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Predeterminado A bordo de las putas de Ámsterdam Calificación: de 5,00

Los mejores licores
No todas las putas de Ámsterdam tienen la suerte de clea. para alcanzar su tarifa una chica debe tener menos de veinte años y una apariencia de top-model. el alquiler de una cabina puede costar mil euros por día
La oreja de Van Gogh

En el frío atardecer del 23 de diciembre de 1888, Vicent Van Gogh y Paul Gauguin tuvieron una pelea. Van Gogh incluso hirió levemente a Gauguin con una navaja. Cuatro horas después Van Gogh se rebanó la oreja izquierda, la envolvió en un paño y se la llevó de regalo a una de sus putas favoritas. Que un tipo como él se cortara una oreja no tenía nada de insólito, pero... ¿por qué regalársela a una puta?

Frits, el fotógrafo de Ámsterdam que un amigo argentino me había recomendado, limpió sus lentes de sol y me observó divertido.

—¿Por qué no a una puta

— fue su respuesta.

—Sí —me dije en voz alta—. ¿Por qué no a una puta?

Y es que la relación entre holandeses y putas va más allá de una oreja. En el alba del 29 de enero de 1701, la policía de Hamburgo descubrió el cadáver de una mujer en un retrete público. Estaba desnuda y decapitada. La policía, alertada por varios testigos, no tardó en dar con los criminales. Eran tres, dos mujeres y un hombre. El hombre llevaba en un saco la cabeza del cadáver. En su confesión dijeron que necesitaban aquella cabeza para preparar una poción mágica que pondría el pene de aquel hombre del tamaño de un calabazo. Una de las mujeres se llamaba Anna Buncke y, aparte del crimen, fue acusada de otro grave delito: haberse hecho pasar un tiempo por hombre al punto de casarse con otra mujer. Anna se defendió diciendo que no había engañado a nadie porque las putas de Ámsterdam la habían convertido de verdad en un hombre durante cinco años. En aquella época era común que los alemanes pobres emigraran a la potente Holanda en busca de trabajo, muchas mujeres se disfrazaban de hombres para obtener trabajo y como en ciertos barrios de Hamburgo existía la leyenda de que las putas de Ámsterdam podían agrandar penes y convertir mujeres en hombres no faltaban ilusos que acudían a ellas. Anna se aferró a esa leyenda para salvar el pellejo y quizá Van Gogh le había llevado su oreja a esa puta esperando que pudiera ponerla de nuevo en su sitio.

—¿Por qué no una puta? —repitió Frits y agregó sonriente—: Aquí empieza el Wallen.

Se había detenido en mitad de un puente. A la derecha había una chica que lanzaba pedazos de pan a los cisnes y patos que se deslizaban por las frías aguas del Amstel. Observé las calles más allá del puente iluminadas por lámparas y avisos multicolores. El ambiente era animado, uno tenía que esquivar las bicicletas que aparecían de la nada. De los coffee shops escapa un fuerte olor a marihuana y hachís. Frits me señaló la vitrina de Clea, una de las chicas que había contactado para mi crónica. Clea tenía puesta la cortina, lo que significa que estaba con un cliente; me quedé observando a una pelirroja en la vitrina siguiente, con los diez centímetros de sus tacones debía alcanzar los dos metros de altura. Sus largas piernas estaban enfundadas en medias de malla hasta la mitad de los muslos, la única otra cosa de vestir que llevaba puesta era un sombrero de bruja. El vello del sexo también era rojo y lo había recortado en forma de corazón, las tetas eran medianas con el pezón rosado y diminuto. A través del vidrio se veía el pequeño cuarto, había una grabadora y un abanico de mesa. Sobre la pared de fondo, un cuadro de Rembrandt. Había varios hombres y algunas chicas frente a su vitrina, ella les hizo un gesto para que esperaran y fue a poner un CD en la grabadora. Regresó a la vitrina y empezó a moverse al ritmo de una canción de Moby. Un rubio bajo y robusto se acercó a la puerta, ella la entreabrió y hablaron. El hombre sacudió la cabeza en forma negativa, ella se encogió de hombros, cerró la puerta y siguió bailando. Frits me avisó que el cliente de Clea había salido.

