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PixelSHERLOCK Finished Nachito. Testigo del exorcista de niños. En el Internado Juan XXIII, Paloquemao Bog. Calificación: de 5,00

Los mejores licores
Noviembre de 2006, me parece que hoy día está vigente.
Cuentos crueles... Profesias conocidas... Presentidas, evitables?

La Iglesia Catolica Colombiana... Está corrompida?

Nachito. Testigo del exorcista de niños.
En el Internado Juan XXIII, Paloquemao Bogotá.

Crónica. 1996-2006.
AP-BL. Agencia para Suramérica.
Enviado Especial. *Raúl Vallejo.

En una lúgubre iglesia abandonada de una vereda apartada, a dos horas de la capital, saludo a *Ignacio, hombre ermitaño, 20 años, estatura mediana, delgadez extrema; cubierto por una túnica negra, sin camisa, sin calzoncillos (dijo el mismo en el preludio de la charla), unas sandalias color marrón de cuero, la cabeza enfundada en una capota extravagante, solo faltaba en sus manos huesudas la hoz, para yo haber dejado la crónica a quien no temiera a la muerte.
No veo su rostro, su voz escasa es ronca, experimentada de dolor, con un tono grave y lento que la verdad, sacaría corriendo a los mismos muertos. Con los nervios propios de un creyente, subo las escalas de piedra que conducen al pequeño capitel de su morada.
Tomamos asiento en unas butacas, labradas seguramente por sus manos, no tienen cortes perfectos, no hay puntillas, ni clavos, están encajadas perfectamente como piezas de rompecabezas.
Una pequeña mesa, también del mismo juego de las butacas. Una jarra de latón magullada, dos pocillos también de madera y unas cucharitas de palo, que más parecían espátulas. En el pequeño recinto, se respira olor de campo, algo húmedo. Ha llovido últimamente, algunas aves se columpian en las ramas de los árboles cercanos. va cayendo la noche. Dejo que haga su relato, solo permitió una grabadora pequeña, sin linternas, sin acompañantes, sin comida exógena del mundo civilizado.
-Puede relatarme lo que hace 10 años pasó en el colegio…?
Antes de que pudiera continuar, hizo un alto con su mano blanca, delgadez extrema y largos dedos… Encendió una antorche pegada a la pared, el recinto se iluminó de un color naranja y las sombras disparejas se reflejaron gigantescas en el techo, en el muro del frente y el piso de madera.
Esto fue lo relatado, sin ediciones, sin interrupciones, solo la comparsa de su voz para lo eterno…

“Mi nombre es *Ignacio Machado, tengo 20 años, nací en este mismo pueblo, pero en otra vereda. Creo profundamente en nuestro Señor Jesucristo, en María siempre Virgen y en Dios Padre Todopoderoso y Eterno. Mis padres murieron, huérfano me llevó el Padre Guillermo, párroco de mi pueblo a la capital, premiado con una beca completa para estudiar en el Internado Juan XXIII.

Administrado por la Diócesis de allá, pero manejado por seminaristas, un psicólogo principiante y un filósofo de una Universidad privada de origen Católico, perteneciente a la Arquidiócesis de Bogotá. El rector era un obispo, alto, fornido, de mirada apacible y manos grandes, su voz casi paternal y particularmente penetrante.
Tenía yo 10 años al llegar. Había muchos niños, más bien todos de origen campesino, con caritas de asustados. La disciplina era como de las milicias del mejor ejercito que se haya visto.

Peinados impecablemente, de pantalones cortos, camisa de cuadros, extrañamente casi todos tenían las manos entrelazadas al frente como cubriéndose alguna vergüenza. Mi presentación y a la mesa, al almuerzo. La decencia y los modales tan intensos, rayaban al extremo.


