En el 2010, por lo menos 24 de sus 308 habitantes intentaron quitarse la vida.

Gabrielito Moña Polpare es callado, no sostiene la mirada y en vez de eso agacha la cabeza ante cualquier pregunta. Tiene 19 años y tres intentos de suicidio a cuestas. Vive en Marcial, una de las más de 270 comunidades (con 45 mil indígenas) diseminadas por el Chocó y tal vez de los lugares de Colombia con más intentos de suicidio per cápita.
En el 2010, por lo menos 24 de sus 308 habitantes intentaron quitarse la vida, es decir el 8 por ciento, según estadísticas del Cabildo Mayor del Bajo Atrato (Camizba).
La situación es peor en la comunidad de Careperro, en el Bajo Atrato, donde en el último año hubo cerca de 30 tentativas de autoeliminación, según Patricia Tobón, indígena y abogada asesora de la Organización indígena Orewa -la más grande del Chocó-. Ella participa en una investigación al respecto, auspiciada por la Unicef, en los asentamientos emberas.
La indagación muestra 34 suicidios entre emberas de Chocó y Antioquia, en la última década. La certeza de que dicha cifra refleja un subregistro y que los intentos son muchísimos más sustenta la preocupación de los líderes étnicos y la petición que harán para que el Estado considere el problema como un asunto de salud pública y aborde estudios más profundos, trace políticas de prevención e incluya la atención en el POS. En esa lucha esperan que los acompañe la Unicef.
Casi todos los indígenas muertos y los que intentaron suicidarse usaron sus parumas (vestidos) como horcas, doblándolas y guindándolas de un árbol o de una viga de un bohío. Dos de las tentativas de Gabrielito fueron así. En otra ocasión, al estilo del harakiri japonés, el indígena tomó un machete y buscó el centro de su vientre con la afilada hoja, pero alguien le truncó el propósito.
En su historia no existe una decepción amorosa ni un problema que justifique su actuación, por lo cual la familia no sabe qué hacer, aparte de mantenerle los ojos encima para que no corra la suerte de sus vecinos Oliverio Conquista Puchicama, de 15 años, y Recauter Puchima, de 23. A ellos los enterraron en septiembre del 2010.
"Los jaibanás (curanderos) dicen que no hay cómo eliminar ese espíritu, sólo controlarlo de manera provisional cuando toman al muchacho, lo inmovilizan sobre una mesa y le rezan. Pero luego vuelve, porque lo deja marcado", dice Yerly Moña, el hermano de Gabrielito.
Muertes por marginalidad
Desde mediados de los 90, cuando los suicidios encendieron las alarmas entre los emberas, los jaibanás los confundieron con una enfermedad mental que los hacía convulsionar y darse golpes. La llaman babamia y estaría originada en un jai (espíritu) malo. No obstante, la indígena y abogada Patricia Tobón dice que esa tendencia surge por un malestar cultural debido a la marginación de servicios básicos como salud y educación, la colonización y la presión de grupos armados. Careperro, por ejemplo, es un área concesionada para la explotación de cobre y otros minerales.