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Kaffeetrinker 2 El Bogotazo: una vida que floreció en la penumbra de la muerte Calificación: de 5,00

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La historia del galeno que atendió al moribundo Jorge Eliécer Gaitán en la luctuosa jornada del 9 de abril de 1948.



El doctor Hernando Guerrero Villota recogió la cosecha gloriosa de la vida, que floreció esperanzadora en un valle de muerte y horror, como en efecto lo fue aquel 9 de abril de 1948, que con lamento despidió para siempre al caudillo Jorge Eliécer Gaitán, su agonizante paciente que casi sin signos vitales llegó a la Clínica Central el mismo día en que nació su primer hijo.

Con escasos 22 años y a pocos meses de haber obtenido su título profesional, el medio día de tan indeleble jornada deparaba para el médico un examen no tan exigente en lo profesional como lo fue en lo emocional; el ídolo de un inmensurable ejército de desarrapados, que igual de venerado era en algunos de los círculos más selectos de la sociedad colombiana, yacía sumergido en un mar de sangre, en el área de urgencias donde el doctor Guerrero cumplía turno.

Era la hora del almuerzo cuando él y sus colegas Noel Gutiérrez y Carlos Trujillo se vieron forzados a dejar el plato servido en la mesa, para atender al llamado de auxiliares que anunciaban la llegada de un herido a bala, sin sospechar si quiera que se trataba del hombre al que muchos habían consagrado la esperanza del progreso y la bienaventuranza de la patria.

Decenas de curiosos, sumergidos en lo que parecía ser una incontenible ola de ira circundaban la sala donde permanecía el paciente, herido a unas pocas cuadras de la clínica. Con muchas dificultades se abrieron paso los galenos que notaron con estupefacción el escalofriante torrente de sangre que emergía sin cesar de la cabeza del personaje, poco antes de percatarse que quien se debatía entre la vida y la muerte era ni más ni menos que Jorge Eliécer Gaitán.

Sin pensarlo dos veces y como si hubiera sido cualquier otro paciente, recuerda el doctor Guerrero, se apresuró a cubrir las heridas de la cabeza con unos apósitos y abundante vendaje, en el propósito infructuoso de detener la hemorragia, en medio de la presión de propios y extraños, que armados de valor, de sentimientos encontrados y hasta de mortíferos instrumentos vigilaban, con actitud amenazante, la labor de los médicos.

"El pueblo invadió la sala de cirugía, entraron a la brava. Inclusive, un tipo con una hoz, entró ahí, a decirnos que si no lo salvábamos nos mataba," señala Hernando Guerrero, con un lamento que aún delata su dolor de gaitanista sosegado y paciente, condiciones que parecieron desdibujarse ante la lapidaria reacción de su colega Cruz, que apenas "vio que dejó de palpitar el corazón, tiró el fonendoscopio y dijo ‘no hay nada que hacer'.

La vida de un sueño cargado de prosperidad para sus millones de seguidores se detuvo con la emergente inercia en los órganos de un Gaitán que enterraba sus banderas, liberando el paso a la inconsciencia, la destrucción y el horror. El reloj marcaba la 1:50 de la tarde, cuando a la ira convergió un pueblo ad portas de la asfixia, que veía en la muerte de su líder la victoria implacable de la ignominia.

"Hicimos todo lo que era humanamente posible, que era ponerle suero, ponerle plasma y estábamos esperando para ponerle sangre, pero cuando ya estaba muerto para qué más, si no había nada que hacer", rememora con resignación el doctor Guerrero, quien no duda en reseñar la conveniencia que para unas castas en naciente decadencia significaba el deceso del caudillo.

Reticentes a saborear la amargura de una verdad tan pavorosa, los dolientes de Gaitán se abalanzaban sobre él para bañarse en su sangre que un día fue la cómplice de una vida llena de retos y conquistas y que para entonces no era más que la prueba palpable de su deshonrosa partida, la dolorosa transición hacia una etapa aún más cruenta y violenta de nuestra convulsionada historia.

El galeno recuerda la manera en que el pueblo gaitanista, como obstinado en escribir con sangre la consigna de su indignación, se volcó a las calles para adentrarse en una lucha sin dirección, sin causa y sin efecto, mas que destrozos, dolor y muerte.

Comenzaron los saqueos, los enfrentamientos, los incontables incendios, despojos y ruina, el preludio de una era cargada de represión y crueldad, idéntica a la de las fuerzas del orden que se atrevieron a abrir fuego contra su propio pueblo, respuesta a una revuelta que más pronto de lo que se pensó comenzaba a saborear una condena escrita desde su mismo origen.

Cientos de cuerpos inmolados en su ahogado grito de insurrección inundaban las calles de la capital, mientras los centros hospitalarios como lo Clínica Central no daban abasto en la atención de los heridos, momentos en que el doctor Guerrero se abstuvo de secarse el sudor que le bañaba su frente, temeroso de que la más mínima pérdida de tiempo significara un traspiés en su incansable deseo de salvar vidas.

Fueron casi 48 horas ininterrumpidas de trabajo y casi sin probar bocado, antes de que un aire mortuorio y desgarrador se tornara identificable para él; era el resultado de una ira colectiva, la de miles de seguidores de Gaitán colisionados en contra de la autoridad, fracasando en su empeño, ingenuo si se quiere, de derrocar al Gobierno conservador de Manuel Ospina Pérez.

Fueron pasos indecibles los que recorrió el médico, sumido en la penumbra de la muerte en la que se había convertido la semi destruida Bogotá. Fueron minutos angustiantes los que vivió Hernando Guerrero antes de cruzar la frontera de lo inexistente y reencontrarse con el milagro de la vida en medio de tan lamentable tragedia, antes de tomar entre sus brazos a su pequeño primogénito, Hernando, su recuerdo más digno y esperanzador nacido aquel 9 de abril de 1948.

A sus 87 años de edad, luego de haber sido director por varios años del Instituto Roosevelt y haber fundado la facultad de Medicina de la Universidad Javeriana de Bogotá continúa ejerciendo la medicina con la misma pasión, con la misma entrega y con la misma admiración de sus pacientes, como lo recuerda su esposa Mariela Serrano de Guerrero, quien rememora a su lado cada detalle de la extenuante jornada de más de dos días.

La llegada del agonizante Gaitán a la Clínica Central terminó siendo una huella indeleble en la brillante carrera de "papá Guerrero", como lo llamaban muchos de sus pequeños pacientes del Roosevelt. Una historia tan fascinante que fue el tema de la tarea de su pequeña nieta, que ahora debe estar siendo calificada por su profesora del colegio.

http://elespectador.com/noticias/judicial/articulo197435-el-bogotazo-una-vida-florecio-penumbra-de-muerte

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Andy



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