Los seminaristas eran 6, turnos diarios de tres. El filósofo y el psicólogo dictaban talleres y practicaban con nuestras mentes en el día, de vez en cuando se quedaban a dormir en las noches, tenían sus propios camarotes. En esa época éramos 70 niños, el menor de 8 años, el mayor cumplía 13 y lo trasladaban a otro sitio.
Cada uno tenía su litera en camarotes metálicos de tres pisos, me toco el piso tercero de la última fila lejos de la puerta, así es allí, el más principiante deberá correr para alcanzar la puerta si no quiere ser castigado. Y los castigos son, y digo son porque aún continúa en servicio tal lugar, no creo que mucho haya cambiado. Con esta burocracia e impunidad, todo debe estar igual.
Los castigos eran variados, dependiendo del seminarista de turno. Aunque no tenían mal aspecto, sus rostros siempre sonrientes dejaban escapar por sus miradas la disciplina exagerada. Cada seminarista cargaba una fusta pequeña de cuero elaborada por los mismos niños, con remiendos de cuero de una fábrica cercana, la cual donaba sus rezagos para hacer artesanías que ayudaban en el sostenimiento del hogar de paso. Allí, algunos padres dejaban a sus hijos por insoportables, para que los disciplinaran, ellos si pagaban en el internado. Eran los más rebeldes, crueles e inhumanos niños que pueda haber en esta vida. Y la disciplina del Hogar los empeoraba. Se volvían hábiles para mentir, diestros con las manos y la pelea, ágiles a la hora de huir de los castigos de los seminaristas.
Los castigos eran variados y repugnantes, degradantes para cualquier ser humano.
A quienes llegaban de últimos a las duchas, esperaban duros latigazos con las fustas, desnudos totalmente, con las nalgas coloradas, prohibido derramar lágrimas, Dios da la fortaleza, resiste hijo mío, solo eso decían, mientras golpeaban sin misericordia las nalgas rosadas…
Cuando se veían las lágrimas, por que ya no resistía uno el dolor, entonces, sin baño, descalzo y denudo, pasaba por debajo de la hilera de los 24 camarotes, los durmientes de cada uno de ellos, se acostaban atravesados con sus sandalias en las manos y al paso por debajo de la cama baja, asestaban fuertes golpes de nuevo en las rosadas nalgas… Unos niños reían, otros gemían como si fuera su dolor propio, otros lloraban silenciosos tragándose sus lágrimas, a quien era descubierto en cualquiera de estos gestos, inmediatamente lo reemplazaba en su puesto, y era a él a quien golpearían sin remedio.
No había predilectos, todos por igual. Algunas veces miraba los rostros de los seminaristas, impávidos, pero en sus ojos le leía la satisfacción por el dolor ajeno. Y Dios, nunca dijo nada. Dios es la fortaleza, resiste hijo mío, decían…
Llevaría tres días, cuando me pusieron de vigía en la puerta de la panadería, tendría turno de la medianoche hasta las 6 de la madrugada. Esa noche, el filósofo me dijo que se quedaría, si algo necesitaba no dudara en avisarle.
No sabía vigilar y si algo escuchaba solo debería tomar una cuerda y tirar de ella, de inmediato el seminarista de guardia bajaría al oscuro sótano, alimentado solo por la luz amarillenta de un bombillo pequeño. Sentado en una butaca casi más alta que yo, era imposible siquiera parpadear, estaba aterrorizado totalmente. Antes de ir al turno, un compañerito me dijo que en el sótano asustaban, que había un alma perdida o un fantasma. No dejé de pensar en eso durante horas. Inmóvil, muerto de frío y con hambre, sin perder de vista la escalera que se perdía en el techo, como si fuera el camino a un gran abismo pero en subida.
Escuché entonces unos ruidos, el corazón quiso salirse, vi unas sombras que bajaban, quise tocar la campana pero el cuerpo no me recibió a las órdenes. Por la escalera bajaba un niño llamado Pedro, había llegado antes que yo, era lento y había sido castigado muchas veces, creo que ya sus lágrimas se habían acabado, no se aprendía las oraciones y tenía pesadillas. El seminarista le había dicho esa tarde que tenía un demonio y había que trabajar para sacárselo… Estaba cojo de tantos latigazos y los golpes de las sandalias al pasar bajo las camas. Casi no comía y aunque seguía gordito, ya había perdido varios kilos. Su cabello negro, era muy lizo, siempre apuntaba hacia el cielo, como erizado, sus dientes grandes y blancos cuando sonreía se veían envidiables. Pero su carita ya no tenía alegrías. Bajaba las escaleras resignado, detrás un hombre alto, alguno de los seminaristas? No, no se quien era, venía con una túnica muy blanca, con dos cordones negros que le rodeaban la cintura. Sus manos traían guantes también blancos, cubierto de la capota, no dejaba ver su rostro. Me hizo una seña para que me quedara quieto. Tras de ellos, bajó el seminarista de turno, Me pidió silencio con sus dedos en los labios… - Es el exorcista… Me dijo. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y empecé a temblar de miedo. No sabía si era un demonio, un dios o una persona, solo veía su túnica blanca arrastrar por el suelo como si flotara. Entraron a la panadería…

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Toda la noche, todo el día, acunando la vergüenza, enseñando al odio a vivir sin ofender a quien más amo… En un rincón privado para las almas buenas, yace solitaria mi prisionera pena… La sangre cubre mi condena...
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