos desgastadores. Las elecciones de octubre despejarán, en todo caso, la correlación de fuerzas entre santismo y uribismo. Y si sobrevive la coalición de unidad nacional. Y si Álvaro Uribe pasará a encabezar la oposición.

No lo puedo asegurar, pues muy poco hablamos, pero todo indica que Juan Manuel busca que el Partido Liberal reencuentre su identidad histórica, social y reformista. Siento que cada vez lo ronda más la sombra tutelar de Eduardo Santos, el tío abuelo ex presidente, cuyo gobierno (1938-1942) se caracterizó por un centrismo ecuánime y progresista. Si en lo internacional, Churchill y Roosevelt son sus referencias históricas más notables, en lo doméstico, tanto el contenido como el tono del gobierno actual evocan en varios aspectos al de Eduardo Santos hace 70 años.

El revolcón ideológico de la Casa de Nariño ha sido juzgado como traición al legado de Uribe, no solamente por los escuderos colombianos del ex presidente. En Venezuela, donde la oposición tenía a Santos como su héroe antichavista, el desconcierto fue mayúsculo. Me consta lo duro que la golpeó la frase sobre el "nuevo mejor amigo", cuando la soltó por primera vez en octubre pasado, durante una asamblea de la SIP en Mérida (México), en donde convencí a Juan Manuel de que fuera a hablar ante directores de medios de todo el continente. La verdad, no me costó trabajo, pues era una buena plataforma para explicar su política internacional y él se mueve como pez en el agua en estos escenarios.

Desayunando en el hotel antes de su intervención, me preguntó cómo estaba el ambiente y le dije que "¡pilas!", porque los venezolanos estaban cargados de tigre. Y, en efecto, la primera incisiva pregunta en el atestado recinto fue sobre Chávez. Antes de que el periodista terminara, lo interrumpió con "ah, usted me está hablando de mi nuevo mejor amigo". La obvia ironía -aunque no para todos- produjo instantes de total silencio, seguidos de una gran carcajada general que distendió de inmediato el ambiente.
Luego, hizo un pragmático análisis de por qué como Jefe de Estado tenía que pensar en los intereses superiores de Colombia, soltó un par de anécdotas sobre su vida de periodista y arrancó -aunque no de todos- sonoros aplausos al final. Llevaba tres meses de Presidente y ya había dado varias muestras de habilidad dialéctica, pero la prueba de ese día, ante un escéptico auditorio de veteranos periodistas gringos y latinos, debo decir que me impresionó.





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