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Predeterminado La historia más grande jamás contada, capítulo 12 Calificación: de 5,00

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Empezaron 30 equipos y, unos 122.000 minutos de baloncesto después, quedan dos. 2460 partidos de Regular Season, 75 de playoffs. Y al final del camino, consumidas las finales de Conferencia, la leyenda: Los Angeles Lakers - Boston Celtics. La gran colisión, la rivalidad quintaesenciada, los enemigos que adoran odiarse. Nada hay por encima de esto y por eso brinda Stern (se auguran récords de audiencia, maná en tiempos de crisis) y brindamos todos. Todo queda por un momento en segundo plano, fuera de foco. Hasta los dimes y diretes sobre el futuro de LeBron, Wade, Bosh… La NBA se congela en el tiempo y recupera todo su carisma, la mitología de la que están hechos sus huesos. Vuelve al duelo que la salvó primero y la hizo infinita después. La NBA es púrpura y oro contra verde. Los Angeles Lakers - Boston Celtics, capítulo 12.
Las Finales 2010 que arrancan el jueves son algo más que la madre de todas las finales, más que un producto esencial de exportación U.S.A., más que la marca de agua de una de las mayores sagas que pueblan el subconsciente de cualquier amante del deporte. Es la expresión de una lucha eterna, de un desencuentro irresoluble, formas de vivir antagónicas que ansían depredar a la otra. Fue en un instante de la historia el blanco contra el afroamericano; Fue el orgullo de la clase trabajadora contra el sonido de flashes de Hollywood, la tradición labrada en piedra contra la modernidad dibujada en letras de neón. Celtic Pride contra Showtime. Magic contra Bird y las series que salvaron la NBA. Más: Bill Russell, Bob Cousy, Elgin Baylor, Wilt Chamberlain, Jerry West, Magic Johnson, Larry Bird, James Worthy, Kareem Abdul Jabbar, Kevin McHale, Robert Parish… y, desde hace un par de años, nuevos nombres para el panteón de estas batallas infinitas: Kobe Bryant, Paul Pierce, Kevin Garnett, Ray Allen y por supuesto Pau Gasol, un jugador de baloncesto español que forma parte de un relato que comenzó en 1959 y escribirá un nuevo capítulo en 2010. Un Pau Gasol que afronta su tercera final NBA en los casi 28 meses transcurridos desde su fichaje por Los Angeles Lakers.

En los 63 años de historia de la gran liga, Lakers y Celtics se han repartido 32 anillos. En un par de semanas serán 33 de 64. Los datos son tremendos. Todos: para Lakers esta final será la número 31; para Celtics la 21. Si maravilla la perseverancia de los angelinos para citarse con la lucha por el anillo, aún lo hace más la efectividad cercana a lo infalible de los Celtics: 17 títulos en 20 finales por el 15-15 de Lakers. El duelo personal también sonríe ampliamente a los del Este: 9 victorias en las 11 finales en las que se han encontrado. Las ocho primeras… y la última, en 2008. En medio, dos triunfos angelinos (85 y 87) en los años de Magic y el Showtime, los años de la mística que ya se filtraba como un goteo imparable desde Estados Unidos a los hogares de todo el mundo. El recuerdo del Memorial Day Massacre (triunfo de Boston por 148-114) o del ‘junior sky hook’ de Magic sobre McHale y Parish, el gancho que congeló el Garden. Sí, fueron las series que salvaron a la NBA del declive y la lanzaron a la conquista del mundo. Fueron los años de las colisiones de leyenda entre Lakers y Celtics, reyes de una era maravillosa llena de escuderos maravillosos: los hermanos Malone, Julius Erving, Isiah Thomas, Hakeem Olajuwon, Charles Barkley, Dominique Wilkins, Clyde Drexler… viejos tiempos, buenos tiempos.
Duelos de ayer, hoy y siempre


Para entender el significado de esta rivalidad hay que sumergirse en toda una línea de concepción vital y prejuicio social qeu emana de algo mucho más profundo que la simple ubicación geográfica y que anida en la muy americana fractura entre la mentalidad de las costas Este y Oeste. La lucha del sudor contra el espectáculo, del orgullo contra el glamour. La vieja escuela contra los que revolucionaron el juego en los 80 o, más de una década antes, el gran Bill Russell afirmando que podían pasar muchas cosas “pero no que los Lakers nos ganen”. Otra imagen histórica: Philadelphia asaltando Boston en un séptimo partido de la Final del Este (1982) y el público del Garden jaleando a los Sixers al grito de “Beat L.A.!”, inventado en Boston en los 60 y un mantra infaltable hoy en día en cada ciudad en la que juega un equipo angelino. De cualquier deporte. Un eco que ya resonaba, atávico, en el tercer partido de la final del Este de este año. Orlando Magic había dejado de importar, era un obstáculo transparente que no ocultaba un horizonte por el que asomaba la Némesis eterna, la la enésima cabalgada hacia el destino de los guerreros verdes. En paralelo y en Los Angeles, mientras Lakers daban poco a poco cuenta de los corajudos Suns, las gradas del Staples respondían con un órdago a los cánticos de guerra que llegaban del otro lado del país: “We want Boston!”, “We want Boston!”… ¿Memoria histórica? Sí, incluso memoria genética, algo que va inscrito a fuego en la psique de ambas aficiones. Y más: el recuerdo fresco de 2008, una final sin la cual es imposible analizar la que ahora se avecina, sobre todo en lo que se refiere al bando de los entonces derrotados y ahora defensores del anillo, Los Angeles Lakers.

