Más que una universidad pública, este lugar parece una zona franca; El humo que despide un fogón de leña improvisado se mezcla con el olor penetrante de los aerosoles, al fondo se escucha una música distorsionada que politiza el ambiente. Los jóvenes ríen, hacen malabares, fuman y se apropian del espacio público con una autoridad dudosa. “Estamos en asamblea permanente” exclama una compañera, y yo me pregunto angustiado ¿eso quiere decir que no podemos estudiar? ¿No es posible estudiar y oponer resistencia al mismo tiempo? Las respuestas parecen arbitrarias, todas pugnan por un cese total de las actividades académicas, debido a que “es necesario debatir el nuevo estatuto que va a socavar las bases de la universidad pública”. Otra pregunta invade mi mente, ¿De dónde emana la legitimidad de la asamblea para adjudicarse tales decisiones?, acosado por un sentimiento de frustración me retiro a un lugar apartado buscando la calma que no encuentro en la universidad, seguramente más tarde comenzarán los enfrentamientos entre los estudiantes encapuchados y los antimotines. Es hora de irme. Llego a casa y trato de digerir toda la información que he adquirido en el día, entre mis cavilaciones pienso que la política debe tender a reemplazar las piedras y los fusiles por otras armas de lucha no fratricidas, porque la violencia debe ser siempre y en todo momento el último recurso, justo cuando el poder de la política se diluya entre el resto de poderes de facto. Porque si en un país tan violento como Colombia, un estudiante reacciona de este modo, ¿qué podemos esperar de un ciudadano que no haya tenido el acceso a la educación por ejemplo?


Es mayo de 2008, la Universidad Nacional de Colombia completa seis semanas de paro, y pareciera una simple coincidencia que justo hace cuarenta años atrás sucediera algo en cierta medida similar, en Francia: El mes utópico de mayo del 68; Esta efeméride es celebrada por muchos con orgullo debido al éxito alcanzado por los estudiantes de aquella época, quienes con su lema de la imaginación al poder lograron en su momento sacudir las bases de la tradicional cultura europea, aportando nuevos paradigmas en lo referente al deber de los jóvenes de intervenir en la política. Sus repercusiones se sienten aún hoy, cuando este fenómeno se ha convertido en un referente obligado para todos aquellos que buscan reivindicar por medio de la protesta sus derechos y sus ideas; tal como sucede en las universidades públicas de Colombia en las que año tras año se emulan aquellas prácticas revolucionarias, muchas veces de forma anacrónica y extremista, lo que en última instancia se resume en una revuelta que genera apatía, repudio y odios ante una sociedad cansada de tanta violencia.


Es por esto que pienso que tales manifestaciones deberían ser válidas en la medida en que respeten las vías institucionales y no se tornen violentas, caso contrario es inevitable que pierdan su carácter deliberativo ante una opinión pública poco participativa y apática. Es por este motivo que justo hoy, cuarenta años después del aclamado Mes Utópico, se hace necesario contemplar otras alternativas de protesta más acordes con nuestra realidad socio-política, propuestas que se acomoden a nuestra cultura política.