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Antiguo 24-10-2010 , 18:07:00   #2
armando2007
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Predeterminado Respuesta: Los confines de la guerra


En Mocuare los colonos viven de la poca coca que queda cultivada. Cuando llega la fuerza pública, el negocio se acaba y el hambre se convierte en el peor enemigo. En julio, todo el pueblo se desplazó para evitar quedar entre el fuego de la Armada y la guerrilla. Ahora han retornado con el apoyo del Comité Internacional de la Cruz Roja.


El profesor Alirio Restrepo hizo hasta séptimo grado y luego validó el resto de la secundaria para poder enseñar en su resguardo. La escuela se cayó y ahora dicta clases casi a la intemperie.
En Mocuare no se ven muchos jóvenes. Unos se han ido a la guerrilla y otros huyendo de ella. Uno de los pocos muchachos que rondan por ahí es Gilbert Andrés Chavarro, que anda en cotizas, tiene manos gruesas, dientes blancos y ese candor propio de la gente del campo. Estudiante destacado del internado, ahora que ya terminó los estudios tiene que salir a la ciudad. Quizá una prima lo reciba en Bogotá para estudiar sistemas. Si es que logra conseguir algo de dinero. Le gusta la tierra, pero en Mocuare no tiene futuro.

El internado es una amplia construcción de salones de madera y zinc, con árboles frondosos y una cancha de fútbol de grama perfecta. Ahora hay 42 niños estudiando, pero el año pasado eran más de cien. En realidad, muchos están allí porque es un lugar donde se come. La Gobernación nombra a los maestros y envía raciones de comida si bien no totalmente suculenta, por lo menos alimenticia. En una cartelera se lee el menú del día: sopa de sardina, galletas, avena.

Las clases apenas comenzaron en mayo, puesto que a un político de San José le dio por obstruir los nombramientos de los maestros, hasta que no pasaran las elecciones. "Primero tienen que mostrar por quién votaron", cuentan que dijo. Luego vino el desplazamiento. Total, "solo han estudiado 55 días", dice un padre de familia. Ahora hay una maestra y un maestro, ambos chocoanos. Su trabajo comienza a las 5:30 de la mañana, y entre dar clases, arreglar las instalaciones y proponerles algo de lúdica a los muchachos terminan su jornada más allá de las 9:00 de la noche, sábados y domingos incluidos. El profesor Atilio Borja dice que el mayor problema que se ha encontrado son los enamoramientos: los niños que espían a las niñas por el gozne de las tablas mientras ellas se visten y que lo obligan a dormir con un ojo abierto todas las noches.

Hay un cuarto que los niños llaman el del 'finadito'. Era la habitación de Luis Fernando Gómez, un joven maestro de Salamina, Caldas, a quien en la madrugada del 29 de octubre de 2007 lo sacaron las Farc encañonado. Nunca más se supo de él. 'Rafael', el guerrillero que ordenó su desaparición, admitió haberlo matado porque le habían encontrado una foto con uniforme. El uniforme en realidad era de bombero voluntario. El año pasado 'Rafael' se desmovilizó y llegó a Mocuare acompañando a las tropas y señalando a la población que otrora le brindó un vaso de agua o un plato de comida. Cuando la gente habló de la desaparición del maestro, 'Rafael' no volvió por allí. Sabe bien que la desaparición es un crimen imprescriptible y de lesa humanidad. El Cicr todavía está esperando que cumpla la promesa de entregar el cadáver de su víctima. El padre del maestro, según me contaron, es un anciano de más de 90 años que aún no cree que su hijo, un educador dedicado a los niños de las selvas olvidadas, haya muerto porque un guerrillero ignorante no sabe qué cosa es un bombero.

De todos los niños del internado hay uno que se me acerca y me saluda con un fuerte apretón de manos. Me mira directo a los ojos, con una sonrisa amplia. Tiene 16 años, pecas en la cara, cabello rojo y un moderno corte de pelo, con cachumbos hacia arriba. En 2003, él y su hermana menor -el retrato de él, pero silenciosa y retraída- vio cómo los paramilitares le arrebataron a su mamá en un retén instalado cerca a Mapiripán. Él se aferró a las piernas de ella, pataleando y gritando, cuando los hombres de Martín Llanos se la llevaron a un monte, le cortaron los senos, la violaron, le rajaron el cuerpo y le echaron ácido en la piel. Su cadáver fue rescatado en medio de las balas, por el padre de los niños, que se enteró de la noticia mientras trabajaba en una finca del llano. Al lado de su cuerpo había otros tres hombres descuartizados. A todos los enterraron en silencio y empezó el trasegar del vaquero con sus dos hijos. Cuando habla de su tragedia, el padre se traga el llanto y mira para el suelo. "Tal vez si yo hubiera estado con ellos...", dice. La culpa del sobreviviente, que ya se nos hace tan familiar en esta guerra.

En su corta historia, tanto el sonriente pelirrojo como su hermana han tenido cinco desplazamientos, aun así dice: "Yo no pienso cobrar esa muerte". Solo quiere salir de Mocuare y estudiar mecánica de motores. Su hermana quiere tener un salón de belleza. Sueños pequeños, que no necesitan una revolución para ser cumplidos. Solo la mano de un Estado que los incluya en sus proyectos.