17 de junio de 2008: Los Angeles Lakers acude al matadero del TD Banknorth Garden de Boston para el sexto partido de una final que los Celtics dominan 3-2. El reto es ganar dos partidos en territorio hostil, tan excesivo que el equipo de Phil Jackson se desmorona a las primeras de cambio en una derrota para la historia: 131-92. Sonrojante (y más) derrota de la que nació -la letra con sangre entra- el equipo que ganó el título un año después y el que vuelve ahora a por el ‘repeat’. Aquella noche quedó impresa en la retina de un equipo que comprendió hasta qué punto hay que acudir preparado al lugar adecuado en el momento adecuado. Aquel partido sigue retumbando, dicen, en las pesadillas de Kobe Bryant (falló 15 de sus 22 tiros). En las de Andrew Bynum, que lo vio desde el banquillo ausente por lesión, y en las de un Pau Gasol que llegó exhausto y que no pudo responder al climax de intensidad y contacto físico con el que le gobernaron Kevin Garnett y Kendrick Perkins. Incluso inspiró a Ron Artest, que estaba en la grada y que bajó al banquillo de los Lakers tras el partido para mirar a los ojos a Kobe Bryant y decirle “yo puedo ayudarte”. Aquello final, por la que los Lakers todavía tragan hiel y escupen bilis, tuvo más momentos dolorosos: la escenificación histérica de Paul Pierce en el primer partido, en Boston, dominado por los visitantes hasta que el alero (californiano y aficionado laker reconducido por la vida a héroe celtic) y posterior MVP fingió una lesión para retirarse a vestuarios y volver minutos después para encender a la grada y a su equipo; y sobre todo la rendición de un Staples con más polvo de estrellas que pasión inflamable en el cuarto partido, donde realmente se decidió la final con una remontada apoteósica de los Celtics, que levantaron 24 puntos en el segundo tiempo a base de energía y de una lluvia de triples en la que sobresalieron dos que ya no están: Posey y House.
El largo camino hacia el ‘repeat’


Esa final, insisto, construyó a los actuales Lakers, los endureció hasta darles la determinación de los campeones. En los dos años siguientes y con el mentón endurecido, el equipo angelino ha vivido entre críticas a su inconsistencia, a sus lagunas a lo largo de los partidos, a sus fases de dejadez defensiva o de abandono en ataque al talento individual en detrimento del sentido colectivo de juego que les hace casi imparables. Desde entonces, y con todas esas críticas, un anillo y otra final, la tercera seguida. Los defectos de Lakers los recitaría cualquier seguidor medio de la NBA sin pestañear: los 35 años de Fisher, las rodillas de Bynum, la extraña adaptación de Artest y sobre todo la escasez de armamento en la aportación de banquillo. Las virtudes se afinan y alinean cuando llega la hora de la verdad. Desde el 2-2 de primera ronda ante OKC Thunder, los Lakers han mostrado actitud maridada de la aptitud que se les presupone, han subido el voltaje defensivo y han comenzado a jugar con equilibrio en ataque. Fisher ha empezado a meter sus tiros importantes (un Mr. Big Shot en toda regla) y ha tenido incluso buenos minutos defensivos. Artest ha lucido su excelencia como carcelero (lo saben Durant o Richardson) y ha afinado su muñeca y su inclusión en el triángulo ofensivo con una canasta decisiva y un partido completísimo en las dos últimas victorias ante Phoenix Suns. Odom ha puesto velocidad de crucero y Bynum se dosifica pensando en Perkins, Davis, Rasheed y Garnett. El resto es el mejor jugador del mundo y uno de los mejores de la historia, Kobe Bryant, en los que están siendo quizá sus mejores playoffs en un sentido integral del juego, y Pau Gasol. Más maduro, más duro, más reboteador, más móvil y más líder. Un Gasol al que ya pocos creen que Garnett pueda devorar como hace dos años y al que Barack Obama -nada menos- reivindica como el mejor jugador interior de la liga.

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