Autor: ELBER JULIO CRUZ
Ninguna otra figura de la vida pública nacional merece tanto respeto como la que encarna el señor Presidente de la República. Y como es apenas lógico, de ninguna otra personalidad espera uno muestras de respeto y decencia como del mismísimo señor Presidente. No obstante, el actual debate presidencial nos está permitiendo comprobar lo poco respetuoso que sigue siendo el señor Uribe Vélez con el pueblo colombiano.
Ni siquiera me voy a referir a irrespetos de marca mayor como la parapolítica, la yidispolítica, el referendopolitica, las chuzadas, zona franca, Agro ingreso seguro y los muy tristemente celebres falsos positivos, entre otros menos sonados, sino al respeto elemental que nos asiste a los seres humanos frente a todos nuestros semejantes, aún cuando se trate de oponentes, contradictores o enemigos; aquel que dice de la educación y la decencia propias y que en la gran mayoría de las veces nos lo enseñaron de niños nuestros padres en casa.
La frase “la seguridad democrática no es asunto de caballo discapacitado” pronunciada por el señor Presidente de Colombia, en un consejo comunal en Norte de Santander a principios de la semana que termina, en una alusión directa al candidato a la presidencia de la República por el Partido Verde, doctor Antanas Mockus, no termina sino por convencerme de que la soberbia de este señor no conoce limite y que la sentencia universal de “respeto al prójimo” no cabe en su ego inflado y altanero.
Pero este mismo hecho también nos permite dilucidar parte de la gran preocupación que desanda la encrucijada del alma de la que en otras ocasiones nos hablaba el presidente Uribe. Él, regodeado en las ramas más altas de los laureles de la seguridad democrática se había hecho creer así mismo que era imprescindible e irremplazable. ¿Qué será del país sin mi?, ¿Hago lo correcto en irme y dejar a los colombianos desamparados?, debían ser algunas de las cuestiones, el to be or not to be de aquel dilema de conciencia. Ahora lo aterra la idea de que los colombianos confíen en que existe una posibilidad superior, un camino correcto para alcanzar la libertad, lejos de la corrupción, la ilegalidad y las atrocidades.
Tal vez sea el desespero que produce ese visceral miedo a perder el poder, a ser procesado como cualquier terrenal mortal por los excesos cometidos en su gobierno, el que impulse al Presidente a ofender, a participar directamente en política (otro precepto constitucional que este señor viola sin problema), a entrar en contradicción con sus apreciaciones del pasado, a prescindir de los argumentos como arma de defensa, postulado que él mismo pregona con vehemencia, pero que parece olvidar fácilmente ante la pavorosa y apocalíptica posibilidad que los lápices reemplacen a los proyectiles, que su magno proyecto político sea desmontado y desmitificado por el ridículo simbolismo de los mimos y los girasoles.