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Los confines de la guerra

Cuando un buque de la Armada se instaló a orillas de Mocuare, en lo profundo del Guaviare, todos los colonos del pueblo supieron que la lluvia de balas y bombas sobre sus cabezas no vendría sola. El hambre llegaría también, rauda y demoledora, tal como pasó. Mocuare es un pequeño caserío a 340 kilómetros de San José, al que se llega navegando por el río Guaviare, y después de pasar dos pueblos con nombres de masacres: Mapiripán y Puerto Alvira, golpeados brutalmente por los paramilitares.

Las aguas grises, de brillo metálico, están más solitarias que nunca. Uno que otro bote de pescadores se bambolea en las orillas. El buque ARC Ariari viene remontando las aguas, y las pirañas de la Infantería de Marina se ponen en alerta a nuestro paso, justo cuando suenan a lo lejos unos cuantos disparos. Vamos en una pequeña pero veloz lancha del Comité Internacional de la Cruz Roja (Cicr), dejando atrás una hilera de árboles majestuosos cuyas copas se enredan formando una maraña. En Mocuare nos esperan. Bajo la sombra de un palo de pomarrosa un puñado de colonos pobres, que han cultivado coca desde hace muchos años, sacan su memorial de agravios.

Al unísono cuentan que el 27 de julio se desplazaron porque los militares se negaron a mover el buque que habían anclado justo frente al centro de salud y el internado. Los hombres de 'Ciro', uno de los jefes del frente 44 de las Farc, no tenían reparo en hostigar a los Infantes de Marina, aunque las balas pasaran rozando a los niños. Incluso mandaron la razón que maestros y alumnos se resguardaran en la cocina, tras un endeble fogón de leña, para que no resultaran lesionados. Los militares tampoco tuvieron recato en disparar granadas hacia el otro lado del río. La zozobra fue mayor cuando los guerrilleros anunciaron que usarían sus rudimentarios morteros, que no tienen precisión, y ahí fue cuando los habitantes de Mocuare se fueron del pueblo y dejaron que los bandos se dieran plomo solos.

Les habían implorado a los militares que se movieran un poco. No solo por el miedo al fuego cruzado, sino por la coca. Desde que la Armada llegó al pueblo, la coca desapareció. También la comida.

En las tiendas está la infaltable romana, instrumento vital para el trueque del polvo amarillento y compacto, por arroz, frijoles, sal y jabón. Un hombre de mediana edad saca un pedazo de la pasta que guarda en un plástico retorcido y lo pesa. Tiene 36 gramos que equivalen a 72.000 pesos con los que compra en ese instante 15 panelas, jabón, crema dental y un poco de cebolla y tomate. Hace 10 años Mocuare producía hasta 10.000 kilos de coca a la semana. Pero la erradicación tiene acabados los cultivos. "Ocho fumigaciones en dos años. En la última se tiraron la cosecha de maíz y hasta los limoneros se encresparon", dice el hombre de los 36 gramos.

Aun así, con la coca es con lo único que se come. Sin la coca hay hambre. Y el hambre empezó a mostrar su peor mueca con la llegada de los militares. El coronel Bernabé Losada, de la Infantería de Marina, tuvo que decir no cuando un grupo de líderes le hizo la insólita solicitud de que se retirara por lo menos 15 días, para poder sacar la coca y que la gente tuviera un alivio. La guerra siguió y el hambre arreciaba. La situación se puso tan grave, que según Losada, a sus tropas les tocó atender a "una mujer que se estaba enloqueciendo, se estaba comiendo el pelo, por el hambre".

Por eso, por las balas y el hambre, la gente se fue de Mocuare. Y sin gente, la guerra se pone difícil. Para las Farc, porque no logran abastecerse ni tener información. Para los militares, porque su función es proteger a la población civil. Total, en septiembre los militares se fueron, las Farc se quedaron y la población retornó en medio de una pobreza escandalosa que se agravó con algunos saqueos que encontraron en sus casas.

Luis Alberto Capera, un indio coyaima que usa sombrero de fieltro negro, llega sudando después de caminar más de dos horas para leer en un papel lo que perdió durante la incursión de las tropas oficiales: un radio transistor de 80.000 pesos, una crema colgate, un talco Johnson, un frasco de insecticida, chocolate y alverjas. Parece poco, pero en estas lejanías es mucho. Cada uno saca su propia lista. A uno le vendaron los ojos por un camino, a otro lo interrogaron y otro tuvo que botar a una quebrada un explosivo que los militares dejaron tirado en su finca. Para muchos soldados, los ranchos abandonados por los habitantes de Mocuare no eran más que casas de milicianos. Guaridas de la guerrilla y, por tanto, sus pertenencias, un botín. Los colonos le entregan por escrito estas denuncias a Adolfo Beteta, un curtido funcionario nicaragüense del Cicr, que dirige la misión en Guaviare y que les prestó ayuda humanitaria durante el desplazamiento. Ahora se ha convertido en soporte de su retorno.

Para equilibrar pregunto por los atropellos de la guerrilla. Callan. Solo dos líderes dicen que con "el grupo armado" (así llaman a las Farc) hay relativa calma. "¿Y las minas?", pregunto. "Bueno, ellos dicen por qué lados no podemos movernos y si uno obedece nada le pasa". Total, me dicen, los que han caído en ellas son unos tontos, que no acatan las órdenes. Es el mundo al revés.

No me sorprende que la gente haya aceptado de alguna manera el orden social arbitrario que imponen las Farc, puesto que el otro, el del Estado, está ausente o lleno de falencias. Para muestra una líder saca una docena de cédulas inservibles y con errores que sacó la Registraduría durante una jornada que quedó inconclusa porque se acabó la papelería. En Mocuare muchas personas ni siquiera tienen cédula. No la han necesitado hasta ahora en ese país de los confines donde la coca es la moneda y el fusil, la ley. Pero llegado el Estado, así sea solo con la bota y el camuflado, las necesidades cambian. Todos necesitan tener una identidad y empezar a hacer parte de la Colombia legítima.

Pero los problemas para que el Estado llegue son infinitos. Hay un centro de salud recién remodelado, pero sin doctores ni medicinas. Este año la falta de una ambulancia se hizo crítica cuando una niña indígena de 11 años cayó en una mina a las nueve de la mañana, y solo en la noche pudo ser sacada por sus vecinos hasta Puerto Alvira. "Lloraba en silencio. Tenía destrozado el estómago, los labios y un ojo", dice una líder de Mocuare, quien para poder mover a la herida por el río tuvo que esperar que tanto las Farc como los militares le dieran permiso. Ahora esperan una lancha-ambulancia que prometió la Gobernación del Meta.


Nubia González tiene 25 años y hace cinco perdió los dos brazos, un ojo y parcialmente la visión de otro, cuando un desecho de explosivo usado por la fuerza pública en sus entrenamientos le estalló en las manos



En Mocuare, corregimiento de San José del Guaviare, los niños juegan con casquillos de balas que dejan los enfrentamientos entre los militares y las Farc, que están regados por todas partes.

CONTINUA....

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