Ámsterdam es famosa, entre muchas cosas, por las prostitutas que se ofrecen desde vitrinas invitando a los transeúntes a tener sexo con ellas. Se estima que en esta ciudad holandesa hay cerca de 30 mil, la mitad de ellas proviene de otros países. Medina fue en busca de ellas.


Aquí Nicole Kidman sería una más

Había llegado a Ámsterdam ese lunes poco antes del mediodía. Del aeropuerto al hotel Eden, en pleno centro de la ciudad, son solo veinte minutos en taxi. Dejé las maletas en la habitación y de inmediato fui a dar un paseo. Le había dicho a Frits que nos viéramos el martes porque antes de hablar con él quería aventurarme por la ciudad sin referente alguno. Aquí Nicole Kidman sería una más del montón, pensé mirando aquella estampida de rubias perfectas que corría hacia las estaciones del metro y el tranvía. Me detuve en medio de ellas, sus cabezas flotaban a mi alrededor convirtiendo aquel oscuro y apacible lunes de otoño en un frenético y demencial verano de mil soles. Las chicas de Ámsterdam son altas, recorrer sus piernas puede tomar una vida. Sus pequeños y redondos traseros se marcan con fidelidad en la ajustada tela de los pantalones y muchas prefieren no llevar nada debajo. Mejor así. Mis pasos me conducen hasta la imponente fachada del hotel Krasnopolsky, una hilera de diminutos japoneses está entrando. Más adelante encuentro la calle Warmoesstraat, en la que hay una tienda especializada en todo tipo de condones; en otro tiempo, la Warmoesstraat fue un muelle. Me deslizo calle abajo tratando de encontrar algo que no valga la pena mirar pero es inútil, la ardua y fascinante arquitectura de Ámsterdam no da tregua, se duplica en los canales que la atraviesan. La oscuridad y el frío aumentan y me obligan a entrar a un bar. Adentro hay hombres mayores que discuten y bromean en aquel brusco e impenetrable idioma. Sus rasgos son rudos y dos de ellos llevan gorros de marineros. El tatuaje en mi cuello llama la atención del barman que me muestra un dragón en su antebrazo. Pido un whisky y me quedo con ellos en la barra. En mi precario inglés trabo conversación con el barman. La música que escuchan despierta mi curiosidad, parecen baladas de los años setenta. El barman dice que en holandés esa música se llama smartlappen cuya traducción literal sería trapo de llorar. Y aquellos hombres rudos se mecían al ritmo de esas baladas y las tarareaban cerveza tras cerveza. El que está a mi derecha en la barra me pregunta en español si llevo tiempo en Ámsterdam. Le respondo que acabo de llegar y él me cuenta que es hijo de aragonés con holandesa. Su acento es áspero y a veces invierte el sentido de las frases pero se nota que está orgulloso de poder hablar en la lengua de su padre. Hablamos, le digo que estoy en Ámsterdam para escribir una crónica sobre la ciudad y las putas, y él se lamenta de que antes casi todas las putas eran holandesas y después de la jornada de trabajo venían al bar para conversar y bailar con ellos y ahora esas chicas extranjeras no quieren amistad con nadie, solo reunir el dinero para después largarse sin dejar huella. Me dice que se llama Dick y me habla de otro bar donde suelen ir las ex prostitutas y me pregunta si quiero ir. Pago la cuenta y salgo con él. El bar del que habla está una cuadra más arriba, en la entrada hay una vieja Harley y sobre ella un esqueleto de plástico de tamaño normal. Una anciana viene a nuestro encuentro, se besan y abrazados van hasta la barra, los sigo y me siento con ellos. La anciana es una tailandesa y se llama Saokham.

—Es la mejor chupadora de pies de Ámsterdam —me susurra Dick—, deberías visitarla.

En un folleto que leí en el avión mencionaban los clubes de podólatras de Ámsterdam, según el folleto era mejor hacerse chupar los pies de un hombre que de una mujer. Observé que la boca de Saokham era larga y de labios delgados como un pez. Dick estaba hablando sobre la Fokker, había trabajado allí treinta años. La Fokker, que en 1996 se declaró en quiebra, había sido uno de los grandes orgullos holandeses. Otro era la Heineken, cuyos anuncios estaban por todas partes. Mientras Dick hablaba yo no podía apartar los ojos de la boca de Saokham.

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