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Lula da Silva, el obrero que no olvidó su pasado

Por: Angélica Lagos Camargo / David Mayorga

“Después de que ganamos, me relajé y lloré. Recordé todas las cosas que atravesé en mi vida, cosas que parecía imposible que sucedieran. Hoy ya puedo decir que soy el presidente más orgulloso del mundo”. Con estas palabras Luiz Inácio Lula da Silva describió el momento en que Río de Janeiro fue elegida por el Comité Olímpico Internacional, el pasado viernes en Copenhague, como sede de los Juegos Olímpicos de 2016.
Entonces lloró incontrolablemente. Unas horas después, en la tranquilidad del avión presidencial y con un vaso de cachaça en la mano, confesó que no sentía esa emoción desde aquel 6 de octubre de 2002, cuando, luego de tres intentos fallidos, se convirtió en el mandatario de Brasil. Fue la culminación de un sueño que rondaba en su cabeza desde los 35 años, pero que le había sido esquivo por su falta de preparación y el radicalismo de un discurso formado en las trincheras del sindicalismo y en la dureza de las favelas.
Sus padres, campesinos analfabetas, habían llegado en 1952 a la favela de Vila Carioca, una de las más peligrosas de São Paulo, junto con ocho hijos. En el salón de clases, a comienzos de los años 60, Lula descubrió en un mapa que Brasil era el país más grande del vecindario y por eso debía ocupar un lugar importante. Pero saberlo no traía comida a la mesa. Por eso, mientras aprendía a leer, tuvo que trabajar como lustrabotas, luego como ayudante en una lavandería y vendedor ambulante. La escuela quedó a un lado a los 14, cuando, tras laborar en una metalúrgica, entró a la ensambladora de Volkswagen como tornero.
Y fue allí donde conoció la lucha sindical, que sólo descuidaba cuando jugaba su equipo del alma, Corinthians. Sus ex compañeros de lucha recuerdan que la única vez que faltó por razones ajenas al fútbol a una elección sindical, fue por culpa del accidente laboral en donde perdió el dedo meñique de la mano derecha. Ese día ganó la presidencia del sindicato.
Los años siguientes estuvieron marcados por las huelgas y manifestaciones sindicales que lideró, el mes que pasó en la cárcel y el apodo de “Lula” (derivado de Luiz) que incluyó legalmente a su nombre en 1982, cuando inauguró su carrera política lanzándose a la gobernación de São Paulo sin éxito.
Para entonces, junto con un grupo de sindicalistas, intelectuales, radicales de izquierda y activistas religiosos, había ayudado a fundar el Partido de los Trabajadores (PT), agrupación política con la que se trazó la meta de llegar a la Presidencia de Brasil. Lo intentó tres veces —1989, 1994 y 1998—, pero en todas fue derrotado. “Es un sindicalista”, decían algunos; “no tiene estudios, ni siquiera terminó primaria”, criticaban otros. Pero Lula no se dio por vencido.
El día en que el pequeño niño de Vila Carioca llegó a Planalto —sede del gobierno brasileño— lo llamaron presidente de overol, un seguro aliado de Hugo Chávez y Fidel Castro, y pronosticaron las desgracias más grandes para el país que entonces atravesaba graves afugias económicas. Buena parte de la clase política se manifestó en contra del triunfo de un “obrero sindicalista de izquierda”.
Un voto de confianza
Después de su primer año de gobierno, quedó demostrado que su triunfo no sólo fue un voto de confianza a la vía democrática para la llegada de la izquierda al poder, sino también una lección de perseverancia y organización.
Lula, calificado por sus asesores como “testarudo, obsesivo y trabajador”, logró reducir los índices de pobreza de 38,4% a 24,6%, creó millones de cupos escolares, aseguró servicios sanitarios para las clases menos favorecidas, creó puestos de trabajo y aumentó los créditos a bajos intereses. La calificadora internacional Standard & Poor’s puso a Brasil en la categoría de Grade Investment, es decir, en el mismo lugar de las grandes potencias.
En el plano internacional, su gobierno se convirtió en el líder regional. Fue su idea crear la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) para tomar distancia de Estados Unidos y, a través de Mercosur, promovió la economía. Se dedicó a buscar rutas comerciales con África y es promotor de la reforma del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, buscando que Brasil sea un miembro permanente del mismo.

