Denunciante Constante
 |  No ensucies el agua que has de beber
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Las cosas, simplemente, son o no son. La verdad es objetiva, no un caucho que, como la moral en algunos, se estira o se encoge, según las conveniencias, para adaptarla a nuestro gusto o a la necesidad que tengamos de justificar nuestra conducta.
La respuesta siempre áspera, cuando no sugestiva de agresividad física y hasta de violencia armada, contra todo aquel que se atreve a decir algo que no lo satisface; la permanente grosería a flor de labios, siempre lista para ser lanzada como saeta contra sus contradictores; la postura desafiante frente al más frágil; nada de ello puede ser la actitud admisible —al menos si tomamos en serio eso de que hicimos tránsito hace rato, según Federico Engels, de la barbarie a la civilización— de un Jefe de Estado, que, como tal, gobierna a una nación, concepto político y jurídico que, precisamente, en la definición de cualquier tratadista de Derecho Constitucional e Instituciones Políticas, desde los más antiguos hasta los más recientes, no se conforma solamente con los simpatizantes del régimen imperante, sino con toda la comunidad, cohesionada ella, pese a sus naturales diferencias internas, alrededor de la cultura, la religión, el pasado histórico, la lengua, la expresión étnica, las tradiciones y demás elementos que hacen posible que se le predique, que se le endilgue, que se le atribuya su condición nacional.
Ser venezolano, entonces, para descender al caso que nos ocupa y preocupa, es una categoría propia de aquellos que han nacido en el suelo patrio por cuya independencia luchó, sufrió y murió el General Simón Bolívar; de aquellos que han nacido en Caracas, por ejemplo; en esa Caracas vapuleada durante años turbulentos y tristes por los odios racistas y la ferocidad pseudomilitar de ese sanguinario patán que se llamó José Tomás Boves, asesino sin escrúpulos que pisoteó la dignidad humana a lo largo y ancho del territorio venezolano al frente de unas hordas sin control tan sólo movidas por el odio que él, un resentido social ya estudiado por la Psiquiatría, les inoculó en el alma; esa Caracas, digo, que tuvo que salir, enferma, sobrecogida y desolada, detrás de su Libertador, huyendo, como él mismo lo consignara para la posteridad gracias a la pluma vigilante de Luis Perú Delacroix en el Diario de Bucaramanga, "de la cuchilla sanguinaria" de este criminal de guerra impune que sin ser pardo se dio el lujo de exacerbar el odio racista entre los pardos para que, ya poseedores del poder que dan las armas, sólo desearan, mientras cabalgaban haciendo temblar el mundo, desollar vivos a los blancos, como si tener la piel de un color o de otro hiciera la diferencia frente a la condición de ser o no ser, como en el dilema de la celebérrima tragedia shakesperiana, traducida entonces en el respeto o irrespeto de los derechos del perdedor en el combate a no ser torturado ni asesinado con inmoral aprovechamiento de su indefensión, sino, por el contrario, a ser tratado acorde con las garantías inherentes a su dignidad, una dignidad que —solía y suele olvidarse— no es concesión gratuita del Estado (o de aquellos que tratan de derribarlo), sino que emerge bien de la colectiva calidad que todos tenemos de ser hijos de un mismo Padre, dador universal de la vida y, por ende, único depositario de la potestad de disponer de ese don inapreciable, según la filosofía religiosa, o bien de ser el hombre "el centro del universo", a la luz de la menos religiosa y más humanista filosofía surgida de las preclaras inteligencias que transformaron el mundo en la época memorable e irrepetible del Renacimiento.
Ser venezolano es, pues, al menos eso. Y lo es, se esté o no se esté dentro de la rosca que gobierna, dentro del grupúsculo de los que devengan del erario y que, debido a ello, echan constantemente, como es obvio (lo mismo sucede en todas las latitudes), discursos acerca de que sin ellos la vida no puede seguir existiendo ni el mundo puede seguir girando porque, claro está, ellos son indispensables. Y esa calidad, emergida del hecho físico de haber nacido dentro de un determinado territorio, no la puede desconocer el que se apoderó de los hilos en el teatrino nacional, como si solamente lo siguieran siendo, a partir de ahí, aquellos que le hagan las genuflexiones que tanto gustan a los sátrapas de todas partes, siempre dispuestos a beber a cántaros el elogio y a apurar a gotas y con gestos de desaprobación la crítica contra sus procederes.
Ser "hijos de papá y mamá" es el cargo lanzado, en incendiario discurso, desde los labios nada menos que del líder de la nación contra los miles y miles de muchachos que se han atrevido con coraje (porque requiere mucho coraje salir a marchar contra un régimen cuya cabeza máxima no ha tenido empacho alguno en amenazar verbalmente y a través de la televisión con que les sacará los tanques, con que hará uso de las armas contra ellos, con que les aplastará su protesta), que se atreven, digo, a salir, de todas maneras, a exhibir sus manos pintadas de blanco y con el dibujo del signo de la paz, acaso rememorando lo que hacía la juventud continental en los imborrables años 60 para exigirles a los Estados Unidos que se salieran ya del desgarrado Vietnam.
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