La percepción de renovación política que se respira hoy reside en esa "gran alianza para la consolidación de Colombia", que es como el presidente Santos define su propuesta de "prosperidad democrática", objetivo loable en un país en el que la desigualdad ha crecido en el ultimo decenio, como lo denunció en pleno acto de posesión el presidente del Congreso, Armando Benedetti, para profundo malestar del mandatario saliente.
¿Por qué el uribismo no pudo (o no quiso) avanzar de manera radical en la superación de la desigualdad, tal como lo hizo en materia de seguridad? ¿Es tan solo un problema de corrupción? ¿Es tan descomunal el esfuerzo de guerra que drena de manera irreparable recursos públicos indispensables para el desarrollo? ¿Se trata acaso de un problema de fondo relativo al modelo económico al que le apuesta un país insignificante en un escenario internacional que no puede dominar?
El caso colombiano es aún más dramático si se tiene en cuenta que, aunque los Estados del sur no tienen el músculo para encauzar en su favor las fuerzas económicas que mueven el mundo, nuestro crecimiento en las ultima década ha sido cuando menos mediocre, en comparación con el auge de otras economías regionales, como la peruana, históricamente más pequeñas que la colombiana y que han mostrado enorme dinamismo.
¿Cuál es la relación entre subdesarrollo, inequidad y violencia en Colombia? Los ambiciosos estudios que citaba ya en el 2003 el Informe Nacional de Desarrollo Humano 'El conflicto, callejón con salida', del PNUD, "(...) distinguen hasta siete clases de costos asociados con el conflicto armado: el gasto militar directo; la infraestructura y activos materiales destruidos; el valor económico de las vidas perdidas; el costo de los daños sociales (salud, desplazamientos de población); las transferencias ilícitas (a título, por ejemplo, de secuestros); el desperdicio debido al miedo o la incertidumbre (tierras abandonadas, fuga de capitales) y la destrucción de intangibles (y, en particular, de confianza y 'capital social')". El estudio aproxima el cálculo en un costo total "cercano a dos puntos anuales del PIB".
No se equivoca Santos cuando entiende que la paz está en la renegociación de las estructuras de poder, y no es tan solo una cuestión de trasladar el dinero de un rubro a otro. El problema es de política dura.
Santos acaba de descubrir en su primera semana de gobierno que desafiar la trampa de la desigualdad pasa por tocar esas estructuras rígidas que mantienen hoy a media Colombia bajo un sistema feudal y cuyos interesados defienden (y defenderán) a punta de bombazos y otras formas de terror. La modernización de esa media Colombia profundamente pobre y atrasada pasa por la transformación de las estructuras de poder en las regiones a partir de una fórmula de transición en la que la justicia será el comodín definitivo, una fórmula en la que Santos debe comprometer a toda la sociedad colombiana en una visión de país capaz de armonizar su desarrollo económico con la superación de la desigualdad y la violencia.
El crecimiento, aun cuando sea acelerado y sostenido, no genera sociedades igualitarias, ni una conciencia colectiva apaciguada ni dispuesta a recomponer los tejidos sociales. Tampoco lo producen las perversas políticas asistencialistas que convierten la victimización en una condición permanente, y no transitoria, y que desempoderan a grandes sectores sociales que caen en la trampa de verse obligados a seguir siendo pobres para continuar recibiendo beneficios.