“Con elementos económicos del mercado más puro, Lula ha logrado no sólo consolidar la economía brasileña, sino la posición política de Brasil como país principal”, comenta el analista internacional Enrique Serrano, y agrega: “Los gobernantes de la región ahora ven a Brasil como el gran país, la gran potencia demográfica, económica y política, la misma que en el pasado se había mirado con recelo”.
Pero quizás uno de sus logros más importantes fue haberse convertido en una barrera de contención del chavismo. Por eso ahora es el interlocutor por excelencia del gobierno estadounidense en Suramérica. “Es el único presidente de la región que propone y exige a Washington. Chávez ofende, Uribe obedece, Lula propone”, explica Nelson Lopes, analista brasileño.
Escándalos y reelección
“Lula ha tenido una retórica de izquierda y a la vez ha procedido como un gobernante liberal de centro derecha”, asegura Serrano, para quien el brasileño se ha caracterizado por su pragmatismo total a la hora de gobernar.
Fue algo que comenzó a poner en práctica en 2004, su segundo año en el poder, cuando formó una coalición con el centroderechista Partido del Movimiento Democrático de Brasil (PMDB). El pacto le permitió no sólo ganarse la confianza de los empresarios de la nación, sino adquirir la mayoría en el Congreso. Pero la decisión trajo consigo fuertes dolores de cabeza.
El más fuerte se presentó en 2005 tras revelarse que congresistas del PT habían sobornado a opositores para aprobar proyectos del gobierno. Luego, Marta Suplicy, ex alcaldesa de São Paulo y favorita de Lula para sucederlo, perdió sus derechos políticos durante tres años por mal uso de fondos públicos. Por si fuera poco, este año el ex mandatario José Sarney, presidente del Congreso, líder del PMDB y aliado de Lula, fue acusado de despilfarrar fondos públicos.
Sin embargo, Lula salió adelante sin daño alguno. “En el Senado todos son mayorcitos. Que resuelvan sus problemas, yo tengo otras preocupaciones”, dijo en su momento, y su popularidad llegó al 80% cuando, ante los pedidos para que se lanzara a una segunda reelección, dio un no rotundo: “Brasil se demoró muchos años en consolidar su democracia para que yo sea el que la rompa. Me voy en 2010”.
Con Lula también dejaría el poder la coalición del PT y el PMDB, asociada por los electores con prácticas corruptas y envuelta en una guerra fratricida en donde Dilma Rouseff, ex guerrillera, jefa de gabinete y a quien Lula le ha dado el guiño presidencial, ha sido la más perjudicada.
Según todas las encuestas, si los brasileños acudieran hoy a las urnas para elegir al próximo presidente, ganaría con holgura el socialdemócrata José Serra, actual gobernador de São Paulo, a quien Lula derrotó precisamente en los comicios de 2002.
“La derecha de São Paulo se perfila como un gran actor que quiere continuar lo que Lula ha hecho, pero también limitar las posibilidades de excederse o pasarse de la raya, sobre todo en materia de gasto social”, vaticina Serrano.
Por lo pronto, el mandatario prefiere disfrutar, al ritmo de un trago de cachaça y un cigarro holandés, de sus triunfos no políticos (el Mundial de Fútbol de 2014 y los Olímpicos de 2016) antes de dejar el poder. “La clave de todo es el trabajo y nunca olvidar de dónde vienes: yo soy un obrero que siempre ha trabajado por los suyos y que no se puede dar el lujo de fallar”, había dicho a la prensa antes de consolidar el sueño olímpico de los brasileños.

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