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Adolf Eichmann nació el año 1906 en Solingen. Era un simple comerciante hasta que entró en la Gestapo el año 1934. Allí destacó por su obediencia ciega y por una gran eficiencia en su trabajo. Ascendió rápidamente y en 1938, cuando Austria se unió a Alemania, le encomendaron la misión de deportar a los judíos del país vecino. Para entonces ya formaba parte también de las SS.

Cuando el mando nazi decidió emprender la solución final para los judíos -esto es, su exterminio- Eichmann fue el hombre elegido para dirigir toda la operación. Se trataba de poner en funcionamiento una enorme maquinaria de muerte. El traslado, hacinamiento, asesinato e incineración de millones de judíos y todas las labores asociadas a la masacre cayeron bajo la responsabilidad de este teniente coronel de las SS.

Él organizó las deportaciones de millones de judíos a los campos de concentración nazis, y es el responsable directo de millones de muertes. Sin embargo, no deja de ser un responsable funcionario que cumplía las órdenes de sus superiores. Él mismo lo declaró, eximiéndose de cualquier culpa: ''yo era un engranaje en la maquinaria''. En su juicio, celebrado en Jerusalén en 1961, dijo lo siguiente: “Cien muertos es una tragedia, cien mil es estadística y nada más''.

Eichmann hablaba del holocausto con la máxima naturalidad, sin sentir ningún tipo de remordimiento. El mismo Himmler dijo sobre este genocidio que se trataba de las ''páginas más gloriosas que jamás serán escritas''. Los nazis banalizaban el exterminio, no creían que se tratase de crueldad. Era una gran obra, estaban limpiando la humanidad del cáncer que la consumía. La fe ciega en esta doctrina les libraba de cualquier culpa interior. Llevaban a cabo una misión, pero nunca creyeron ser crueles genocidas.

El hombre de hielo, bautizado como ''funcionario del mal'', supervisó personalmente los fusilamientos, las muertes por asfixia -tanto en vehículos como en cámaras de gas-, decretó la forma en el traslado de los prisioneros (hacinados como animales), etc. Se dice de él que era incapaz, como tantos altos mandos nazis, de comprender el alcance de sus actos, de entender las consecuencias de sus acciones.

Sólo en alguna ocasión manifestó cosas como esta: 'Bebía schnapps (aguardiente) como si fuera agua. Tenía que beber. Necesitaba intoxicarme. Y pensaba en mis dos niños. Y reflexionaba sobre el sinsentido de la vida'. Esto figura en su diario refiriéndose a una mañana de 1942, cuando los restos del cerebro de un bebé le salpicaron en el abrigo. Incluso un día reconoció haber formado parte del 'mayor crimen de la historia de la humanidad', la 'mayor danza de la muerte de todos los tiempos'. Pero por normal general sólo se mostraba como una parte de la maquinaria nazi exenta de culpa.

Precisamente su diario, llamado 'el diario del demonio' estuvo de actualidad el año 2000, cuando fue desclasificado. Al hacerse público causó un gran revuelo, por ver cómo este hombre, que se autodefinía como hombre normal, padre, marido y trabajador competente fue capaz de señalar con el dedo a cientos de miles de niños, mujeres o ancianos para enviarles a la cámara de gas como destino final.

Lo más sangrante de las declaraciones de Eichmann, antisemita convencido, es que dijo que lo hacía por el bien de esas personas, para mitigar su sufrimiento, un sufrimiento inherente al hecho de que fueran judíos.

Al acabar la guerra, Eichmann logró huir rumbo a Argentina, como tantos líderes nazis. Pero el Mossad fue capaz de hallarlo, y fue finalmente detenido en 1960. Los agentes de Israel lo secuestraron y lo llevaron a Jerusalén, donde fue juzgado acusado de crímenes contra la humanidad. Obviamente en el juicio resultó culpable y fue ahorcado dos años después, el 31 de mayo 1962.

Pero en el juicio reveló algo todavía más grave que su propia acción, algo que debió remover las conciencias de millones de personas. Eichmann relató de forma detallada cómo el Vaticano creó una red clandestina para resituar en secreto a más de 435.000 criminales nazis en toda América del Sur.


Todo estaba pagado con los numerosísimos lingotes de oro que el Tercer Reich entregó al Vaticano (cientos de ellos procedentes de los dientes de oro fundidos de las víctimas del holocausto). La Santa Sede colaboró de forma activa en el rescate de todos aquellos nazis que de otra forma habrían acabado en prisión o ejecutados.

Esta es la historia de un monstruo, de un ser de hielo, clave para comprender el alcance de un genocidio que acabó con la vida de 5.978.000 judíos.

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