En la orilla izquierda del río Guaviare, entrando por un estrecho caño de aguas pantanosas, está la maloka, o lugar donde habita la comunidad jiw. Un puñado de casas maltrechas de madera rodea la que algún día fue la escuelita del resguardo y que se cayó en abril. Cuatro palos y una lata, por toda estructura, albergan los desvencijados escritorios donde 28 niños de todas las edades intentan aprender algo de matemáticas. No han desayunado porque la remesa no ha llegado. Cada mes la envían desde Puerto Alvira, pero ahora hay desabastecimiento. En las tiendas no hay nada. Los compradores de coca no han vuelto a bajar por el río desde que en Bogotá cayeron varias caletas de dólares. El narcotráfico es todo un engranaje. Además, la funcionaria encargada de llevar en lancha los víveres está amenazada por las Farc. Ahora tiene que mandarlos con cualquier paisano y pedirle que tome una foto cuando entregue el mercado, que ella guarda como prueba del deber cumplido.

En los rostros de los niños jiw no se nota la angustia del hambre sino la costumbre a ella. Alirio Restrepo, el maestro, estudió hasta séptimo grado en el internado, y luego de unos cursos de validación obtuvo las credenciales para enseñar. Durante la clase, habla en su lengua, pero escribe en español con caligrafía perfecta. Sin libros, sin cartillas, casi sin cuadernos, la escuelita del resguardo es el triste retrato de las oportunidades que tendrán estos niños en el futuro. Más aún cuando la expulsión del territorio o su confinamiento en él es la realidad que se cierne sobre ellos.

Los jiw son un pueblo de 2.000 personas y a pesar de estar en sitios tan remotos y ser pacíficos, han sido azotados por la violencia desde los tiempos inmemoriales de las caucheras hasta ahora. Son seminómadas, cazadores y pescadores, les gustan la fariña y el casabe, y están sufriendo como pocos el impacto de las minas antipersonales sembradas por la guerrilla y de los residuos explosivos que dejan los bombardeos o el paso de la fuerza pública. Por eso hay más de 150 Jiw desplazados en varios caseríos a lo largo del río y en San José del Guaviare.

Uno de los casos más dramáticos lo están viviendo la familia González, del resguardo de Barrancón, a 15 minutos de San José. En parte de su territorio se instaló una escuela de fuerzas especiales de las Fuerzas Armadas y en 2005, cuando toda la familia salió a buscar desechos y chatarra, Nubia, en ese entonces con 20 años, tomó en sus manos un objeto que le estalló contra el cuerpo. Perdió los dos brazos, un ojo y la visión casi totalmente por el otro. Su piel quedó tan delicada que no puede usar prótesis. Sus hermanitos quedaron heridos y en total siete miembros de la familia terminaron en el hospital.

Después de la tragedia, la familia se empobreció aún más, tratando de darle un amoroso soporte a Nubia. Sus hermanos y padres trabajan como artesanos para darle un aliento de vida a ella. Con sus muñones, Nubia se frota el pecho. "Me duele mucho el corazón", dice. Su padre refuerza la descripción. "A mí también. Hay noches que despierto y no puedo respirar". Es el sufrimiento. Nubia se lamenta porque sus hijos no la visitan. Se fueron con quien era su esposo hasta el momento del accidente. No les gusta verle el rostro, el cuerpo destruido. La repudian o le temen. Y eso duele.

La historia de Nubia no es la única: 34 indígenas jiw han sido afectados por minas desde que arreció la guerra. Esperan que los militares cumplan la promesa de sacar sus campos de entrenamiento del resguardo y que las Farc entiendan que la selva es su vida. Que alguien se ocupe de hacer cumplir el Auto que expidió la Corte Constitucional el año pasado en el que advierte que los jiw son un pueblo en peligro de extinción, por el conflicto. "Aquí empeora la situación a medida que el gobierno gana terreno en otras regiones", dice Héctor López, defensor del Pueblo del Guaviare.

Cuando dejamos Mocuare, aguas arriba vemos el buque de la *******ia anclado cerca de Puerto Alvira. Es el jueves 23 de septiembre en la mañana y un teniente de la Armada nos da la noticia: el Mono Jojoy murió esa madrugada en un bombardeo. A decir verdad, en las selvas del Guaviare ni la gente del común, ni los militares estaban celebrando. En esa otra Colombia, donde la guerra es una realidad cotidiana, nadie se hace ilusiones de triunfos rápidos. Se sabe que el Estado va a quedarse. Y que seguramente a la postre, terminará dominando la manigua. No por nada están llegando petroleras a explorar este subsuelo, hay 100.000 hectáreas de palma cultivada, y una carretera que une a San José con Villavicencio que, según el coronel Losada, "nos ahorrará 20 años de guerra". Pero mientras tanto el sufrimiento y el abandono reinan en este pedazo de país donde muchos colombianos, aún sin cédula, reclaman su derecho a ser incluidos en la idea de prosperidad que se enarbola desde el gobierno.

Esta guerra del Guaviare, periférica y marginal, selvática y olvidada, no está hecha de grandes hazañas sino de pequeñas tragedias. Y eso debería ser razón suficiente para ponerle fin.

Enlace: http://www.semana.com/noticias-nacio...ra/146294.aspx

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