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Antiguo 19-07-2009 , 00:12:44   #3
John Dillinger
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Predeterminado Respuesta: Comunismo: Cómo y por qué fracasó

II. El marxismo y sus fracasos

En realidad, hay un primer elemento de bulto, extraído del método científico, que indica que, en efecto, hay algo en el sistema comunista que invariablemente conduce al fracaso. Cuando llevamos a cabo un experimento en un laboratorio, y luego podemos repetirlo en las mismas condiciones y los resultados son similares, de esta experiencia extraemos reglas y conclusiones. Por la otra punta, cuando intentamos obtener unos resultados previstos y realizamos el mismo experimento, pero variando las circunstancias, y en ningún caso logramos esos resultados la conclusión obvia debería ser que la premisa científica estaba equivocada.

Test, por cierto que el propio Marx recomendaba vivamente, como se puede leer en su conocido ensayo Tesis sobre Feuerbach, firmado junto a Engels, en el que el pensador alemán afirmaba: “El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica es un problema puramente escolástico”.

Apliquemos, pues, ese criterio de Marx a la experiencia comunista. La premisa marxista establecía que al eliminar la propiedad privada y planificar la producción se produciría una mejoría intensa del modo de vida físico y espiritual de las personas, hasta alcanzar una sociedad justa, equitativa, feliz, en la que no estuviera presente la violencia coactiva del Estado porque éste habría desaparecido. Se llegaría a una sociedad en la que ni siquiera serían necesarios los jueces y las leyes, porque la convivencia entre los seres humanos estaría basada en una forma de espontáneo altruismo capaz de armonizar fraternalmente las necesidades e intereses de todas las personas.

Esta premisa se sustentaba en los supuestamente providenciales hallazgos de Karl Marx en el terreno histórico, filosófico y económico, que Engels sintetizó hábilmente en la oración fúnebre que le dedicara en 1883, en el momento de su muerte, y que cito textualmente:

“Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana: el hecho, tan sencillo, pero oculto bajo la maleza ideológica, de que el hombre necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse antes de poder hacer política, ciencia, arte, religión, etc.; que, por tanto, la producción de los medios de vida inmediatos, materiales y, por consiguiente, la correspondiente fase económica de desarrollo de un pueblo o una época es la base a partir de la cual se han desarrollado las instituciones políticas, las concepciones jurídicas, las ideas artísticas e incluso las ideas religiosas de los hombres y con arreglo a la cual deben, por tanto, explicarse, y no al revés, como hasta entonces se había venido haciendo.

Pero no es esto sólo. Marx descubrió también la ley específica que mueve el actual modo de producción capitalista y la sociedad burguesa creada por él. El descubrimiento de la plusvalía iluminó de pronto estos problemas, mientras que todas las investigaciones anteriores, tanto las de los economistas burgueses como las de los críticos socialistas, habían vagado en las tinieblas”.

Engels pudo agregar que Marx también trató de explicar la crisis final del capitalismo como resultado de una superproducción creciente, producto de la falta de planificación, dado que cada codicioso empresario ocultaba sus planes particulares a la competencia, acumulando stocks invendibles que generarían grandes masas de desempleados o de asalariados remunerados con sueldos decrecientes, provocando con ello una catástrofe económica que sumiría a los trabajadores en una espiral de progresiva miseria que no podía tener otro fin ni otro destino que la revolución mundial para terminar con ese criminal modo de explotación.

Llegado ese punto, los obreros y campesinos –pero especialmente los obreros, que eran los sujetos históricos que habrían adquirido “conciencia de clase”- destruirían los Estados burgueses y los sustituirían por “dictaduras del proletariado” provisionales, hasta alcanzar el fabuloso mundo prometido por los marxistas.

Provistos de estas fantásticas ideas, que a ellos les parecían “científicas”, aunque sólo eran hipótesis dudosas que casi inmediatamente comenzaron a ser desmontadas por otros pensadores –como Eugen von Böhm-Bawerk, quien ya en 1896 pulverizó la teoría del valor de Marx y sus postulados sobre la plusvalía–, en diversas partes del planeta numerosos reformadores sociales, llenos de buenas intenciones, sin esperar a la crisis final del capitalismo, encontraron una justificación para recurrir a la violencia, dada la santidad de los fines que se perseguían.

Así las cosas, desde finales del siglo XIX y a lo largo del XX surgieron figuras como Lenin, Trotski, Stalin, Kruschev, Tito, Enver Hoxha, Todor Zhivkov, Fidel Castro, Che Guevara, Georgi Dimitrov, Nicolás Ceaucesu, Mao, Tito, Walter Ulbricht, Kim Il Sung, Pol Pot y otras varias docenas de líderes que compartían un prominente rasgo biográfico: todos ellos se entregaron abnegadamente a una causa política por la que padecieron persecuciones y sufrimientos, y por la que arriesgaron la vida en numerosas oportunidades.

Sin embargo, ese no era el único elemento que los unificaba: todos ellos, cuando ejercieron el poder dentro del sistema comunista, lo hicieron cruelmente, asesinando y encarcelando a millones de personas, acusándolas de traición, de rebelión o de simple desobediencia, cuando en la infinita mayoría de los casos se trataba de personas simplemente desafectas que sostenían puntos de vista diferentes o eran ex camaradas desengañados con las ideas marxistas.

La represión brutal, pues, no parecía una aberración del sistema, sino la consecuencia natural de tratar de implantar un tipo de sociedad extraña a los valores y expectativas de las personas. Los revolucionarios rusos llegaron al poder en 1917, y un año más tarde Lenin ya daba la orden de crear “colonias penales” y de utilizar una feroz represión contra mencheviques, kadetes o cualquier fuerza acusada de simpatizar con los reformistas de Kerenski, tarea en la que Trotski colaboró con criminal energía, como recuerdan los historiadores que se han ocupado de la matanza de los marinos de Kronstadt.

Pero las instrucciones de Lenin iban más allá todavía: era importante castigar indiscriminadamente, incluso a inocentes, para que nadie se sintiera seguro y todos obedecieran. Era el principio del Gulag, que luego Stalin continuaría con entusiasmo vesánico hasta dejar varios millones de muertos en las cunetas y calabozos, baño de sangre al que añadiría los juicios públicos a comunistas acusados de colaborar con el enemigo, farsas que solían culminar con la autoconfesión de crímenes nunca cometidos, gritos de militancia revolucionaria y la posterior descarga de los fusiles y el tiro en la nuca.

Naturalmente, no hay nada desconocido en esta rápida descripción del terror comunista en las primeras tres décadas de su implantación en la URSS, pero a donde quiero llegar es a la siguiente observación: exactamente eso, o algo muy parecido, ocurrió luego en Bulgaria y en Rumanía, en Checoslovaquia y en Hungría, en China y en Corea del Norte, en Cuba y en Etiopía. Donde quiera que se implantaba el totalitarismo comunista aparecían el paredón de fusilamientos, las innumerables cárceles, las torturas, los juicios públicos, los siempre vigilantes cuerpos de delatores, la paranoica policía política, permanentemente dedicada a la búsqueda de traidores contactos con el exterior, los pogromos, los atropellos sin límite, las persecuciones a las minorías ideológicas, sexuales y, a veces, étnicas, y el control total de la vida de las personas, que ya ni siquiera podían emigrar, porque el deseo de marcharse resultaba ser una prueba clara de deslealtad a la patria.

Daba exactamente igual que el proceso lo dirigiera un abogado cubano como Fidel Castro, educado por los jesuitas, un ex seminarista cristiano como Stalin, un maestro como Mao, un militar como Tito o un afrancesado y tímido burgués como Pol Pot. No era una cuestión de personas, sino de ideas y de métodos: todos no podían ser psicópatas malignos. No había diferencia en que se tratara de regímenes impuestos por el ejército soviético, como ocurrió en varios países de Europa Central, o que fueran el resultado de revoluciones, guerras civiles o golpes autóctonos, como en Albania, Cuba, China o Etiopía: el resultado -admitidas algunas diferencias de grado más que de fondo- acababa por ser muy parecido, como si la implantación del comunismo inevitablemente trajera aparejada una sanguinaria manera de maltratar a los seres humanos.

¿Por qué esa cruel fatalidad? ¿Cómo personas bien intencionadas, altruistas, que creen dedicar sus vidas a la redención de sus conciudadanos, incurren en esas monstruosidades? Seguramente, porque sacrificaban cualquier juicio moral con relación a los medios que utilizaban con tal de alcanzar los fines que se habían propuesto.

Eso se ve con toda claridad en un párrafo clave del Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental –un cónclave planetario de guerrilleros, terroristas y radicales comunistas de medio mundo congregado en La Habana en 1966–enviado por el Che Guevara, quien entonces preparaba su aventura boliviana, en el que el médico argentino reivindicaba “el odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta y selectiva máquina de matar”. Odiar y matar a los enemigos era exactamente lo que debía hacer el revolucionario en nombre del amor a la humanidad, y por ello no debía sentir la menor vacilación o pena.

Esta fanática certeza en las creencias comunistas, que ha convertido a Stalin, al Che, a Pol Pot y a tantos revolucionarios en criminales políticos, tiene, además, dos consecuencias nefastas. Por una parte, los lleva a crear un lenguaje compatible con el odio, inevitablemente precursor de la agresión. Los adversarios ideológicos son siempre “gusanos”, “apátridas”, “vendepatrias”, “lamebotas del imperialismo”, es decir, una gentuza infrahumana que se puede suprimir sin contemplaciones con un balazo en la cabeza o se puede internar para siempre entre rejas, como se hace en los zoológicos con los animales peligrosos.

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" Guárdeselo, yo vine por el dinero del banco, no por el suyo."
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